martes, julio 23, 2024

La mala costumbre

Me recomendó esta novela Julia, que la había leído por un préstamo digital al que llegó por un sendero de afectos que me apetece recordar, según su relato. Resulta que algún seguidor de su magnífico podcast Superíndice —lo mantiene desde hace unos años con su amigo David Pedé—, le comentó que habían leído en un club de una biblioteca manchega La mala costumbre (Seix Barral, 2023). Ante el interés de Julia por esa obra de Alana S. Portero, le pidieron sus datos y le hicieron el carné de la Red de Bibliotecas de Castilla-La Mancha para beneficiarse de inmediato del préstamo en formato digital. Ella intentaba mostrarme con qué facilidad —y gentileza— había podido llegar a una novedad tan reciente, aunque suponía que yo me haría con un ejemplar en papel. En efecto, compré el libro a finales de marzo de este año, una mañana en la que también me llevé La llamada. Un retrato (Anagrama, 2024), de Leila Guerriero —que estoy leyendo mientras el gobierno de Milei suprime las políticas de memoria, verdad y justicia—, y regalé Historia de la mujer caníbal (Traducción de Martha Asunción Alonso, Impedimenta, 2024), de Maryse Condé. Hasta mediado junio no confirmé que la de Julia era una buena recomendación, y que, por desgracia, hay buenos textos que no logran sobreponerse a la perturbación mediática generada por aspectos no literarios. Se me dirá que es inevitable; pero, al menos, yo me lo pongo de relieve. Y añado que si la perturbación es como la que ha habido y hay en torno a Alana S. Portero, bien está. Sin dudar, me alegro del éxito de La mala costumbre, que, en enero de 2024, llevaba nueve reimpresiones, desde mayo, e imagino que habrá aumentado bastante en este medio año; y me alegro de que esta novela le haya cambiado la vida, como ha declarado la autora en muchas entrevistas, y de que su publicación sensibilice sobre una realidad incómoda para muchos, que remueva y reivindique; pero me gustaría que se hablase más de literatura cuando se hable de ella. Su literatura tiene suficiente sustancia para aupar esta obra hasta su consideración de fenómeno editorial. La construcción del relato y de sus personajes, la manera en que está escrita una novela o cuáles son los recursos para crear comicidad o turbación no son, lamentablemente, materia de las conversaciones literarias que nos muestran los medios. En el caso de Alana S. Portero mucho menos, quizá, por el impacto de su vida y la relación con la historia que ha escrito. Cuando Julia me recomendó la novela, yo contaba con pocos referentes sobre el éxito editorial que ya era y sobre su autora. Después de leer La mala costumbre podía decir que me había construido una imagen de Alana S. Portero solo a partir de la lectura de su obra, y la imagen no pudo ser más simpática. Y ocurre que se imponen, junto a los criterios estrictamente literarios, los de afinidad personal; esos que a veces uno siente cuando lee un libro bueno que, además, está bien editado y que da gusto tener en las manos. Entonces, a la tipología de unos personajes que deambulan por una historia radicada en un barrio obrero como el madrileño de San Blas, se sobrepone el cómo se presentan, desde el puro suelo de la calle contra el que se estampa un yonqui —«Efrén era guapísimo» (pág. 13)— o bajo la sábana blanca de una funeraria que es como un lienzo en el que se dibuja la estructura inevitable de la novela. A lo mejor puedo decirlo de manera más precisa si confieso la sensación tan grata de encontrar en la página 226 un juicio sobre un momento tan celebrativo como el desayuno, y un equivalente para la protagonista en las horas del primer café de los domingos: «cuando aún se ve la vida desde detrás de las ventanas y se piensa despacio pero hondo, como si aún se conservase la cualidad deslizante del sueño». Y entonces, junto a la gracia de una disposición en capítulos breves como teselas de un mosaico, con la excepción —también tipográfica— de un corte esencial, o las referencias literarias y mitológicas en precisas dosis, uno quiere ver la virtud hasta en un azaroso salto de página que retarda la aparición de una palabra importante: «Ese «señor» pronunciado desde la miseria del chupatintas que no tiene donde caerse muerto pero que lleva una identificación oficial me provocó una» (pág. 79). Y se lee en la página siguiente: «arcada». Tengo que agradecerle a Julia la recomendación y decirle que aquí tiene copia en papel de La mala costumbre por si la quiere releer, que es una experiencia siempre gustosa, como el que se regodea en la tenencia de un tesoro sin ser codicioso.

