martes, junio 30, 2020

Amor en crisis

© Marco Iacobucci / IPA / GTRES/ EL País

«Ahora pensarás que bastará cerrar los ojos para tenerla» (Carlos Fuentes)


Era el peor momento para vivir una historia de amor. Quise escribirlo cuando no salía de casa casi para nada. Imaginé que estaban en una de esas largas —por espaciadas— colas que se formaban al principio del estado de alarma. Ella entretenía la espera consultando su móvil. Él, detrás, recogió del suelo un billete azul, tocó la espalda de la joven, que se volvió, sorprendida y áspera, y le preguntó si era suyo. «—Ay, sí —le dijo, todavía molesta—. Lo llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón. Gracias». Él le dio el billete, metió la mano en una mochila y sacó un botecito de gel desinfectante y, sin volver a tocar a la chica, le pidió las manos con un «Lo siento» que a ella le supo a gloria bendita. Yo me imaginé que se habían enamorado en ese instante, justo cuando él agitaba el bote y dejaba sobre la piel de ella la parte entregada de su amor líquido. Y que él se afligía por estar viviendo algo así en una situación como esa. Y que ella estaba pensando en lo mismo. No podían invitarse a tomar un café en sitio alguno. No podían pasear juntos. Ni siquiera regresar a sus respectivas casas en compañía, por el riesgo a ser multados. Creo que se dieron cuenta de que yo estaba observándolos y que también pensaba en lo mismo. Y que, de haber sido posible, les habría dado mi opinión: que se confinasen juntos. Anoté esta idea en mi cuaderno y más de un mes después leí un artículo de Luz Sánchez Mellado en El País que se titulaba «Sexo sin lengua» —que en la versión digital va ilustrado con esta foto de una pareja dándose un beso con mascarillas en la Piazza Navona de Roma— en el que se lamentaba de que, además de llorar a los muertos y salvar a los enfermos, «muchos de los que dormimos solos no habíamos caído en que el virus se nos ha metido en la cama expulsando a posibles terceros» y que ningún BOE regula estas formas de amor en crisis. Recordé a la pareja y seguí leyendo: «Los expertos no se atreven a prohibir el sexo entre no convivientes, claro. Pero aconsejan practicarlo sin besos boca a boca ni posturas cara a cara para no compartir ni la saliva ni el aliento. […] Mirarse a los ojos. Besarse los labios. Permanecer abrazados un minuto más de lo necesario para recuperar el resuello. Ni guantes ni mascarillas sirven a tal efecto y, por ahora, no hay condones de lengua. Así que, entre la abstinencia y los trabajos manuales a solas o en compañía de otros, cada cual habrá de hallar su término medio. Hay que joderse con el virus. Décadas de prácticas para volver al magreo del instituto sin siquiera besos de tornillo». No, no es momento para vivir una historia de amor. Porque las historias de amor a distancia o virtuales a mí se me antojan, lo siento, peregrinas.

