lunes, diciembre 09, 2024

Las miradas de Pilar Bacas

© Jorge Rey. Hoy

En esta fotografía de Pilar Bacas Leal (Cáceres, 1950-2024), con ese ejemplar de uno de sus últimos libros —el último fue Un parque a las afueras. El Paseo Alto de Cáceres y sus alrededores (Cáceres Verde-Ateneo de Cáceres, 2024), presentado ya en su ausencia por Sara Fontán y Teresa Corcobado el pasado 27 de noviembre—, creo que se resume cumplidamente lo que se me muestra de ella en la hora de su muerte. En la instantánea que me prestan Jorge Rey, su autor, y el diario Hoy, que la publicó el pasado mes de marzo, está la mirada de Pilar, está su libro y están los ojos de esa niña de la cubierta. Miradas es un título idóneo para distinguir la actitud vital e intelectual de una mujer que se ha entregado a escudriñar sobre lo otro —siempre en una línea del tiempo, siempre como lección del pasado— para ofrecerlo a los demás, casi con un afán de servicio, como el que mira primero con la deleitación de quien descubre o con el placer redoblado del que revisita un lugar conocido, para regalar luego su mirada a los que leen. En la mirada de Pilar Bacas no hay más filtro que el sentimental, responsable de que lo que nos llega lo haga lleno de apasionamiento y cariño. Miraremos a Pilar Bacas, a la «profesora, escritora, divulgadora, activista, historiadora», escribí sin adjetivos, que surgen de manera natural a poco que se la evoque: «Luchadora y comprometida», la llama María José Castro; «libre e irrepetible», escribe Francis Acedo; «inteligente, intelectual, comprometida, feminista, ecologista, luchadora», detalla María Karmo, en Facebook, hoy mismo. Cáceres le debe todos los reconocimientos y homenajes, que estoy seguro irán llegando en forma de reafirmación de nuestra conciencia ciudadana, también del compromiso con la recuperación de la memoria y del patrimonio históricos, en recuerdo de su voz de guardia situada en enclaves tan queridos y reivindicados en sus escritos: El último bulevar (2015), sobre la avenida Virgen de la Montaña, Un bulevar en el oeste (2017), sobre el paseo de las Acacias, Un jardín en la plazuela (2019) de San Juan, El latido de una plaza (2021), que es la Plaza Mayor cacereña, y el ya mencionado «parque a las afueras». Nos quedan todas sus obras para revivir las miradas de Pilar Bacas; pero creo que hay un hecho totalizador y trascendental que resume la poderosa significación de su vocación humana y literaria: el legado de su fondo documental, personal y familiar, con todo el material con el que construyó sus investigaciones y trabajos, cuya entrega al Archivo de la Diputación Provincial de Cáceres se formalizó este pasado mes de noviembre. Ese es, en definitiva, el mejor reconocimiento que podemos hacerle, volver a conocerla, a frecuentarla, con tan loable preservación de su mirada amable y amiga. Descanse en paz.