miércoles, julio 17, 2024

Carta del Bufón

En abril de este año me suscribí al plan anual de Ediciones del Bufón, la editorial de las artes escénicas de la periferia, y su interesantísima y esmerada colección de textos teatrales; y hace una semana recibí un nuevo título, el más reciente de su catálogo: El patio número 3, del sevillano de Estepa Víctor Muñoz. Ya habrá ocasión de decir algo sobre este texto pautado en dieciocho escenas —más la inicial que sirve de pórtico— que son dieciocho días de una condena infame y que está lleno de intención poética y patética. Por el momento, diré que me llegó con una carta sin fecha de Ediciones del Bufón que reproduzco: «Querido amigo: Te hacemos llegar el segundo libro de nuestro catálogo anual: El patio número 3, de Víctor Muñoz, que, además, inaugura nuestra colección Nuevos Bufones. Probablemente, sea una de las historias más conmovedoras que vayas a leer este verano, pero no queremos adelantarte nada. | Junto con el libro, estás recibiendo una suerte de heraldo, la orgullosa insignia que te condecora como miembro de este linaje de bufones. Sentimos decirte que con ella no te harán descuento en el dentista ni podemos garantizar que Hacienda te devuelva en la próxima declaración de la renta, pero imprime carácter. Ser un bufón siempre imprime carácter. | Como sabes, Ediciones del Bufón es una editorial pequeña, independiente y de pueblo, así que el apoyo que recibimos de lectores como tú es fundamental. De momento, hemos superado el centenar de suscriptores y estamos muy felices por ello, pero necesitamos alcanzar los doscientos antes de que acabe el año. Así que, para que esta familia siga creciendo, nos ayudaría mucho que nos recomendases entre tus allegados. | De nuevo, muchísimas gracias y esperamos volverte a escribir en breve. | Un abrazo de los que aprietan, | Mercedes Martínez | Responsable de Ediciones del Bufón».

martes, julio 09, 2024

Agamenón vengado

Ayer en Mérida asistí a un estreno especial. Vi la primera representación de la tragedia neoclásica Agamenón vengado desde que la escribiera el zafreño Vicente García de la Huerta, en la década de los setenta del siglo XVIII. No se representó en ningún teatro público y quizá, según su autor, pudo hacerse una lectura declamada en alguna casa particular. Ahora, se ha atrevido con este texto la actriz y directora Raquel Bazo y la Escuela de Teatro TAPTC? teatro, la compañía responsable, con Javier Llanos, de «Agusto en Mérida», el sugerente proyecto de talleres-montajes de alumnos de teatro en diferentes espacios alternativos de la ciudad y en el marco del LXX Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Para mí fue todo un acontecimiento ser testigo de esta rara recuperación de un texto en verso del siglo XVIII, basado en la Electra de Sófocles, pero a través de una fuente más cercana y en prosa como La venganza de Agamenón (1528), de Fernán Pérez de Oliva, que Huerta leyó en el tomo sexto de 1772 del Parnaso Español de López de Sedano. Ese hilo lo ha continuado ahora Raquel Bazo con una versión respetuosa, en términos generales, con lo que escribió García de la Huerta, pero con alguna licencia como la inclusión de un personaje que no está en el original ni en otros testimonios: Coéfora, «amiga y confidente de Electra», que quizá provenga más de Esquilo que de Sófocles, y que —a falta de la lectura de la versión de Bazo, que ojalá me pueda hacer con ella— interpreto como una suerte de coro en homenaje al espíritu más clásico ausente en el texto dieciochesco. Un texto de una «singular originalidad», en palabras que el hispanista americano Russell P. Sebold pronunció en Zafra en noviembre de 1987 en la clausura de un simposio sobre Huerta, recogidas en su trabajo «Connaturalización y creación en el Agamenón vengado de García de la Huerta», que se publicó en la Revista de Estudios Extremeños (t. XLIV, 2) al año siguiente. En cuanto a la fidelidad a la tragedia huertiana de esta versión —que acorta los versos hasta dejar la duración en poco menos de una hora—, me ha llamado la atención que incluso mantenga un gazapo de García de la Huerta.  Cuando hace decir al consejero Cilenio al planear la simulación de la muerte de Orestes en la jornada primera: «cubrid de paños lúgubres funestos / una urna sepulcral proporcionada, / que cargada en los hombros, entrar dentro / podréis, diciendo, que lleváis en ella / del muerto Orestes las cenizas». Y, más adelante, la jornada tercera comienza con el «presente» que traen a Clitemnestra: «El cuerpo embalsamado / de Orestes, de su hijo, / guardado por nosotros con prolijo / esmero en esta caja». El error es de García de la Huerta, pues Pérez de Oliva dispone al principio de su obra «una caja capaz de un cuerpo humano» en la que dirán que irá el de Orestes. Raquel Bazo mantiene el texto de Huerta pero saca a escena una urna o vasija de barro sobre unas andas que no será difícil de sustituir —junto a un retoque de los versos— para enmendar el fallo del dramaturgo. Plausible, en cualquier caso, el trabajo de la adaptadora con una obra que no permite florituras y en la que resuelve airosamente movimientos como la representación de las muertes de Clitemnestra (herida dentro y muerta en escena) y Egisto (herido en escena y muerto dentro), por la ausencia casi total de recursos escenográficos de este montaje. No se pudo sacar más con menos. Como igualmente cabe decir de la interpretación, levantada en algunos casos en poco tiempo para afrontar cambios de última hora, desigual en el elenco —de la solvencia de Clitemnestra a los tropiezos de Fedra—, pundonorosa en el ímpetu, aficionada en la ejecución, y con gestos como el de ese Orestes barbilampiño que, sin reparo y despojado de su traza de héroe trágico y de la liberación de su doble venganza, se mezcló entre el público para decir: «—¡Qué mal lo he pasado!» Placentera e instructiva forma de ver teatro a los pies de un coloso como el Festival de Mérida, que acierta en cuidar estos atractivos añadidos en espacios distintos —muy céntrico el de anoche en la Terraza Augusto del Parador— y en formatos tan esenciales y a la vez tan trascendentes. Un estreno muy especial con tres funciones más hasta el jueves 11.