domingo, junio 28, 2020

Una carta para Julián

Este viernes, al salir al paseo cargado con las bolsas de basura para dejar en los contenedores de las traseras de San Juan que siguen sin estar soterrados en esta ciudad Patrimonio de la Humanidad —qué insalubre todo—, recogí en mi escalera un sobre a mi nombre con una letra reconocible. Me asomé al interior para leer en la cartulina de cubierta de una de las dos copias Una carta de Henry James a Fanny Stevenson nuevamente impresa en memoria de Julián Rodríguez Marcos. Lo metí en el morral, sin leer las cuatro páginas impresas grapadas en su interior. Crucé con mis desperdicios, como siempre, por una de las terrazas de la plaza —como nunca tan concurrida e igualmente insalubre— y atisbé en otra de ellas a Ó., un camarero conocido que no veía en su tarea desde principios del mes de marzo. Desde los sucios contenedores rodeados de coches junto a una iglesia del XIII al XVIII, volví a la plaza a saludarle. Todo bien, aunque acabo de enterarme de que murió su suegro. Y enfrente, al irme, junto a uno de los bancos de la plaza, allí estaba el responsable del sobre con sus padres, Javier Rodríguez Marcos, el hermano inseparable de Julián que ha querido recordarlo en el primer aniversario de su fallecimiento —que se cumple hoy— con la publicación de esta carta de Henry James a la viuda de Robert Louis Stevenson (1850-1894), fechada en el diciembre de la muerte del escritor, que se incluyó en el volumen Crónica de una amistad. Correspondencia y otros escritos (Madrid, Hiperión, 2000), traducido por María Condor, y que Julián tenía en la estantería de su dormitorio de su casa de la calle Fuente Nueva, aquí al lado. Lo dice la nota escrita por Javier tras el texto de esta carta emocionante que parece escrita para la editora Irene Antón, la pareja de Julián, y que parece dedicada a la memoria de este: «Pensaría que decirle esto es una falta de delicadeza si no fuera porque sé que en su propio sentimiento de pérdida no hay nada de cicatero o egoísta. En cuanto a él, fue pese a todo un hombre con suerte. Quiero decir que tengo la sensación de que ha sido tan feliz en la muerte (abatido de esa manera, como los dioses, en una hora clara, gloriosa) como lo fue en los momentos de esplendor. Pese a todas las circunstancias tristes de su rica y exuberante vida, tuvo lo mejor de ella, lo más intenso de la lucha, lo más sonoro de la música, lo más fresco y espléndido de sí mismo. Sería distinto si no hubiese alcanzado la plenitud y la excelencia. Fue todo intenso, todo gallardo, todo exquisito desde el principio. Y en todo la experiencia y el goce tuvieron algo de dramática prodigalidad. Se ha ido a tiempo para no envejecer». Javier, ya por la noche de este viernes en que me dejó la carta en la puerta de esta casa en la que él mucho jugó de pequeño, me escribió, a petición mía, que la iniciativa de este recordatorio impreso ha sido algo familiar y de amigos —entre ellos, el otro hermano de Julián, Juan Luis López Espada— y añadió que la «carta siempre me emocionó. Con mi hermano muerto me pareció casi un retrato suyo». Y así es.

sábado, junio 27, 2020

Salud, Gonzalo (0.1)

«¿Cómo va a molestarme, querido profesor Lama, ninguna cuestión de genética textual? Salud. Gonzalo». Esta fue la respuesta de Gonzalo Hidalgo Bayal a una pregunta sobre los textos de su libro Conversación (Tusquets, Editores, 2011), cuando se me ocurrió que podíamos mantener una correspondencia pública sobre asuntos literarios, que, dada la talla intelectual de quien se trata, sigo creyendo que sería de mucho interés para todos los lectores. Gonzalo bromea conmigo cuando me da ese tratamiento de profesor que a mí tanto me gusta. Aquello fue en septiembre de 2011, y desde entonces, he intentado en varias ocasiones montar una serie de textos con sus respuestas a mis requerimientos sobre cuestiones de literatura, de lo que tanto sabe mi corresponsal. Ahora que ando con el encargo de escribir una especie de biobibliografía sucinta sobre el autor de Paradoja del interventor, me he acordado de aquellos mensajes cruzados, de muchos apuntes y de muchas notas, de muchos años de conocimiento y de relación. Ojalá la vida nos depare tiempo sobrado para dejar aquí constancia de nuestra voluntad de hablar y de compartir lecturas y otras costumbres, como la del furor taxonómico de alguno de sus personajes que viven la vida porque ven cómo pasa. Y la cuentan. Y cuentan. Por eso un día de febrero de hace dos años pregunté a Gonzalo por sus cómputos: «Nunca he cronometrado, querido Miguel Ángel, el tiempo de la lectura, porque la velocidad lectora no depende tanto del formato de página como de la sustancia o la complejidad o la ligereza del texto. Sí me acostumbré, en cambio, en los tiempos del Aula [José Antonio Gabriel y Galán, de Plasencia], a escribir presentaciones de en torno a mil palabras y siete u ocho minutos de lectura en voz alta. Y no hace mucho, para una semiconferencia de media hora, calculé algo más de tres mil quinientas palabras. Y en cuanto al recuento de palabras (no he sido tan adicto al recuento de caracteres, aunque es la norma en textos periodísticos de encargo) creo que la afición me viene de una entrevista que leí hace muchos años. Le preguntaron a un Graham Greene ya mayorcito cómo era un día de su vida (vivía entonces en la Costa Azul). «Escribo 300 palabras y después me aburro», respondió. Tal vez también Vladimir Nabokov incluyera en su Curso de literatura europea el número de palabras de que constaba una novela —Madame Bovary, La metamorfosis, Ulises— y yo me aficionara, en aquello tiempos, con máquina de escribir, a hallar una suerte de media ponderada teniendo en cuenta el número de palabras por línea, de líneas por página y de páginas del libro. No creo que el resultado final fuera muy descabellado. Pero al escribir no anticipo ningún cálculo sobre el número final de palabras ni de caracteres. Y mecanoscritos casi puedo decir que no tengo. Uso, sí, en pantalla, un formato de página A4 con márgenes laterales de 4 cm, letra Cambria de 11 puntos (estuve abonado mucho tiempo a la Palatino Linotype) y 1,3 de interlineado. Pero rara vez imprimo un texto amplio completo. Salud. Gonzalo».

