martes, agosto 29, 2023

El centenario de mi madre

Dos de las primeras fechas históricas que me aprendí cuando era pequeño fueron los años de nacimiento de mi padre y de mi madre: 1915 y 1923, respectivamente. Se llevaban ocho años. Cuando se casaron, mi madre ya había cumplido hacía pocos días sus veintidós años. Fue el doce de septiembre de 1945; una fecha, sin embargo, que nunca me propuse retener, como tantas otras que se nos desvanecen por una rara desgana, pues bastaría con proponérselo para reconstruir sin mucho esfuerzo todos los hitos de un pasado tan remoto como afectivo. Mi madre nació el mismo año que Lola Flores, que era de enero, y me hace gracia siempre pensar en la coincidencia de que su nieto, mi hijo Pedro, naciese el día que murió «La Faraona», el dieciséis de mayo de 1995, como si estableciésemos así un vínculo entre nuestra familia y una parte de la historia con mayúsculas que a mi madre le gustaba mencionar. Del 23 fueron también Italo Calvino, Mário Cesariny, Fina García Marruz —que murió con noventa y nueve— y Jorge Semprún, por llevar esta tontería con las fechas al terreno literario en el que en nada tendremos a la uruguaya Ida Vitale celebrando en vida su centenario. Otra de 1923. Titulo así esta nota —y no «Glorias de Zafra»— para equipararla con la que dediqué a «El centenario de mi padre»; aunque aquella la publiqué con un mes de retraso por haberme dejado llevar por el genealogista de la familia. Mi padre se quedó lejos de la longevidad de los cien, para los que le faltaron veinticuatro; pero mi madre llegó hasta los noventa y tres. Nunca me pareció mayor para mi edad; y menos aún, luego, cuando en su fase declinante fue por necesidad tomando los hábitos de una niña pequeña que se dejaba asear y vestir, y que pedía sin decir palabra un brazo en que apoyarse. En la fotografía de arriba tenía cuarenta y un años, y cinco partos —el último el mío, hacía dos años y diez meses. Era junio de 1965, según el genealogista. Hoy, 29 de agosto, mi madre habría cumplido cien años y lo escribo como el que conmemora las buenas razones del paso por la tierra de la gente notable, y no por lamentar que no los celebre. Habría sido sin ella. La realidad de la vida es lo que tiene; que nos deja jugar con la redondez de las fechas como si fuese una pelota que, mientras tengamos fuerza para lanzarla a la pared, nos vuelve a las manos. Fervor de Buenos Aires es un libro también del 23, y las Elegías de Duino (Duineser Elegien) de Rilke… 