jueves, julio 04, 2024

Casa de los Ribera (II)

Hay todavía en la fachada de ese caserón en la ciudad monumental de Cáceres, en el que entraba hace años varias veces a la semana, una placa de metacrilato que lo anuncia como Casa de los Ribera. No hago mucho caso a la vacilación gráfica del apellido —se lee Rivera en fuentes documentales y así aparece en el capítulo sobre el patrimonio arquitectónico del reciente libro sobre los 50 años de la Universidad de Extremadura— y siempre he preferido la be alta o be larga, como dicen en Perú. El «palacio» data de la segunda mitad del XVI, y se restauró en 1980 para ser la sede del Rectorado de la UEX en Cáceres. Las dovelas almohadilladas de la portada me recuerdan siempre por su atractivo la fotografía que hizo Bernardo Pérez para El País a Gilberto Gil cuando le dieron el Premio Extremadura a la Creación en septiembre de 2005, con el cantante y ministro de Cultura brasileño reclinado sobre los sillares de la Casa de los Condes de Adanero. En la de los Ribera estuve durante siete años como director de publicaciones de la Universidad, y entonces fue cuando pensé en utilizarla como título para un libro sobre mi experiencia como editor. Una idea que deseché por pretenciosa y que, pasado el tiempo, podrá convertirse en la segunda parte de El trabajo gustoso. Un cuaderno de clases (Editora Regional de Extremadura, Col. Ensayos, 5, 2002). Al fin y al cabo, en la presentación de aquello ya dije como en broma inconsciente —hace veintidós años— que la continuación sería para cuando me jubilase. Por eso, Casa de los Ribera. Nuevos apuntes de profesor viejo, esbozos de un original que fue creciendo y que puede ser un librito algún día.

miércoles, julio 03, 2024

Casa de los Ribera (I)

Izquierda y derecha las del público. En el foro, la pizarra tiene la rara prestancia de quien tuvo y aún retiene, un recuerdo todavía útil de un tiempo que el curso pasado quise fijar con el título que puse a una antología para clase de poetas iberoamericanas: Pizarra —de Julia de Burgos a Cristina Peri Rossi—, como un homenaje a un mueble con voluntad pedagógica. Algunas mañanas molesta el sol lateral y hay que oscurecer el aula siete como una sala de teatro para que pueda verse la pantalla, y así de paso evitar que dé a la altura justa de sus ojos. Para asegurar la ficción teatral todavía hay tarima, y un atril que, al centro y visto desde arriba, a veces me ha parecido una extraña concha de apuntador. No sé si pienso por libre o mi escasa resolución es definitivamente la prueba de una dependencia insuperable; pero me gustaría repetir en clase lo que respondió Fernando Aramburu hace un par de años en un cuestionario de El Cultural: que es un hombre que «ama las humanidades, confía en la educación, reprueba la violencia, colecciona y agradece los pequeños placeres». Otro de los numerosos ejemplos que pueden ilustrar esta dedicación a la inteligencia vicaria, a convertirse en un medio entre los que saben y los que quieren saber; hasta el punto de que dudo tantas veces si hay algo en todo esto que pueda atribuírseme enteramente, y que no deba nada a lo leído. Imposible.