domingo, diciembre 08, 2024

El tiempo de los lirios

La coincidencia habría sido exacta de haber conocido en septiembre este libro de Vicente Valero, El tiempo de los lirios (Editorial Periférica, 2024). Su primera edición tiene fecha de octubre y yo fui un mes antes al escenario en el que se desarrolla este precioso diario de un viaje a la región italiana de la Umbria y a los vestigios de la figura de Francisco de Asís. Sin lugar a duda, habría sido un libro más en la maleta que me llevé a Perugia y su lectura la habría hecho en el mismo entorno de los sugestivos lugares de Foligno, Gubbio, Spello o, principalmente, la ciudad del santo, Assisi, que se recorren en sus páginas. Ha sido, pues, a mi vuelta cuando he regresado, gracias a tan atractivo relato, a unos parajes entrañables que he conocido con parecida complacencia y similar goce, y me satisface mucho identificarme tanto con un texto por tan feliz anécdota. Y hay otra experiencia que confiere a esta lectura algo especial: mi cercanía con el poeta Basilio Sánchez, quien publicó hace ya algunos años en la revista Versión Original (número 200, «Mi película», enero de 2012, págs. 84-85) un artículo titulado «Hermano sol, hermana luna» —sobre la película Fratello sole, sorella luna (1972) de Franco Zeffirelli—, que luego recogería, ampliado, en su libro La creación del sentido (Pre-Textos, 2015). Allí, el poeta cacereño escribió: «A las objeciones de obra preciosista, edulcorada e ingenua que algún espectador de nuestros días podría poner aquí, habría que responderle con una reflexión: la sociedad de 1972, año del estreno de la película, carecía en gran medida de los prejuicios y escepticismo de la nuestra. De forma similar al despertar del mundo que se producía a principios del XIII, en el que los hombres, sacudiéndose un letargo de siglos, se sumaban a las transformaciones culturales e históricas con la disposición e ingenuidad de los recién nacidos, a finales de los sesenta las protestas contra la guerra de Vietnam, las revueltas parisinas de mayo y la lucha por los derechos civiles de los ciudadanos negros encabezada por Martin Luther King —por citar algunos referentes paradigmáticos— habían provocado el surgimiento de un movimiento contracultural en el que conceptos como el de ecologismo, la práctica de la simplicidad, el rechazo al consumo, las indagaciones espirituales o las experiencias comunitarias, parecían inspirados por el mismo poverello de Asís» (pág. 85). Imagine el lector cómo recordé estas palabras cuando leí en el libro de Vicente Valero lo siguiente: «En la película de Franco Zeffirelli Hermano sol, hermana luna, de 1972, que yo vi siendo todavía un niño, colorida y almibarada, recuerdo una escena que, sin embargo, no recogen otras películas y novelas sobre el santo, creo que tampoco las Florecillas ni otras biografías de la época y posteriores, por lo que sería completamente original de sus guionistas, para quienes el Mayo del 68 y las comunas hippies habrían sido los referentes más inmediatos: un día, el ya atormentado Francesco descubre el sucio e indigno antro donde los trabajadores explotados de su padre se dedican a teñir los paños que lo hacen rico, lo cual le provoca una grandísima conmoción y angustia» (pág. 30). La coincidencia, también en otros momentos del libro de Valero, con ese paralelismo entre un sueño reformador del siglo XIII y unos ideales juveniles del siglo XX me llevó al texto de Basilio Sánchez, y me predispuso más aún en la lectura de El tiempo de los lirios. Pero no creo que esa empatía se haya impuesto en el disfrute de estas páginas como para no apreciar los muchos atractivos de este relato pautado en quince días —desde el 28 de marzo al 11 de abril—, que combina las notas de cuaderno de viaje con las eruditas de una antología de referencias cultas esenciales sobre la figura de san Francisco, y que van, muy bien traídas, desde textos literarios de diferentes géneros —la novela de Hermann Hesse, la poesía de Jacinto Verdaguer o el teatro de José Saramago—, piezas musicales como la ópera de Messiaen, hasta, por supuesto, las huellas artísticas de Pietro Vanucci, el Perugino, Pinturicchio o Giovanni di Pietro, llamado Lo Spagna, que constantemente surgen en el recorrido por la Umbria. O Umbría, como escribe Vicente Valero, que castellaniza también en Espoleto o Perusa, y no en Spello, Foligno o Bevagna. Sin querer ser fatuo, y después de haber conocido aquello, prefiero los nombres originales de mi experiencia, aunque uno siga escribiendo Turín, Milán o Venecia. Estas deliciosas doscientas páginas sugieren una especie de proceso de conocimiento sobrenatural, como el libro evocado de Simone Weil, una suerte de receptividad parecida a la de la pensadora francesa que hizo su primer viaje a Asís en 1937, sobre un proyecto utópico, un tiempo nuevo, cuya recreación por el escritor de Los extraños aporta en su lectura un anhelo de serenidad y de paz muy reconfortante. Y de volver por allí. Benéfico. 