jueves, agosto 24, 2023

Getúlio Vargas

De no haber sido así de fortuito, no lo contaría. El caso es que esta mañana temprano, en el desayuno, seguí con Delirio americano, el libro de Carlos Granés del que voy espigando algunos datos de contexto para mis clases, y lo primero que leí fue lo siguiente: «El 24 de agosto de 1954, atribulado, Getúlio se encerró en su despacho. Tomó lápiz y papel y redactó una carta en la que saldaba cuentas con la historia» (pág. 184). Pura chiripa esto de leer la misma fecha de hoy, pero sesenta y nueve años atrás. Así se introduce en el libro el final del presidente de Brasil (1930-1945 y 1951-1954) Getúlio Vargas, que se pegó un tiro en el corazón días después de que el periodista crítico Carlos Lacerda sufriese un atentado en el que implicaron a algunos miembros de la guardia personal del mandatario, que no aguantó la presión y «no tuvo cabeza para pensar», como parece que dijo Perón. En la segunda parte del libro de Granés se tratan en un primer capítulo las nuevas revoluciones y la institucionalización de la vanguardia, y una de esas revoluciones es la de Getúlio Vargas, cuyo término se ilustra con un fragmento de la carta que dejó al morir: «He luchado mes a mes, día a día, hora a hora, resistiendo una presión constante, incesante, soportando totalmente en silencio, olvidándome de mí mismo, tratando de defender al pueblo que ha quedado desamparado. Nada más puedo darles salvo mi sangre. Si las aves de rapiña quieren la sangre de alguien, si quieren continuar chupándosela al pueblo brasileño, ofrezco mi vida en holocausto. Elijo este medio para estar para siempre con vosotros. Cuando los humillen, sentirán mi alma sufriendo a vuestro lado. Cuando el hambre golpee vuestra puerta sentiréis en vuestro pecho energía para la lucha por vosotros y vuestros hijos. Cuando os vilipendiaren sentiréis la fuerza de mi pensamiento para reaccionar. Mi sacrificio os mantendrá unidos y mi nombre será vuestra bandera de lucha. Cada gota de mi sangre será una llama inmortal en vuestra conciencia que mantendrá sagrada vibración para vuestra resistencia. Al odio respondo con el perdón. Y a los que piensan que me han derrotado les respondo con mi victoria. Era esclavo del pueblo y hoy me libero para la vida eterna. Pero ese pueblo del que fui esclavo ya no será más esclavo de nadie. Mi sacrificio permanecerá siempre en su alma y mi sangre será el precio de su rescate. Luché contra la expoliación del Brasil. Luché contra la expoliación del pueblo. He luchado a pecho descubierto. El odio, las infamias, la calumnia no abatieron mi ánimo. Les di mi vida. Ahora les ofrezco mi muerte. No recelo. Doy serenamente el primer paso hacia el camino de la eternidad y salgo de la vida para entrar en la historia». Un 24 de agosto.

miércoles, agosto 23, 2023

El caballo español de Alfredo Gómez

Qué indescifrable modo de cruzarse el de ciertas lecturas. No hace mucho estaba leyendo la novela Como polvo en el viento (Barcelona, Tusquets Editores, 2020), de Leonardo Padura, de la que me resultó muy sugerente el personaje de la madre que aparece —por teléfono— en las primeras líneas y que ocupa el capítulo 7 «La mujer que les hablaba a los caballos». Es una veterinaria con una relación especial con Ringo, un hermoso caballo de la exclusiva raza Cleveland Bay. Todavía no había llegado a ese capítulo cuando recibí este libro de Alfredo Gómez Martínez (Zafra, 1958-Mérida, 2015): El Siglo de Oro del caballo español y los albéitares. Edición a cargo de Miguel Ángel Vives Vallés, José Antonio Mendizabal Aizpuru y María Cinta Mañé Seró. Zaragoza-Pamplona, Editorial Imanguxara (Serie Historia de la Veterinaria, nº 6), 2023. Supe por mi amiga Carmen Pro, viuda de Alfredo, que había salido y lo pedí a la editorial. Es un estudio histórico sobre el caballo español —en el libro, PRE (pura raza española)—, y sobre el papel de los albéitares en su proceso de selección que, aparte de las razones sentimentales de estar ante la obra póstuma de un amigo añorado, me interesó desde el principio por darme unos rudimentos básicos sobre tipos de caballos de la antigüedad destinados al laboreo, a la guerra y a las caballerizas de los reyes. Lo curioso fue que, en estas de ir conociendo como un desinformado las últimas investigaciones de Alfredo, llegué al capítulo séptimo de la novela de Padura y me vi en sintonía con lo allí escrito: «En realidad, muy pocos criadores y doctores habían atendido a un animal de aquella raza [la Cleveland Bay], con más de mil años de historia, y en el siglo XX abocada a la extinción. Empleados durante mucho tiempo como corceles de tiro en la guerra y en la paz, los había salvado de la desaparición la coyuntura de que, gracias a su porte aristocrático, hubieran sido por dos siglos los animales de enganche de las carrozas de la casa real inglesa, que los había preservado para aquella faena y revitalizado su reproducción» (pág. 425). Me pareció fascinante la conexión y continué leyendo el estudio promovido por la asociación Amigos de la Historia Veterinaria, que entiendo radicada en Zaragoza y Pamplona, y editado por la empresa editorial Imanguxara, que está en Cáceres. Había pedido la obra a los amigos del Norte y me había llegado desde la cacereña calle Osa Mayor del R-66. Me gustaría tener más competencia en la materia para apreciar justamente las aportaciones de un trabajo así, en buena medida explicadas en la introducción de los editores, que vuelven a aparecer en las «Conclusiones», y se dejan ver en diferentes momentos de la obra, como en algunas notas, aunque no en todas de manera explícita. Por eso, a pesar de las explicaciones, a alguien tan profano como yo no le queda claro en qué grado la estructura general estaba ya en el documento de partida y cuánto de reescritura ha habido en algunos momentos del libro: «Los editores, con nuestro criterio, mejor o peor, hemos intentando con el mayor interés y dedicación, tratar de traducir y trasladar lo que hemos interpretado como los deseos del autor, guiándonos por las referencias y pistas que hemos encontrado, en orden a dejar por escrito el testimonio del trabajo, el esfuerzo, el conocimiento y la dedicación del autor, así como el producto de su trabajo, un texto que actualmente se puede considerar, sin empacho alguno, como texto de referencia, y que sin duda creemos que se revelará fundamental en la historia de la veterinaria del siglo XVI». Sin duda, un interés y un entusiasmo que son el mejor homenaje que se le podía rendir póstumamente —sobre todo, de dos amigos que fueron profesores en la Universidad de Extremadura, María Cinta y Miguel Ángel— a quien dedicó tantas horas al margen de su trabajo a su pasión como historiador. El Siglo de Oro del caballo español y los albéitares es un tributo en forma de libro que patentiza la capacidad indiscutible de Alfredo Gómez para defender su investigación como una tesis doctoral que no pudo ser. Me ha gustado mucho saber que los albéitares tuvieron un destacado papel en el proceso de selección de la raza española; pero que no quedó reflejado en la documentación conservada; en ocasiones muy mal conservada (pág. 232) y consultada con grandes dificultades, pero con sustanciosos resultados por el investigador. Me ha gustado el recorrido propuesto por tratados de veterinaria y las características de los «tipos caballares», y también por su representación en la pintura de los siglos XVI y XVII. En cierto modo marcado por el sentimiento, he recordado cómo Alfredo hablaba con pasión —siempre embridada por una modestia tan verdad como excesiva— de sus progresos en su campo de estudio; y estar ahora ante su libro resulta una instructiva manera de recobrar una amistad entrañable.