lunes, julio 01, 2024

Abril es un país

Sin desmerecer su trabajo diario como corresponsal de El País en Portugal, creo que Tereixa Constenla ha escrito la mejor y más fascinante de sus crónicas desde que llegó a Lisboa. Ha tardado poco más de un año y le ha ocupado algo más de trescientas páginas: Abril es un país. Los heroísmos desconocidos de la Revolución de los Claveles es su título, y la ha publicado Tusquets Editores en abril de 2024. Tiene la forma de un libro con el atractivo de la frescura y la actualidad de una crónica porque incorpora la cronología de su propio proceso de creación. El relato basado en entrevistas y en una selectiva tarea de consulta de documentación va pautado con las fechas que lo hicieron avanzar, quizá desde una primera experiencia motivadora que arrancó en la que pudo ser la primera noticia enviada a El País por Tereixa Constenla, la muerte de Otelo Saraiva de Carvalho —el redactor del «guion de la libertad» (pág. 211)— el 25 de julio de 2021. Luego vienen, por ejemplo, la del último día del año 2022, cuando la periodista conversó con el fotógrafo Alfredo Cunha, o la de marzo de 2023, cuando entrevistó a la diplomática Ana Gomes, estudiante activista en los tiempos de la Revolución. Mayo de 2023 fecha el encuentro con la escritora mozambiqueña Paulina Chiziane, y a finales de ese año dice Constenla que «finalizaba este libro» (pág. 303), que, sin embargo, seguirá formándose hasta principios de febrero de 2024, sí, cuando leemos que habla por teléfono con el sacerdote Vicente Berenguer, que vivió la masacre de Wiriyamu en diciembre de 1972. Son estas algunas de las marcas que balizan el presente desde el que se reconstruye un tiempo pasado hace cincuenta años, contado, en afortunada anacronía, en tres grandes partes: «Revolución», «Antes de la revolución» y «Después de la revolución», más un breve epílogo, «Abril es un país». Se lee muy gustosamente como una narración literaria que no pierde en ningún momento su índole histórica. Es otro atractivo esa clave, casi poética —qué presentes están las fuentes literarias de Lídia Jorge o de Sophia de Mello Breyner Andersen—, que juega con el lenguaje figurado en el retrato de lo real, como al calificar el 25 de Abril como el «montaje más perfecto» (pág. 55) de un militar como Otero Saraiva de Carvalho que siempre quiso ser actor; que anima el recorrido con títulos de capítulos a la antigua usanza de la novela popular por entregas («Un encuentro entre colegas», «El Conejo está en la madriguera», «El ataúd más barato del mercado»...); o que extrae toda la belleza visual a esa acción-poema de la camarera Celeste Caeiro ofreciendo un clavel al miliciano de la columna de Santarém que lo acomoda en el cañón de su fusil (pág. 82). Ellos también son esos héroes desconocidos de una Revolución que «democratizó los sueños» y que acompañan en esta crónica excelsa a los nombres principales que aquí se reivindican, como el capitán Fernando José Salgueiro Maia y su mujer Natércia da Silva Santos, como el cabo insumiso y tantos años en el anonimato José Alves da Costa, y como otros que aparecen con sus historias y que recomiendo vivamente que el lector conozca a través de la tan bien llevada narración de Tereixa Constenla. En el apéndice bibliográfico de Abril es un país se enumeran libros, artículos y archivos que han servido para la elaboración de la obra, y que no son más que una muestra de lo que se supone una investigación con copiosos materiales, y así se manifiesta en las alusiones que el cuerpo del texto hace a otras fuentes que no están citadas, como la entrevista del querido Fernando Assis Pacheco (págs. 105, 213, 233), los libros Portugal hoy, de José Gil (pág. 221) o Ascensão, Apogeu e Queda do M.F.A., de Diniz Almeida (pág. 251), y, me pregunto, si una referencia tan llamativa para un lego como yo como el libro de Viale Mountinho Un abril en Portugal que, en traducción de María Fernanda de Abreu, publicó la editorial Júcar en España en julio de 1974, y cuya nota preliminar estaba fechada en mayo de ese año. Una curiosidad. En fin, lo mejor que le ha podido ocurrir a la todavía necesaria reparación de la mirada de España hacia Portugal ha sido la publicación de esta obra de Tereixa Constenla, un regalo que hay que leer para querer más a estos vecinos de abril.