jueves, junio 25, 2020

Aforismos

Casi coincidió con la publicación de un Babelia de El País (11 de enero de 2020) que llevaba el rótulo «La edad del oro del aforismo» como portada y tema de cabecera. «El banquete de la brevedad» tituló su texto José Luis Gallero en esa entrega que daba cuenta de varias recopilaciones de aforismos publicadas últimamente, entre las que se encontraban dos de las promovidas por el extremeño de Hervás Manuel Neila: Bajo el signo de Atenea. Diez aforistas de hoy (Renacimiento, 2017); y El cántaro a la fuente. Aforistas españoles para el siglo XXI, en colaboración con José Luis Trullo (Thémata-Apeadero de Aforistas, 2020). Pero también el Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos (1980-2012), de José Ramón González (Ediciones Trea, 2013), o el número que le dedicó la revista Ínsula («El aforismo español del siglo XX»), coordinado por Erika Martínez y publicado en septiembre de 2013 (núm. 801). Digo casi coincidió porque casi al mismo tiempo, un poco después, llegaron a mi casa estas tres muestras de aforistas extremeños: Pezón (Ediciones del Ambroz, 2020), de Jonás Sánchez Pedrero, Setecientos caballos desbocados (Arscesis, 2020), de José Manuel Díez y Lo inseguro. Sobre la escritura (Apeadero de Aforistas, 2020), de Elías Moro. Los tres títulos vinieron como una especie de certificado de la buena salud que entre nosotros gozan estas formas de lo breve y lo lapidario de las que trató Gallero en aquel suplemento. Jonás Sánchez Pedrero es reincidente, pues ha reeditado ahora su Pezón de 2018 —que ya traté aquí—, aumentado con ciento cuarenta y tres motas textuales de escasas palabras («La gente usa hijo», «Ponle gorra», «El drama hace teatro»…) y con un prólogo de Eduardo Moga que recupera la reseña que este escribió sobre la primera edición. Más prolijo ha sido el poeta y cantante José Manuel Díez, que subtitula sus Setecientos caballos desbocados como Pensamientos, aforismos, breverías 1998-2018. Una selección de los más de dos mil apuntes escritos a lo largo de veinte años en torno a tres ejes temáticos que definen los tres primeros libros o secciones («Filosofía y pensamiento», «Arte y emoción» y «Paradojas y correspondencias»), y que culmina en una cuarta división que son las «Breverías», casi un centenar de brevísimos poemas aforísticos, de «intención puramente formal», dice el autor en su prólogo, pero que tienen mucho de muchos de los caballos desbocados a lo largo de las partes anteriores. Por último, Lo inseguro es una porción extraída al conjunto de una obra constante de pensamientos concentrados, que ha venido tomando la forma de los apuntes breves y memorativos de aquel Me acuerdo (Calambur, 2009), de los aforismos de Algo que perder (La Isla de Siltolá, 2015), o de las Morerías (Ediciones Liliputienses, 2016), además de una obra narrativa —corta— y una poesía —llena de poemas de voluntad sucinta— que parece vislumbrarse en todos y cada uno estos dos centenares de textos sobre la escritura del escritor y letraherido que es Elías Moro. Recoger en esta entrada —y en la fotografía que tomé durante el confinamiento en marzo— tanto texto diseminado es otra manera de poner cada cosa en su sitio, de archivar tan numerosa relación de reflexión comprimida.