domingo, agosto 20, 2023

Escribir todos sus nombres

Este martes de fiesta visité la exposición temporal del Museo Helga de Alvear Escribir todos sus nombres. Artistas españolas desde 1960 hasta hoy, comisariada por Lola Hinojosa Martínez, y que puede verse hasta el próximo 29 de octubre en las dos salas de arriba del edificio de la Casa Grande. Solo una pareja y yo, a las doce y pico de la mañana festiva que más vacía deja la ciudad; pero con algunos otros visitantes en la exposición permanente, pues tuve que ir a recepción para hacerme con el catálogo, editado en Alemania para la edición de la muestra en el PalaisPopulaire de Berlín desde octubre de 2022 hasta el pasado febrero. Las fichas de las autoras, las reseñas sobre ellas y sobre las obras expuestas, la introducción de Lola Hinojosa y la inclusión de una conversación de esta con dos artistas de generaciones diferentes, Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) y Dora García (Valladolid, 1965), nutren un catálogo excelente, que es más que un testimonio compendiado de lo visto. Un recuerdo de libro que nunca puede sustituir a la experiencia personal de la visita, ni recoger el sugerente itinerario propuesto. Por ejemplo, el pórtico de la «frase de oro» Revolución, cumple tu promesa, que recibe al visitante y que es una petición y una queja basada en la reivindicación de la sufragista mexicana Margarita Robles de Mendoza que pidió el voto femenino frente a la Cámara de Diputados de México en 1936. Su recreadora, Dora García —también la que está en la base del título Escribir todos sus nombres—, lo amplía y lo aplica a todas las revoluciones, y lo concreta en la petición de que cumplan con la promesa de «emancipar a todas las mujeres». Con ese mensaje, el visitante se adentra en una muestra de las artistas citadas, más Elena Asins, Ángela de la Cruz, Cristina Iglesias, Aurèlia Muñoz, Eva Lootz, Erlea Maneros, Soledad Sevilla y Susana Solano, una decena como representación de los varios centenares de mujeres presentes en la colección de Helga de Alvear. Aunque en el interior de la exposición se imponen las propuestas individuales de las autoras, desde la peculiaridad del paisaje blanco de Carmen Laffón hasta los ejercicios sobre la abstracción de Erlea Maneros, queda patente la necesidad de visibilizar esta forma de nombrar el mundo en femenino, como sugiere en su texto la comisaria Lola Hinojosa. Con la fascinación inicial por el paseo lisboeta de Soledad Sevilla (Los días con Pessoa, 2021), recorrí los diferentes espacios y, curiosamente, me demoré ante Heartbeat (Mapa), un collage con fotografías, flechas de relaciones y textos en una de las piezas con más narrativa de todas, precisamente de la autora, Dora García, con más vinculaciones con la literatura entre las participantes. Una suerte de esquema —o mapa— de lo que en otros momentos ha tomado la forma de video-instalación que, sobre los ejes de identidad, intimidad, adicción y locura, me atrajo quizá por su base literaria. Sería por algo.  