miércoles, diciembre 04, 2024

Saul Steinberg

Poco queda ya para que concluya este año y, si hago recuento de lo visto en los once meses pasados, lo mejor, por cantidad y por novedad, ha sido esta magnífica exposición: Saul Steinberg, artista, que estará hasta el próximo 12 de enero de 2025 en la Fundación Juan March de Madrid. Puede extrañar que sea sobre un artista como el rumano judío Saul Steinberg (Râmnicu Sărat, 1914-Nueva York, 1999), que decía no pertenecer a un mundo, el del arte, que nunca había sabido muy bien dónde situarlo; sobre un viñetista, muralista, collagista, caricaturista, ilustrador, dibujante, escritor cuyos «monólogos artísticos dan vida a imágenes que son palabras, y a palabras que tienen la solidez de los objetos», como dice el crítico norteamericano Harold Rosenberg en un texto por primera vez traducido al español en el espléndido catálogo de esta muestra, un texto rescatado del que se publicó en el de la exposición Saul Steinberg celebrada en el Whitney Museum of American Art de Nueva York en 1978. Además, me ha parecido especial por haberla visitado pensando ante cada dibujo, cada postal, cada pieza de madera, casi cada trazo, en cómo disfrutaría mi hija Julia ante un acontecimiento así, la primera exposición retrospectiva en España de este singular artista, que es también la más amplia de las que se han hecho. Por si ella no tiene ocasión de verla, me traje el libro-catálogo en su versión en cartoné, para que pueda demorarse en todos los detalles de aquello que en la sala se observa con su lógica limitación temporal, mayor por ser una exhibición tan copiosa. Lo que se recoge en los capítulos en los que se organiza el recorrido por «La obra» —los textos serán las «Notas a pie de obra»— en este catálogo, desde los primeros pasos de un artista errante que comienza a publicar sus dibujos en la revista milanesa Bertoldo, hasta la configuración de una trayectoria en categorías formales y temáticas, como los dibujos, los objetos —dibujos que se escapan del papel y se hacen de tres dimensiones—, las ilustraciones de libros o las más afamadas para las portadas de The New Yorker desde 1945 a 1999. De este modo, en un precioso volumen, he podido leer traducida la biografía redactada por Gabriele Gimmelli, para el libro de una exposición milanesa de 2021-2022, las páginas fundamentales del ya citado Rosenberg, y de Alicia Chillida («Saul Steinberg: el signo errante»), que dedica su texto a la memoria del ministro José Guirao, o los trabajos más parciales de María Teresa Muñoz («Los tiempos de Steinberg. Entre la coyuntura social y el lector intemporal»), de Sheila Schwartz («Steinberg mira a los que miran») y de Francesca Pellicciari («Haikus geográficos: las tarjetas postales de Saul Steinberg»). Apelaba el artista a una complicidad de sus art viewers y creo que había mucha complicidad —también (o sobre todo) en el grupito de escolares atentos a las explicaciones de una guía— la mañana que visité la exposición en la March, en una sala que acoge muy cálidamente al visitante y que también contribuye a hacer de Saul Steinberg, artista esta gran experiencia del año.



