«tahona estuosa de aquellos mis bizcochos» (César Vallejo)
Lunes, 27. Ayer, después de los aplausos, mi vecina T. me pidió desde el balcón que bajase a la puerta de casa, que quería darme algo cuando pasase con el perro. Bajé y allí estaba, con su mascarilla y sus guantes, sosteniendo una bolsa que envolvía un bizcocho que acababa de hacer. «—Todavía está un poco caliente. Espero que te guste» —me dijo. En efecto, la base de la bandeja de cartón en la que venía me templó la mano. Ya arriba, tardé poco en abrir el papel de aluminio, descubrir el bizcocho y probarlo. Exquisito. Le envié un mensaje y hoy en el balcón he vuelto a darle las gracias y le he dicho que me ha alegrado mucho romper esta mañana la costumbre de acompañar el café con una tostada. Ella me ha dicho que para la próxima un flan. Así. No sé qué voy a hacer cuando pase todo, cómo agradecerle que me traiga el periódico hasta la escalera todos los días y que tenga detalles como el de ayer. Es bonito. Asomado a la calle, he mirado a un lado y a otro para comprobar si es que alguien ha puesto algún mensaje en la fachada que diga: «Aquí vive un tipo necesitado. Ayúdenle». Pero no, no hay nada. Estaría bueno, con la que está cayendo ahí afuera. Estoy seguro de que si pidiese a T. que me dejase a su perro lo haría para que yo pudiese salir un rato por los alrededores. Anoche solo salí bien tarde a tirar la basura y vi la calle Postigo así, como en la fotografía. La imagen, en sí misma, me emocionó. No sé por qué me he acordado de un libro de relatos de Alonso Guerrero, De la indigencia a la literatura (Badajoz, Del Oeste Ediciones, 2004). No sé por qué. Además, esos cuentos merecen ser recordados en otro contexto. Hoy he hablado con L., que vive en el centro de Italia, y me habla de medidas de desescalada más tardías que las nuestras. Me preocupo, porque allí empezó todo antes. No sé. He visto en El País una fotografía de Emilio Morenatti, tomada ayer en Barcelona, en la que a mí me ha dado la sensación —será la perspectiva— de que había demasiada gente. Ojalá me equivoque. Diecinueve centímetros debió de tener de diámetro, y, eso sí, ocho de altura esponjosa. El bizcocho.
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