jueves, agosto 17, 2023

Fritz Wunderlich

Hace un año por estas fechas anoté el nombre del magnífico tenor Fritz Wunderlich (1930-1966) por una extravagante conformidad con la causa de su muerte. El cantor lírico alemán, considerado como uno de los más grandes de la segunda mitad del siglo XX, murió, poco antes de debutar en el Metropolitan de Nueva York y de cumplir los treinta y seis años, a consecuencia de una caída por las escaleras de la casa de un amigo. Yo acababa de caerme por las escaleras de mi casa, tres días antes de cumplir los sesenta años, y me pareció muy estimulante recordar, sano y salvo, el trágico final de aquella voz «plateada» de repertorio mozartiano. Mi caída fue tremenda. Mal calzado, con una bolsa de basura en cada mano, resbalé la noche de aquel sábado de agosto y caí de espaldas sobre los peldaños de un tramo de siete y me golpeé en el brazo y en la pierna izquierdos hasta llegar de culo al suelo del descansillo. Desde entonces, el viejo y firme pasamanos de mi escalera es un aliado al que me aferro todos los días, pase lo que pase. Aturdido, me vine arriba con mi propósito de enmienda hasta imaginarme un mal golpe, una parálisis irreversible, y luego pensar en Fritz Wunderlich y en la muerte. Mucho dramatismo para una insignificancia sin más consecuencias que unos hematomas; pero el mero hecho de contarlo me parece que le da mayor veracidad y me permite revivir ese pensamiento en la fugacidad que se acentúa cuando uno cumple años. Fue por aquellos días cuando escuché a Wunderlich en La flauta mágica, en el programa de Ricardo de Cala «Maestros cantores», de Radio Clásica; y ahora, un año después, he buscado su limpia voz de plata y he encontrado momentos memorables como algunos programas en los que el crítico musical compartió espacio con Arturo Reverter (Ars canendi), de la misma emisora, y doblaron el placer de escuchar. Solo quizá por el festivo recuerdo de una cabriola tan indecorosa en caliente como reflexiva luego en frío. Por cierto, estoy terminando Los años, de Annie Ernaux (Madrid, Cabaret Voltaire, 2019). No conozco todavía el original francés (Les années, 2008), pero una traducción así —de Lydia Vázquez Jiménez— seguro que es digna de nota.