domingo, diciembre 01, 2024

Luces de bohemia

Que unos actores digan subidos al escenario las palabras que uno ha estudiado y subrayado por ser geniales sigue pareciéndome una experiencia sobrecogedora, y siempre pienso en ello como una reafirmación de lo que significa el teatro. Tomando la idea de Lorca, cómo las palabras se levantan del libro y se hacen humanas. Si esas palabras son de Luces de bohemia («Soy poeta y tengo el derecho al alfabeto») parece que todo se realza y cobra una dimensión única. Creo que muchos de los que el pasado viernes 22 de noviembre estábamos en el Teatro Español de Madrid sentimos lo mismo. Lleno absoluto, con un buen número de bachilleres motivados para ver una obra de lectura obligatoria, un «clásico reciente de nuestro repertorio escénico», como escribe en el programa de mano Eduardo Vasco, autor de la versión y director del montaje, convencido de que el reencuentro con un texto que remueve tanto nos permitirá pensar en nuestro propio tiempo. Ojalá. Me alegro de que este experto en nuestro teatro clásico no se haya empeñado en buscar soluciones a ciertos rasgos de la expresión esperpéntica contenida en las didascalias del teatro de Valle-Inclán. Pienso, por ejemplo, en el ratón que saca el hocico intrigante por un agujero en la cueva-librería de Zaratustra en la primera acotación de la segunda escena. Se ha limitado, que no es poco, a leer sabiamente al inmortal Valle interpretando la matemática del espejo cóncavo o deformación sistemática y la perspectiva «levantado en el aire» sin traducirlas en distorsiones de algunos de los ricos elementos sígnicos del teatro. Todo lo más, la sutil apertura a la italiana del telón de alguna escena, como la primera, que potencia la representación de una celdilla de la colmena de «un Madrid absurdo, brillante y hambriento»; la portentosa entrada en la escena cuarta del Capitán Pitito con su trote épico sobre un enorme caballo de cartón; o la solución tan expresiva y tan estéticamente concorde con la intención de Valle de la breve escena grupal de la madre con su niño muerto y la pértiga de títeres. Por poner solo algunos ejemplos en los que se constata el extraordinario manejo de recursos que confluyen en este soberbio espectáculo, desde las imágenes proyectadas que refuerzan la ambientación de un espacio, la música en directo —de Eduardo Vasco y ejecutada por Iván López-Ortega (piano), Luis Espacio (guitarra) y José Ramón Arredondo (contrabajo y guitarra), que asumen también otros papeles—, o la estudiada iluminación, hasta una escenografía que puede sugerir la variedad y precisión realista de escena de costumbres de la taberna de Pica Lagartos y también la redacción de El Popular con una enorme plana de periódico que extravaga. Todo, en términos generales, sin separarse de un texto que el público conoce y del que no hay que alterar casi nada para su comprensión, que subraya su mordiente social, político y literario, y que incluso propone su momento de hilaridad para un público de hoy al que le basta que don Filiberto diga de Alfonso XIII —el primer humorista de España en la escena VII— que tiene «la viveza madrileña borbónica». Otra de las excepcionalidades de este Luces de bohemia es el elenco de veinticinco actores, toda una rareza en unos tiempos en los que los costes de un montaje se acortan empezando por el reparto, que en muchos casos puede condicionar la elección de la obra. La interpretación de los personajes principales, Ginés García Millán como Max Estrella y Antonio Molero como Latino de Hispalis, es magnífica, de principio a fin; pero el director ha sabido contar con un grupo en el que la presencia secundaria de algunas figuras adquiere una relevancia admirable por el buen hacer de actores como César Camino (Don Filiberto y Borracho), María Isasi (La Pisabien), Jesús Barranco (Don Gay y Sepulturero), y, por supuesto, de manera también destacada, el Rubén Darío de Ernesto Arias. Como ya ocurrió con alguna lectura contemporánea del genial Valle —el memorable Tirano Banderas de Lluís Pasqual de 1992—, este espléndido montaje del Teatro Español dirigido por Eduardo Vasco será un hito en la sustanciosa historia de la recreación escénica moderna del esperpento.

domingo, noviembre 10, 2024

L'età dell'oro

Este martes pasado disfruté de la muestra L’età dell’oro, que se inauguró el 26 de octubre y va a estar en la Galería Nacional de Umbria en Perugia hasta el 19 de enero de 2025. El subtítulo de la exposición, I capolavori dorati della Galleria Nazionale dell’Umbria incontrano l’Arte Contemporanea, explica su intención de que obras maestras antiguas elaboradas con oro se encuentren con piezas de arte contemporáneo en el mismo espacio, la Sala Podiani de la Galleria Nazionale dell'Umbria, que, además, es la que presta las piezas que se exponen, que se han trasladado de sitio sin salir del fastuoso contenedor —el Palazzo dei Priori— para compartir la exposición en la que artistas modernos como el vienés Gustav Klimt dialogan con antiguos como el perugino del siglo XV Pinturicchio. En realidad, son nueve siglos de arte los que uno pudo recorrer siguiendo el hilo dorado propuesto, desde el siglo XIII (Duccio di Boninsegna o el Maestro di San Francesco) hasta nuestro siglo XXI (con piezas de Francesco Vezzoli o Mimmo Paladino). La sugerencia es cautivadora, por la exaltación del oro como materia incorruptible en el arte, sobrenatural, luz absoluta desde tiempos muy remotos y hoy presente en la más cercana modernidad; pero también por la convivencia de la espiritualidad clásica con la materialidad contemporánea en algunos de los diálogos que se ofrecen en el recorrido, en el que unas veces se nos exhibe la pieza moderna inserta en el marco antiguo —como la escultura de Marisa Merz en un reliquiario de Santa Giuliana de 1376— y otras se juntan en vecindad expresiva obras separadas en el tiempo —como el fragmento del ángel de la Pala dei Cacciatori de Bartolomeo Capolari, de 1487, con la serigrafía Golden Marilyn 11.40 de Andy Warhol, que se ha utilizado para la imagen de la promoción de L’età dell’oro, a la que se sumó la famosa pastelería «Sandri» del centro histórico de Perugia, que llevó a su escaparate la imagen en pasta de azúcar. Allí, contemplando el medio centenar de obras que se muestra, y mientras imaginaba una traslación posible a un entorno más cercano, pensé en el Museo Helga de Alvear y en la coincidencia de algunos artistas de la exposición de Perugia con los que hay en la colección cacereña. Hecha la comprobación en casa, son siete: Michelangelo Pistoletto, Ettore Spalletti, Andy Warhol, Lucio Fontana, Mimmo Paladino, Yves Klein y Francesco Vezzoli, si no he contado mal. Ahí es nada. 