lunes, junio 22, 2020

Devaluación continua

Uno de esos apuntes que han ido postergándose y que con esta crisis ha quedado casi olvidado tiene que ver con un libro que compré y leí el año pasado. Muy recomendable para la profesión docente. Fue Devaluación continua. Informe urgente sobre alumnos y profesores de secundaria (Barcelona, Tusquets, 2019), de Andreu Navarra. Llegué a él gracias a otro de su autor, una de las novedades de la Editora Regional de Extremadura: Piedra y pasión: los viajes extremeños de Miguel de Unamuno (Mérida, ERE, 2019), en cuya primera solapa leí, en la nota biobibliográfica sobre Navarra, el título que me llevó a comprar este ejemplar para compartir su lectura con una joven profesora de Secundaria. Me sorprendió encontrarme en las primeras líneas del libro sobre Unamuno en Extremadura una alusión a Sergio Lorenzo, el periodista del diario Hoy, que es todo menos furibundo y tajante. En su delirante y formativa sección de los domingos («Desde la moto de papel»), Lorenzo habló del avinagrado rector por sus comentarios sobre Extremadura. La cosa es que Andreu Navarra ha escrito un ensayo con muchas referencias de Unamuno a Extremadura y Sergio Lorenzo publicó unas pocas palabras sobre una solitaria opinión del escritor sobre esta tierra en un periódico para llamar la atención del lector —Lorenzo, no Unamuno. Así que… Dicho esto, Devaluación continua me gustó y por eso lo recomiendo, como hizo en su día Eduardo Moga, que fue responsable de la publicación en Extremadura de Piedra y pasión. Aunque sea evidente que Andreu Navarra escribe sobre su experiencia en centros de educación en Cataluña, y en ciudades más populosas que las de este entorno, su relato intenta acercarse a una realidad asumible generalmente. El lector empatiza con el lamento por una realidad y con la expresión de la necesidad de cambiarla («Nos obligan a trabajar con una educación que frena, con una educación que estimula, presenta retos, entrena a afrontar dificultades, construye a través de la creatividad, exige la cultura mínima para que todo el mundo pueda ser autónomo», leo en pág. 214), y es posible que eche en falta propuestas concretas —que quizá no estén porque no sea esa la competencia de esta obra. La intención es recoger en pocas páginas tan arduo asunto como «hasta qué punto el problema del sistema educativo es un problema del sistema educativo» (págs. 134-135). Intención realista, sí, que se dice «alejada de los apocalipsis al uso» (pág. 134); pero que yo no creo que muy alejada, porque parece inevitable no ser apocalíptico —quizá por no conocer el terreno, yo no quiero serlo. No se quiere ser apocalíptico, pero el título de todo es Devaluación continua. Quiere evitarse esa visión; pero se insiste en que enseñar, «hoy, es resistir» (pág. 107), y sobrevuela por estas páginas el malestar docente de quien hace quince años no comprendía a un profesor harto, y ahora comprende todos sus problemas cuando los alumnos le gritan, como a él, a Andreu Navarra, «Me cago en tu puta madre» (pág. 118), porque el profesor les pide que bajen los pies de una silla. En la misma página en la que se lee que «ya no hay nada que explicar, sino retazos fragmentarios de restos de una ruina que alguien alguna vez era capaz de entender o paladear». No sé. Yo hablo desde otra experiencia —extraterrestre quizá— más reconfortante; pero no deja de ser agradable y formadora la lectura de este libro de Andreu Navarra que también alude al «trabajo gustoso» (pág. 102), que nos recuerda verdades como que la «prisa es enemiga de la pedagogía» (pág. 20), o que —volvemos a negar lo apocalíptico— tal y como «está planteado nuestro sistema educativo, nuestra democracia está en peligro» (pág. 253). Un libro, finalmente, que te depara la alegría —y que me perdonen los que esperaban una reseña al uso— de conocer a un lector de Pilar Galán («una excelente escritora, profesora y periodista extremeña. Desde que conozco sus columnas en El Periódico de Extremadura procuro no perderme ninguna», pág. 190). No por esto; pero también por esto, recomiendo que conozcan lo que escribe Andreu Navarra en su Devaluación continua. 