lunes, agosto 14, 2023

Deformación profesional

Hace años, mientras leía una novela que acababa de salir de un autor de mucho éxito y que no estaba gustándome, alguien que me había pedido opinión me dijo que yo tenía deformación profesional, que leía buscando defectos. —Soy filólogo y profesor, no inspector —debí contestarle al objetar. Al contrario, me gustaría tener la preparación para encontrar los hallazgos del texto; y, en cualquier caso, bienvenida sea esa deformación con la que afronto casi todo. Tengo la suerte de confundir placer y obligación en materia de lecturas, y, cuando alguien lee un libro de poemas porque sí, y vuelve sobre él por puro deleite, yo añado a la gana y al gusto el provecho que pueda sacarle para mis clases y mis cosas. Siempre he leído con un lápiz o un bolígrafo a mano, y no por anotar lo que me llama la atención de un texto estoy preparando clases. Eso sí, bien que me han venido siempre esos apuntes cuando he tenido la necesidad de volver sobre lo que leí en su día, aunque no haya sido estrictamente lo leído el sujeto tratado. Me ocurre ahora, desde que en 2018 empecé —volví— a dar clases de literatura iberoamericana, porque todo lo que cae en mis manos de esa inmensidad —que hemos sido tan audaces de constreñir con ese marbete académico y administrativo de una o varias asignaturas de programa— lo tomo como si fuese posible sustancia del curso. Me podría pasar —me ha pasado— con la literatura española; pero ya hace años que voy transitando por siglos más lejos. Así que llevo unas temporadas haciendo acopio de autores que no había leído o leyendo lo nuevo sobre los ya conocidos, y siento mucha satisfacción por esta manera de preparar mis clases antes de afrontar un nuevo curso. Un recuento repentino de algo de lo que he leído en los últimos tres o cuatro años de autoras y autores de Iberoamérica quizá me ahorre explicar más: Carlos Granés y su Delirio americano, ilustra estas palabras como si estuviese sobre mi mesa haciendo de marco de este deambular por textos. En poesía, la antología poética de David Huerta El desprendimiento (Galaxia Gutenberg), Rafael Cadenas y su Obra entera (Pre-Textos), que daría para un monográfico también con su prosa; y un buen número de los autores y autoras editados por Liliputienses que, con su variedad, casi siempre han sido novedad celebrada: los argentinos Lucas Soares, Mercedes Halfon, Patricio Grinberg, Daniela Ema Aguinsky, o Mario Pablo Ortiz y las más de mil páginas de los once volúmenes de sus Cuadernos de lengua y literatura. También el mexicano Fabricio Gutiérrez, o la peruana María Belén Milla Altabás, que me permiten ampliar un canon ya inabarcable. En novela, leí a Valeria Luiselli y su Desierto sonoro (Sextopiso), a Álvaro Enrigue, lo penúltimo de Leonardo Padura, a María Fernanda Ampuero, Mariana Enríquez, Aurora Venturini, a Pedro Mairal y Brenda Navarro, a Darío Jaramillo Agudelo, novelista de sus fascinantes Cartas cruzadas (Pre-Textos) —y prologuista de la Obra entera de Cadenas—, Leila Guerriero, Gustavo Faverón y su soberbia Vivir abajo (Candaya), Jaime Bayly y Los genios (Galaxia Gutenberg), Dolores Reyes, Patricio Pron, José Emilio Burucúa editado por Periférica, y los clásicos en nuevas ediciones y presentaciones Ibargüengoitia (Las muertas) o Rulfo (El gallo de oro y otros relatos), publicados en Letras Hispánicas de Cátedra. Ya. Por el momento. Hay más títulos y nombres, tan pródigos todos en afectos literarios que sigue mereciendo la pena llevar lápiz para subrayarlos, a costa de que te digan que estás corrigiendo exámenes, que sí que es deformación.