martes, noviembre 05, 2024

El jardín de los cerezos

Piazza Morlacchi, 13. Perugia. Con permiso de Chéjov y de los responsables del Progetto Čechov, la motivación principal para ir al teatro el pasado miércoles fue conocer por dentro el Teatro Morlacchi, que data de 1781, y tiene una impresionante sala, una altura sobresaliente de cinco niveles de palcos y una embocadura que me pareció mayor que lo que suelo ver. La decoración de la bóveda me llamó la atención, con motivos alegóricos de la Música o la Poesía, y un reloj con la hora actualizada desde el domingo anterior lo miraba todo por encima del bambalinón. Es una suerte conocer un teatro tan a la italiana en Italia. Y, además, por un montaje tan destacable como Il giardino dei ciliegi (El jardín de los cerezos), tercera entrega de la trilogía del Progetto Čechov, compuesta además por Il gabbiano (La gaviota) y Zio Vanja (Tío Vania), y que se había dado, en tres pases, a las 11:30, a las 15:00 y a las 18:00 horas, ese pasado domingo 27 de octubre. Producido por el Teatro Stabile dell’Umbria y dirigido por Leonardo Lidi, el tercero de estos espectáculos, El jardín de los cerezos, que vi con un experto como Luigi Giuliani este miércoles, cuenta con un elenco compuesto por cinco actrices y siete actores, cuyos movimientos en escena resultan una suerte de coreografía —fomentada en algún momento por la acción bailada— que los presenta como un grupo, una entidad de doce, que va formándose de uno en uno al principio de la obra y se va disolviendo al final, cuando cada una de las figuras representa la salida de la casa, uno a uno también, hasta quedar solo, abandonado, el personaje del viejo sirviente Firs, que hace el oscuro. Señalo esto porque la calidad de los actores me pareció extraordinaria por su gran nivel, sin los altibajos interpretativos que podrían ser disculpables en grupo tan numeroso. Todos, aparte matices y singularidades —Mario Pirrello como Lopachin u Orietta Notari como hermana, no hermano (así en Chéjov), de Liubova—, conforman un conjunto brillante y son uno de los fundamentos principales de este montaje. La duración —una hora y cuarenta minutos— se ajusta casi por completo al texto original —traducido al italiano por Fausto Malcovati— sobre el que se proponen varias licencias que resultan oportunas y significantes en la lectura que de la obra hace Leonardo Lidi, cuyo empeño principal es el de trasponer metafóricamente el jardín, ya infecundo y degradado, como el teatro, amenazado en su esencia por la especulación rentable. Por eso, un acento se pone en el contraste entre el pragmático Lopachin y el soñador y poético estudiante Trofimov, y se interpela al público con la canción de Bruno Lauzi «Ritornerai» cantada por Mario Pirrello al principio de la obra, en una ruptura de la cuarta pared que la cerrará también, coherentemente. La escenografía, el vestuario o la transformación de espacios —la escena campestre del segundo acto y el salón de baile del tercero serán una playa, en uno de los encuadres escénicos más logrados, con su plano inclinado y con ocho actores implicados, y una suerte de pista de discoteca, respectivamente— separan al espectador de la literalidad del texto y lo llevan a un registro que funciona en la lectura global de este jardín sin cerezos y con tramoya, en el que, como parece que quería el escritor ruso, sobre todo, se hacen preguntas, sin esperar respuestas. Magnífica visita al Teatro Morlacchi de Perugia, guiada por un proyecto escénico de calidad muy sugerente, y de la que me llevo una canción con un eco deseable: «Ritornerai».