miércoles, junio 17, 2020

Vandalizar

Casi todos los viernes empiezo a leer El País por el final, por la columna de Millás. «¡Cuidado!» era el título de la semana pasada, y, como siempre, recomiendo su lectura. Después, ya vuelvo al principio, y este viernes en la portada había una fotografía de Rosa Maria Sardà, con gafas oscuras y la mano en la mejilla. Había muerto el jueves. Y en la página 3, en la crónica firmada por Pablo Guimón («El movimiento revisionista tras la muerte de Floyd alcanza a Cristóbal Colón»), sobre las protestas contra el racismo y cómo están ensañándose algunos manifestantes con el patrimonio simbólico de un país y de la historia, leí el participio en plural «vandalizados». Supongo que no habrá sido la primera vez que me topo con ese verbo, «vandalizar»; pero sí es la primera que me ha llamado la atención como para dedicarle este rato. Comprobé que está en el Diccionario de la Lengua Española tan solo desde 2014, desde la edición del Tricentenario. Con el significado de «Maltratar o destruir una instalación o un bien público». Sin embargo, ya en el Seco, en el Diccionario del Español Actual de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (1999), estaba recogido el término como «Cometer actos vandálicos» y documentado en un artículo de Cuadernos para el diálogo de 1973: «El llamado ‘V Comando Adolfo Hitler’ ha asaltado la revista católica El Ciervo, maniatando a una secretaria y vandalizando el establecimiento». Sigue asombrándome este repertorio léxico elaborado sin los medios informáticos de ahora. Comparto esta admiración con mi amigo Pedro Álvarez de Miranda, a quien debo —siempre se pica con estas menudencias— el resultado de una consulta a Google que localiza el verbo vandalizar en el Compendio de las Memorias para servir a la historia del jacobinismo. Compuesto en francés por el Señor Abate Barruel y traducido al castellano con notas (Mallorca, Imprenta de Felipe Guasp, 1814). Un Google que, con unos años de retraso, también trae, si se busca, el ejemplo citado en su día por Seco y sus colaboradores. No es extraña la procedencia francesa de estas derivaciones de vándalo, pues también —y no solo en los impugnadores— se encuentra en textos oficiales de la órbita revolucionaria el término vandalismo, por ejemplo, en alguna instrucción pública de 1794 en la que se habla de «les destructions opérées par le Vandalisme, et sur les moyens de le réprimer». En España, había que esperar hasta los primeros decenios del siglo XIX para encontrar testimonios de ese uso. Y eso que casi todos los viernes empiezo por Millás.

lunes, junio 15, 2020

Diario hablado

Bueno, no puedo decir que he escrito esto sin poner las manos en el teclaso —perdón, en el teclado. Pero casi. Es mi primera entrada de diario dictada a este ordenador que vive conmigo. Salvo la puntuación y algún error que habrá sido mío, todo lo que aquí está escrito es el resultado de este hablar solo. Así que, de pronto, he probado a decir que «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.” Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas». Asombroso. Lo tengo que probar más veces. Quede constancia aquí de que es mi primera entrada hablada en este blog. Diario hablado. Una lectura.

domingo, junio 14, 2020

Ex Bibliotheca Covid XIX

El jueves bajé a la Facultad a asuntos administrativos y aproveché para rescatar de mi despacho unos cuantos libros que quizá necesite ahora que estoy con revisiones de las lecturas que he evaluado. Ya en esta fase todo es más fácil; pero recuerdo las inquietudes por necesitar un libro imprescindible cuando estábamos en lo más duro. Nunca me he alegrado tanto de tener tantos libros en casa, porque me han solucionado muchas dudas y consultas. Algunas —perentorias e imposibles con lo puesto— las solventé durante el confinamiento con llamadas a amigos y conocidos en petición de auxilio. El resto, con esta herramienta asombrosa que es la red. El primer libro asociado a mi reclusión, es decir, afectado por la situación extrema de este desastre, fue grato. Fue un regalo. Fue el primer libro que llegó a casa desde fuera. Lo conté en una de las entregas de mis cosas. Y, verdaderamente, una de las buenas experiencias del encierro fue la lectura de Los errantes, de Olga Tokarczuk. Parece que hace años, por tan extraña vivencia de estos meses. Luego, en otra fase, me traje de la Facultad Porque olvido (Diario 2005-2019), de Álvaro Valverde (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2019), que no sé cuánto tiempo llevaría allí, como mi poto sin regar. Ya está en casa desde entonces, aunque afectado de algún virus —el libro, no el poto — pues me llegó falto de un cuadernillo de ocho páginas. Releyéndolo —conozco las entradas de su blog desde que publicó las primeras el 2 de mayo de 2005—, vuelvo a disfrutar con estas apuntaciones sobre una realidad muchas veces compartida, local y universal, como dijo en una reseña José Luis García Martín que ayer el Hoy volvió a publicar, después de haber salido en dos cabeceras más del grupo, El Diario Montañés y El Comercio. Otro de los libros afectados merecerá una entrada o más aquí, y es el monumental El arte de la memoria. Homenaje a Víctor Infantes. Ed. de Ana Martínez Pereira (Madrid, Visor Libros, 2020), cuyo colofón es de 21 de marzo, que quedó confinado en los almacenes de la editorial hasta que a mediados de mayo pudieron hacerse los envíos, y que iba a presentarse la tarde del 26 de marzo en Madrid en la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla. Y no pudo ser, como tanto.