viernes, agosto 11, 2023

Las cosas de la lectura

La conversación con un amigo fascinado con la lectura de José Antonio Muñoz Rojas (1909-2009) me picó la curiosidad sobre una edición que no conocía de Las cosas del campo (Sevilla, Renacimiento, 2015), y se la pedí a un librero propenso a su oficio como Antonio Sánchez Flores en su librería El Buscón, de Cáceres. No sabía que era de Juan Luis Hernández Mirón y que llevaba un prólogo de su buen amigo Luis Landero. Es algo más que una edición del texto del gran escritor malagueño, pues Hernández Mirón —autor de un libro proveniente de su tesis sobre La poética de José Antonio Muñoz Rojas en Las cosas del campo (Vitruvio, 2011)— propone una «edición crítica» que tiene en cuenta todas las anteriores y anota las variantes, desde la primera de 1951, hasta la cuarta en Pre-Textos, de 1999, que toma como base por ser el texto «más fiel y autorizado, el último elegido y revisado por el autor» (pág. 14). Escribe además unas notas complementarias al final de cada uno de los poemas en prosa; acopla unas «Glosas de las cosas del campo: poética de las sugerencias» (págs. 265-299) que son apuntaciones de lector entusiasta; remata con un «Epílogo» y cierra con una «Bibliografía» y un «Glosario» de términos específicos del campo que pudieran ser desconocidos para un lector común. En fin, una buena compra que hojeaba en la librería el penúltimo viernes de este pasado julio, y, como si la presencia inesperada de Luis Landero en la edición de su amigo sobre los textos de Muñoz Rojas fuese una especie de imán, vi entre las novedades el número doble (102-103) de abril de la revista albaceteña Barcarola con un dossier dedicado a «Landero. A través del espejo», coordinado por Luis Beltrán Almería (págs. 117-228). Más de cien páginas con fotografías y otros documentos en las que pueden encontrarse sugerentes estudios sobre el autor de Juegos de la edad tardía de José María Pozuelo Yvancos, Elvire Gomez-Vidal —quien ya coordinase el monográfico de Turia de 2017—, Concha D’Olhaberriague, Dolores Thion o Epicteto Díaz Navarro, y una entrevista que le hizo Alfonso Ruiz de Aguirre y a la que se ha referido Álvaro Valverde en su blog hace unos días. Me interesa mucho siempre lo que dice en conversación Luis Landero, pero también en este número especialmente lo escrito, en clave más personal que la de un estudio, por José Miguel Colldefors y, sobre todo, por Juan Luis Hernández Mirón, porque es este quien conecta los dos volúmenes de los que hablo y que reuní (o me reunieron) la misma mañana de julio en esa librería cacereña. Landero abre el «Prólogo» de Las cosas del campo con estas palabras: «Cansado de andar y soñar, el viejo poeta viene cada noche a decirle sus versos al lector. El poeta se llama José Antonio Muñoz Rojas, y el lector es Juan Luis Hernández Mirón. El lector es un hombre alto, alegre y cordial. Le gusta reír, y ríe con ganas, pero nunca con estridencia o con euforia […]» (pág. 9); y lo cierra con «Amigo y maestro, salud» (pág. 12). Ese amigo al que dedicó su novela El guitarrista (Tusquets, 2002): «A Juan Luis Hernández Mirón, a quien yo he visto crecer por dentro hasta llegar a ser el hombre grande que ahora es». Ese amigo es el que escribe en Barcarola, sin «enfoque academicista», y sí «intimista» y muy «a la altura de las circunstancias», un texto muy jugoso que titula: «Luis Landero, mi amigo». Leerlos juntos ha sido como estar convidado a un encuentro de dos que se conocen bien, que se entienden sin mediar palabra y, si estas median, fluyen con una galanura cómplice y admirable. Uno se sonríe cuando junta lo que Landero dice de Juan Luis y su pasión irrenunciable de la naturaleza que vive con la intuición de un niño y el conocimiento del hombre, con «la inocencia del poeta y la sabiduría del filósofo», y lo que Mirón cuenta del choteo de su amigo cuando este ha expresado su entusiasmo por el campo proclamando su «festival de florecillas». A mi parva y gustosa experiencia de verlos juntos en su complicidad, se suman ahora estos dos volúmenes dedicados a altas literaturas.