viernes, noviembre 01, 2024

La última frase

Compré este libro sin saber quién era su autora. Una vez conocida su muerte súbita y prematura a los treinta y nueve años, me resultan imponentes estas palabras: «Soy adicta al final. Estoy enganchada al final. Reconozco mi fascinación por ese instante, mi empeño por habitarlo.» (pág. 107). La última frase de Camila Cañeque (Segovia, Ediciones La Uña Rota, 2024) contiene cuatrocientos cincuenta y dos finales de libros, desde La Biblia («Amén») y el Quijote («Vale»), que abren y cierran el volumen, hasta obras clásicas y fundamentales de la historia de la literatura universal que comparten espacio con títulos menores, muy diversos, de autoras y autores de referencia, en su mayor parte, muy conocidos. Hay obras y autores que están por lo que significan en la historia literaria universal, Las mil y una noches La isla del tesoro, Dante o Tolstói; y hay otras y otros que no, Rubias peligrosas o Viaje al miedo, Antonio Escohotado o Sara Mesa, Fernanda Melchor o Camila Sosa Villada. No se queda en un listado, en la «afición inocua» —dice su autora al principio: pág. 14— de recopilar los cierres de esos centenares de textos, sino que su empeño es el de hilarlos en un relato que es la crónica íntima de un prurito de letraherida a la vez que un breve ensayo sobre el final textual, y el conjunto es un «tributo a la cita, a la capacidad de expresión del fragmento, a la potencia de lo breve» (pág. 91), a partir de una colección de últimas frases que al principio fueron de novelas, pero que luego se ampliaron con finales de ensayos, de poemas, «frases salidas de colofones y epílogos, así como la última réplica de algún personaje o la última acotación teatral» (pág. 90), como las de Las sillas, de Ionesco, o El Rey Lear, de Shakespeare. No es fácil intercalar tal número de frases ajenas en un discurso que tiene su planteamiento —Cañeque cuenta cuándo empezó su atracción por las últimas frases y cómo quedó atrapada en «el espacio fronterizo que separa la escritura de la no escritura» (pág. 15)—, su desarrollo —se fija en las imágenes recurrentes o invariantes como la lluvia o el desplazamiento, la llegada o la muerte (pág. 23), o cierta metodología aplicable a su tarea recolectora— y su desenlace —cómo no, propio y ajeno: vale—, que da sentido a todo el tinglado: «Tiene que haber una última frase para que haya algo, para que exista un todo» (pág. 35). Nada fácil es lograr que la selección tenga sentido al disponerla consecutivamente: «Estoy cansado del pensamiento» y «¿Quién no está así?» (pág. 55), con El crítico como artista, de Oscar Wilde y Metamorfosis, de Rosi Braidotti; o «Entonces surgió una especie de lejanía dentro de mí» y «Perdí el último nexo con el mundo del que salí» (de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller y de Una mujer, de Annie Ernaux); lo que se convierte en una representación de las conexiones, azarosas muchas veces, entre las lecturas que hacemos a lo largo de nuestra vida. La composición del libro se hace en dos cuerpos: el principal del relato y el índice final de las frases, sobre el que se advierte en una nota inicial: «Con el fin de no interrumpir la lectura, se recomienda leer estas páginas sin consultar las referencias bibliográficas situadas al final» (las cursivas son del texto). Hay una segunda nótula que dice: «Este texto tiene aproximadamente la misma extensión que la última frase del Ulises, el somnoliento soliloquio de Molly Bloom, 22 000 palabras». En el cuerpo principal la cursiva distingue diacríticamente las frases finales seleccionadas, que se rematan con un numerito volado que remite a la lista final o «Últimas frases», de la 1 a la 452. «—Me gustan estas tontunas», le dije, sin atisbo de menosprecio, a la librera que me lo vendió. Creo que sí comprendió que, al contrario, valoro mucho estas originales ocurrencias, y esta va mucho más allá de eso, pues se trata de una reflexión sobre lo terminal en un texto hecho sobre muchos textos, que es algo tan consustancial con lo literario. En una nota final tras el índice de «Últimas frases» hay un agradecimiento a los traductores de los libros escritos en otras lenguas; pero no habría estado de más haber mencionado en la relación quiénes han vertido al castellano esas últimas frases ajenas. Frases ajenas sobre cuya justificación escribe la autora: «El objetivo no era confeccionar otro ranking de mejores últimas frases de todos los tiempos, ni una colección de spoilers, ni un catálogo razonado para entenderlas mejor. Sólo quería liberarlas de mí y librarme de ellas» (pág. 89). Eso es todo.