viernes, junio 12, 2020

El silencio de lo invisible

A pesar de su brevedad —42 páginas de texto—, esta nueva entrega de la colección «La Gaveta» de la Editora Regional de Extremadura llevaba tres o cuatro meses en casa sin ser leída. Sí leí la primera breve prosa —«El invierno holandés»— nada más recibir el libro, y pude vislumbrar que iba a interesarme la escritura de su autora, María Fernanda Sánchez (La Zarza, Badajoz, 1992), desconocida para mí. Y celebro mucho la aparición de una nueva voz en las letras de jóvenes extremeñas —el suyo es uno de los nombres incluidos en la antología coordinada por Pilar Galán La materia cambiante. Panorama de la joven narrativa extremeña, que también publicó la ERE el año pasado— que ha reunido en esta preciosa edición veintitrés textos que es un gusto leer por la apacible mirada que proponen sobre realidades y sobre momentos. También por el recorrido por los sentidos que sugiere esta prosa sencilla y ajustada a un tono de especial justeza estilística, que nos lleva a la vivencia de la grandeza de lo menor de la vida. Suscribo lo que publicó en su blog Álvaro Valverde, que dio más datos sobre esta autora que me ahorro repetir, aunque retome ahora lo que dice sobre estos relatos que «parecen a veces las anotaciones de un diario de alguien que observa o contempla lo que tiene delante de sus ojos, en numerosas ocasiones a través de una ventana, pero que también ve a través de sus recuerdos. Qué bonito el contraste entre el clima hostil parisino o londinense y el del tórrido verano extremeño que evoca su infancia. Hay en este libro una unidad de tono que propicia una voz propia. Las palabras nos llegan desde la soledad y el silencio. Desde dónde mejor. Sánchez ha logrado crear una atmósfera que aporta al conjunto un estado de ánimo no exento de melancolía», escribió Álvaro. Es extraordinariamente sugerente esa intención de lo sensitivo; pero yo me quedo con la escritura, con todo lo que envuelve este texto de alusión consciente al acto de escribir. Se contempla («De la pintura ausente», «La ventana», «Frío»…), se escucha («El desierto. El silencio del olvido», «Septiembre»…), se huele («Conflagración»…), se siente con todo; pero entiendo que, principalmente, desde la escritura, pues todo, un paisaje, un árbol, la evocación de un momento, un viaje… se materializa en la página en blanco ante la que se enfrenta la voz que nos habla y a la que constantemente se alude directa o indirectamente en estas prosas. Por ejemplo, cuando la manera de «capturar el otoño de infancia» es «atraparlo con palabras» (pág. 16); cuando sobre «el papel en blanco se dibujan mejor las siluetas de las sombras que son ya los abetos» (pág. 21); cuando se asocia la escucha de las palabras escritas por Virginia Woolf (Las olas) a las limitaciones de la propia voz o a un cuaderno vacío (pág. 39); cuando emergen las palabras «porque en el silencio tienen espacio para ser» (pág. 55). Cuando, en definitiva, en uno de los trozos más cortos de este libro apacible, «Niebla», el que lo cierra, una luz blanca y cambiante se convierte en una metáfora del estado de creación (literaria). No ha podido ser mejor comienzo para conocer la obra de una escritora hasta el momento desconocida. María Fernanda Sánchez. El silencio de lo invisible (Mérida, Editora Regional de Extremadura —Col. La Gaveta, 41—, 2019).

domingo, junio 07, 2020

Alcaíns fecit, 2019 (y V)

Geografía, o sea, espacio, tiempo, discurrir, memoria, todo se encadena en una mecánica perfecta en este libro tan sugerente que invito a leer. ¿Por qué la lluvia? ¿Por qué el agua? Aquí cada uno que se sume a esta devoción de quien nos habla a través de esta escritura sobre el agua. En una presentación de este libro —no sé si en Plasencia o en Madrid; quizá en Plasencia— me acordé de una persona querida que adora el agua de lluvia, que se transforma cuando un día amanece lluvioso, que disfruta, y supongo que también disfrutará leyendo y mojándose con este texto. Me acordé de ella. Y es que viene bien traído aquí por la memoria que está convocada en estas páginas, por el recuerdo como motor de un presente. ¿Por qué la lluvia? En palabras de Eduardo Moga, que fue, en su blog, uno de los primeros que escribió sobre La adivinanza del agua, la «busca de un arquetipo que explique la realidad —la realidad que se ha sido y la que todavía se es—, vinculado a un líquido primordial —la sangre, el semen, el agua de la que proviene la vida—, despierta rememoraciones y preguntas, que se engarzan en pasajes enumerativos, que pueden identificarse, a veces, como poemas sucesivos, como fragmentos autónomos de un único torrente poético. El trabajo del recuerdo suscita, también, la melancolía, que impregna toda La adivinanza del agua, y asociaciones clásicas, como la del río de la vida». Yo creo también que todo es una metáfora de la escritura como memoria, que fluye y corre como el agua, que cae en la página en blanco como las gotas se posan, a veces suaves, otras veces con fuerza tormentosa, para mojarla, para llenarla, para modificar su naturaleza virgen y yerma. Como la potencia germinal del agua sobre la tierra, así la de la palabra sobre el blanco de la página. Y el texto sugiere igualmente las trampas de la memoria, porque todo se tambalea cuando se intenta recordar o reconstruir un hecho pasado. Sin embargo, el relato o poema en prosa de Alcaíns es extraordinariamente sólido en su evocación, en su viaje a un pretérito que es como un sueño infantil, el de la imagen de ese niño pequeño y contento que cruza la calle en una mañana de verano «en un pueblo de algún país antiguo» (pág. 50). Para mí, es la imagen que mejor se acomoda a la del escritor y dibujante que ha puesto el punto final a un libro memorable y magnífico con la frase «Cada dos o tres pasos da un saltito de pájaro» (pág. 50) —el que da el artista satisfecho— y con una viñeta en la que varias gotas se sostienen sobre unos cables o alambres que parecen detalle del pentagrama de la vida —la que celebra el lector cumplido tras lectura tan grata.