miércoles, junio 19, 2024

El castillo de Lindabridis

Es siempre un motivo de alborozo un título nuevo que refresque el repertorio habitual del teatro clásico español que puebla nuestros festivales, que haya una novedad que altere la persistente presencia en sus carteleras, como si se agotase ahí, de títulos como Fuente Ovejuna, La vida es sueño, La dama duende, El alcalde de Zalamea, La Celestina u otros que están en el canon más académico. Por eso, es para celebrar que en la trigésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Cáceres nos hayamos encontrado con esta esquinada pieza cortesana de Calderón de la Barca, El castillo de Lindabridis, que nos ha traído la compañía Nao d'amores que dirige Ana Zamora, a la que el Ministerio de Cultura y Deporte reconoció en septiembre del año pasado con el Premio Nacional de Teatro 2023, precisamente, «por su recuperación del patrimonio teatral español». La trayectoria de su equipo —que va reponiéndose con su trabajo riguroso de la ausencia de su directora musical Alicia Lázaro— acredita esta vocación de lectura e interpretación de nuestra literatura dramática antigua, y ha dejado estupendas huellas de su paso por el festival cacereño, si no estoy equivocado, desde 2008, con el Misterio del Cristo de los Gascones, y luego, con las Farsas y églogas de Lucas Fernández en 2012, la Comedia Aquilana de Torres Naharro en 2018, Nise, la tragedia de Inés de Castro o la Numancia de Cervantes en la edición número XXXIII de nuestro festival. Aunque creo que la primera presencia de Ana Zamora como directora de escena y autora de versión fue en el XVII Festival de 2006 con la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente, que trajo a Cáceres la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El castillo de Lindabridis, quizá de 1661, es una comedia caballeresca, un género no muy bien considerado en el conjunto de la producción de Calderón, lo cual ha podido ser un acicate, un reto para Nao d'amores que, además, se ha fijado en un texto del XVII —eso sí, que remite a la novela de caballerías del quinientos— más alejado de su acostumbrado trato con el teatro prebarroco. Otro de los alicientes que para esta compañía ha debido ofrecer esta obra calderoniana es la presencia esencial de la música, inseparable de las propuestas escénicas de Nao d'amores, y, en este caso, uno de los atractivos del montaje que vimos la noche del domingo 16 en la Plaza de San Jorge. Más específico y destacado es el rescate de una tonadilla napolitana anónima del siglo XVII «Si li femmene purtassero la spada» («Si las mujeres portasen la espada»), que abre y cierra la función, y subraya el papel de unas mujeres que deciden sobre su destino; pero el contexto armónico no solo embellece sino que subraya los significados con la misma maestría y buen hacer que cabe atribuir a tantos recursos que convergen en la dinámica acción dramática. Uno de ellos es el uso de la escenografía, elaborada y compleja, movible como el castillo-palacio de Lindabridis —«pájaro del mar y pez del viento»—, descompuesta en piezas que encajan entre ellas y que enmarcan el espacio creando la sensación de que nos encontramos ante un teatro de títeres —el juego de las apariciones del Rey o de determinados movimientos de los actores—, acentuada por la disposición en el escenario de bancos laterales ocupados parcialmente por el público. Y realzado todo, diría yo, por el recogido espacio de una Plaza de San Jorge idónea para estas intenciones, a pesar de que sigue teniendo el problema de los ruidos incívicos que vienen de la Cuesta del Marqués y que tanto molestan al público situado en lo más alto de la grada. La plasticidad de otros recursos potencia el componente imaginativo, poético y fantástico de la obra, como ocurre con la recreación del hipogrifo o animal parecido que componen todos los actores del elenco en sugerente síntesis metateatral. En ella están fundidos los cinco ejecutantes, los actores que se reparten los papeles de Rosicler, Floriseo, Febo, Meridián, el Rey, el Fauno o Malandrín, que son Mikel Aróstegui, Miguel Ángel Amor y Alejandro Pau, muy solventes los tres, aunque el último con mayor y feliz notoriedad en el papel del gracioso muy particular de Malandrín que también hace de narrador distanciado que implica en ocasiones al espectador; y las dos mujeres, Inés González como Lindabridis, y una portentosa Paula Iwasaki como Claridiana a la que cabe adjudicar buena parte de la aprobación y el aplauso que mereció este montaje de Nao d'amores que ha vuelto a elevar el nivel de calidad del Festival de Teatro Clásico de Cáceres. Gracias.