miércoles, agosto 09, 2023

En la costa de Santiniebla

Más allá de la reserva de un lugar de destino, no soy muy de preparativos de viaje. No sé con qué intensidad. Ni mucha ni poca, como la distancia buena de manos para tocar las campanas de Paquito (Manuel Alexandre), el sacristán de Amanece que no es poco. Mucha cuando me llevé al lago de Como un ejemplar de Los novios de Manzoni, que seguí leyendo allí. Poca esta vez, pues, más allá de querer visitar Mondoñedo por recordar a Álvaro Cunqueiro, la única premeditación —la de mi hermano J— ha sido genealógica, ya que íbamos a estar muy cerca de las tierras lucenses del origen del apellido Lama. El Museo Provincial de Lugo que alberga un retrato al óleo de Manuel José de Lama y Castro, nuestro tío bisabuelo, y una parada en el cementerio neogótico de la parroquia de San Juan de Alba, a escasos kilómetros de Villalba, a la vera de la N-634, llena de lápidas con nuestro primer apellido, han sido dos lugares sobrevenidos de un viaje en el que casi todo lo hemos experimentado sin un guion previo. Ni siquiera en lo literario, que se nos podría suponer. No. Sin buscarlo, ha sido un viaje muy literario, y no solo porque los momentos de descanso los hemos llenado con lecturas —terminé de leer Valdargar. Memoria del desarraigo (Editorial Sonora), de Benito Estrella; leí Marcelo perdió el empleo (Seix Barral), de Gonçalo Tavares; y empecé Miseria (Alfaguara), de Dolores Reyes, que estoy terminando—, sino por la cantidad de referencias que han ido surgiendo en otros parajes distintos a ese municipio de nacimiento del autor de Las crónicas del Sochantre, en donde pasamos solo un par de horas —lo justo para encontrarme sorprendente y gratamente con una familia conocida de Cáceres. Entre Castropol y Vegadeo, se encuentra Seares, la parroquia de ese concejo de la leyenda de La Searila, que narra la historia de una bella joven de allí —Rosa Pérez Castropol— que murió prematuramente y cuyo cadáver fue mandado desenterrar por el marido —Antonio Cuervo Castrillón, que fue gobernador civil de La Coruña—, que quiso quedarse con un mechón de su cabello, desesperado por no haber llegado a tiempo para ver a su esposa con vida. En la Casa de la Cultura de Castropol, antiguo Casino y hoy sede de la Biblioteca Menéndez Pelayo, la pionera y centenaria Biblioteca Popular Circulante —otra de las lecciones no esperadas del viaje—, hay una inscripción que recuerda la leyenda. Desconocía esta curiosa secuela del arrebato necrófilo de las Noches lúgubres de Cadalso. También en Castropol —a donde llegamos andando desde Figueras— conocí que Luis Cernuda había estado allí en agosto de 1935, con el pintor Miguel Prieto, en las Misiones Pedagógicas organizadas por el Gobierno de la República, y que de su estancia de unas pocas semanas proviene su relato —poco amable, sin embargo, con el sitio— «En la costa de Santiniebla», que publicó en Hora de España (núm. X), en octubre de 1937, y que he leído en el tercer volumen —segundo de Prosa— de la Obra completa de Ediciones Siruela, la de Derek Harris y Luis Maristany (1994). Escribió Cernuda: «Pero Santiniebla tiene en cambio la ría. Cuando a la caída de una de esas largas tardes de verano se baja la senda que desde lo alto de la colina lleva hacia el malecón, el denso perfume del mar, el misterioso grito de las gaviotas sobre la brillante superficie de las aguas, sólo encrespadas allá, entre las sombrías rocas que guardan la entrada de la ría, entonces yo os aseguro que poco accesible será a la naturaleza quien no sienta sus pupilas enturbiadas por las lágrimas» (pág. 381 de la edición citada). Ha sido, pues, un viaje más literario de lo que se preveía, incluyendo una visita al negocio más antiguo de Ribadeo, la librería de Vivín, de 1929, en la que compramos media docena de volúmenes viejos y nuevos, y cuyo dueño es un superviviente que, por la memoria de los suyos, batalla para celebrar su centenario. Todo sobre la ría del Eo.