miércoles, junio 03, 2020

Premio Princesa de Asturias de la Concordia

© Samuel Sánchez. El País.

La prensa digital ya está llena a estas horas de tan jubilosa y edificante noticia. Leo en El País que por la «entrega incondicional» y el «heroico espíritu de sacrificio», según destaca el jurado, que han mostrado los profesionales sanitarios españoles que se han enfrentado desde la primera línea a la pandemia mundial de la covid-19 han sido reconocidos hoy con el premio Princesa de Asturias de la Concordia. «El galardón —dice el periódico— se dirige a los profesionales de la medicina, la enfermería, los auxiliares y el resto del personal sanitario que han atendido directamente a los pacientes contagiados y han realizado su labor desde que comenzó una emergencia sanitaria que se ha cobrado la vida de más de 27.000 personas, según el Ministerio de Sanidad». Me alegro mucho. He recibido la noticia por la radio, después de haber leído el testimonio de María Victoria Boyo, una médica de 35 años que hoy relata en El País su experiencia como afectada de covid-19, que ya contó aquí. Conmueve, verdaderamente. Ella termina su texto con un «¡Gracias!». Yo también. Gracias.

martes, junio 02, 2020

Alcaíns fecit, 2019 (IV)

© Javier Alcaíns

Pero antes de hablar de la geografía del texto, pondré algún ejemplo más de esa manera que el escritor Alcaíns propone para trenzar su prosa. El «oro del bosque de los Sonámbulos», por ejemplo, dora una secuencia (págs. 23-27) en la que se va repitiendo la palabra y que termina en «De plata será siempre», frase que da el relevo a otro segmento que comienza con «De plata afantasmada será el lomo de un caballo…». Así, en párrafos consecutivos. Como en «Abre la ventana y deja que entren», y el párrafo siguiente: «Abre la ventana, que el viento meta en casa la lluvia» (pág. 39). Es como si —¿como si?— el final de un parágrafo le diese pie al siguiente para que continúe y que discurra, como los cangilones de una noria que reciben el agua y la concatenan y comparten hasta dar en otro nivel de agua, en otra altura, sin que pare la corriente. Esto, en términos musicales, podría ser lo que conocemos como ostinato o repetición. Aquí funcionan como motivos melódicos, que hacen avanzar el texto como si se deslizase, como si corriese. En pintura me imagino lo difícil que tiene que ser dar movimiento a una imagen o pintar el agua; pero es literatura y estamos ante un brillante ejemplo de esa capacidad que demuestra Javier Alcaíns para expresar esa sugestión. Los ejemplos se suceden, son constantes a lo largo de un texto tan breve como La adivinanza del agua. Así en la serie «Si un ángel…» «Si un demonio…» (pág. 12) «Si un mago…» (pág. 13). «En el capítulo» se repite en estas páginas (18, 21, 22), en la 18, por tres veces, y en la 22 por cinco, pues se trata de los doce meses del año. Lo enumerativo es fundamental en la morfología del texto; porque sugiere mejor la sensación de discurrir, de lo que fluye. «Como una escena […] Como una escena […] Como una escena […]» (págs. 45-46). Y también —ahora sí— está la geografía del texto. La adivinanza del agua está llena de lugares, y también en eso va avanzando. Es recorrido y corriente constante. Propongo dibujar un mapa —con la indicación numérica de las páginas— en las que los lugares aparecen: Jálama, Eljas, China (11), Arizona (15), Bangladesh (15 y 16), Odesa (16), México (16), Tananarive (16), Río de Janeiro (16), Nara (16), España (18), Rusia (18), África (24), Las Hurdes (24), Cipango (34), Sáhara (36), Plaza Roja (36), Montánchez (36), Oporto (46), Maguncia (46), Tánger (46), Milán (46 y 48). Es lógico, pues, en un texto que corre, que recorre, que haya una geografía, un espacio, un espacio que se nombra… En fin, Jálama, Eljas, China, Las Hurdes, Cipango, Plaza Roja, Montánchez… El mundo sutil y sublime al que nos traslada el autor. Nota bene: la ilustración de Javier Alcaíns que encabezaba la entrega de ayer aquí es una variante no publicada de la que finalmente se imprimió en la página 23 de La adivinanza del agua, en la que ese mismo sobrio paisaje de encinas está cubierto por las características líneas oblicuas del agua de lluvia del libro. 

lunes, junio 01, 2020

Alcaíns fecit, 2019 (III)

© Javier Alcaíns

Continúo con la publicación de esta serie de textos escritos sobre el libro de Javier Alcaíns. Creo que llegué a decirlo en alguna de las presentaciones que hicimos del libro. Que la lectura de La adivinanza del agua es todo un reto para aquel que quiera hacer el análisis de un texto. No, no estoy hablando de un examen, del mal llamado y mal hallado comentario de texto como prueba de evaluación para un estudiante de lengua o de literatura. Hablo del placer de leer con dedicación un texto, preguntándose —preguntando al texto— por las razones por las que una palabra está al lado de otra, por lo que explica el movimiento de lo escrito. Esta breve gran obra, La adivinanza del agua, comienza con lluvia y de noche, y surge en movimiento («busca», pág. 9). Luego «cruza» (pág. 10) y «va» (pág. 10), y luego «busca» por tres veces en la misma página décima. De ahí que yo me refiriese más abajo a que el texto va moviéndose a medida que avanza, que crece, que va llenando con armonía cada página. Alcaíns utiliza el engarce entre el final de un párrafo y el principio de otro como recurso formal para expresar el fluir constante y el pespunte entre una secuencia y otra. Así, en el final del párrafo, «un río» y «El río» del siguiente. «En ningún lugar del mundo llueve como en Bangladesh, la lluvia va escurriendo por los troncos, los animales callan con distinto silencio, porque antes fue distinto el grito. La lluvia resbala por los troncos de los árboles, por las paredes de los edificios, por la tela de los paraguas, por la frente de los que se levantaron temprano. Las agencias de viajes enseñan la fotografía de una playa de limpio azul profundo y dicen paraíso, pero ningún lugar es un paraíso. El monzón de barro, las pagodas de oro, los tigres en la jungla, las flores gigantes, las luces que esconden niñas en el burdel. En ningún lugar del mundo llueve como en Bangladesh. Nunca estuve allí. Nunca estuve en una calle de Odesa en la que hay una casa pequeña con una ventana verde y un gato asomado mirando caer el agua, nunca ensuciaron mis pies los vertederos de México, nunca sentí el soplo otoñal que arrastra hojas en los parques de Nara, nunca estuve en marzo en Tananarive, nunca pisé el barro de las favelas de Río de Janeiro ni el cuidado césped de otros barrios. En ningún lugar del mundo llueve como en Odesa, en ningún lugar del mundo llueve como en México, única es la lluvia de Nara y única también la de Tananarive, en ningún lugar del mundo llueve como en Río de Janeiro, en ningún lugar del mundo llueve como en la memoria. Esta luz que vuelve de una tarde antigua, esta luz que da al aire un ocre luminoso y envuelve tejas que gotean y dejan brillantes las chinas blancas del suelo, este largo susurro de agua algo quiere decir, pero qué quiere. Si no lo entiende el oído que lo entienda la piel, si no lo descifra el pensamiento que lo descifre la sangre» (págs. 15-16). Espero que pueda apreciarse con este fragmento —que, por cierto, es uno de los que más variantes tiene en la collatio siempre gustosa con las primeras versiones— cómo avanza el texto a partir de las repeticiones y los engarces formales y conceptuales, pues también son las ideas las que se concatenan, como el pensamiento sobre la lluvia y la confirmación de no haber estado nunca en un determinado lugar: Bangladesh, Tananarive, Odesa… Ay, los lugares… De ellos, de la geografía del texto que contiene esta obra también me queda por decir.