domingo, octubre 31, 2021

Cuaderno de Perugia (XIII)

Meses antes de viajar hasta aquí ya me dijeron que les gustaría visitarme. Así que la idea de recibir a alguien de mi entorno de allí y de acullá me pareció que podría ser una experiencia nunca vivida. No sé si se puede ser anfitrión de un lugar que aún no se conoce. Supongo que un poquito sobre lo poco conocido, que es lo que procuré hacer desde que llegaron Eva y mi hermano Josemari, de allí, y una amiga, Marta, de acullá, cuando me esperaban fuera de la estación de trenes y les invité a volver a pasar dentro para salir desde los andenes y coger a cien metros uno de esos atractivos para los visitantes —que no se me molesten los peruginos— que tiene esta ciudad fantástica: su Minimetrò. Y es que yo no tengo la culpa de que la primera experiencia del viajero que llega por tren a Perugia sea esta monada de medio de transporte que a mí me parece un juguetito que alguien a las siete de la mañana pone en marcha para que todos nos subamos y nos bajemos de unos monísimos vagoncitos sin conductor que circulan por túneles en cuesta o por raíles sobre puentes en curva a la altura de viviendas a las que se les ven las entrañas. Uno de estos días por la mañana temprano vi a un señor haciendo su cama y la otra tarde, ya anochecido, a un abuelo jugando a las cartas. A falta de más experiencia como anfitrión, uno intentó al día siguiente repetir el camino que lleva a unas escaleras mecánicas que bajan hasta el espectacular lugar que es la Rocca Paolina desde Piazza Italia, como me guio Luigi la primera mañana de paseo por esta ciudad fascinante. Grata experiencia es volver a lugares y rincones en los que uno ya ha estado con disfrute; pero también y mucho es descubrir nuevos sitios en nueva compañía. Como ocurrió el viernes con la visita a la Perugia sotterranea bajo la Catedral de San Lorenzo, cuando contemplamos los muros etruscos, una pulida calzada romana con los surcos de las ruedas de hierro de los carros que la recorrieron antaño, y nos propusieron adivinar sobre qué cimientos se muestra hoy una ciudad llena de una vida que se desparrama por todos los lados, y siempre hacia abajo, del centro histórico que uno más conoce. Otra experiencia vivida con mi gente fue ayer la visita a Asís (Assisi), el primer lugar a la falda de una colina que vi a lo lejos iluminado cuando llegué a Perugia de noche y que por fortuna contemplo todos los días cuando dejo que invada el sol de la mañana la casa que habito. Es tanta la luz a primera hora que hago sombra para saber si el fuego del hornillo está encendido y confirmar el color del desayuno. Llegamos a Assisi en tren y luego fue todo subir, primero hasta la fastuosa Abadía de San Francisco, la «massa ciclopica», y más tarde hasta el centro de uno de los pueblos más bonitos que he visto en mi estancia en Umbria. Turismo de peregrinación muy marcado por eso; pero un lugar de una belleza excepcional, que, como dicen las guías, debe de infundir al visitante un sentimiento de mística serenidad cuando no está lleno de turistas como nosotros.

jueves, octubre 28, 2021

Cuaderno de Perugia (XII)

La tarde del sábado pasado me acordé mucho de aquella entrada aquí, de hace más de doce años ya, imprevisible, sobre la situación de mi amiga María José Flores. No podía imaginar en aquel momento, ni cuando recogí otras impresiones a los pocos días del terremoto de L’Aquila de 2009 o cuando se había cumplido más de un año desde aquel trágico seis de abril, que iba a poder visitar la ciudad y sus alrededores, con ella y con su marido Gianluca Nardis, y comprobar la cantidad de huellas que aún quedan de aquello. Fue este sábado pasado. Salí temprano en coche por la carretera que lleva a Terni y luego a Rieti, y, si uno no se pierde —como me pasó a mí—, llega en poco más de dos horas y media a la capital de L’Abruzzo, cuyos paisajes solo intuí porque conducía; aunque ya allí pude disfrutar de la vista a lo lejos de una parte, por lo nuboso del fin de semana, del Gran Sasso, un macizo de casi tres mil metros. M. y G. viven ahora a unos dieciséis kilómetros de L’Aquila, en uno de los pequeños núcleos —Tussillo— que depende de un municipio como Villa Sant’Angelo. Por allí comimos muy bien y fuimos luego a L’Aquila, a los sitios más destacados, como la impresionante Basilica di Collemaggio o la fuente de los Novantanove Cannelle, la iglesia de San Bernardino, la de San Silvestro o la que está en Piazza Duomo, Le Anime Sante, donde el memorial de las trescientas nueve víctimas fallecidas en el terremoto, y que ha sido reconstruida. No así tantos rincones de la ciudad por la que paseamos, ya de noche, hasta la calle en la que vivió María José cuando ocurrió aquello y que está a oscuras y casi igual que hace doce años; ni así un inmenso edificio cuyas paredes vimos, al cruzar una esquina, que estaban siendo abatidas por una enorme excavadora encaramada quién sabe cómo sobre un montón de escombros, mientras una manguera lanzaba un chorro potente de agua para mitigar el polvo en una zona rodeada de viviendas habitadas. Ver cómo la gente se echa a las calles de una ciudad, ahora, en estos tiempos de pandemia, me sigue pareciendo notable; pero en un lugar que vivió hace doce años una tragedia tan grande, me pareció sobrecogedor. Dormí como un bendito en una casa preciosa, la base restaurada de lo que en su día tuvo que ser la desolación; y hablamos de fútbol —aquí he comprobado que es un asunto que ocupa a los más cultos— y de Primo Levi, y de otros autores que no son muy conocidos en España, rodeados de libros, libros y música, mucha música, primorosamente organizada en cofanetti de lujo, en álbumes o cajas que contienen decenas de discos de los conciertos de grandes directores. G. me puso la Pastoral de Beethoven, una de sus puertas de entrada a la afición que se aprecia en su casa, y me invitó a una copita de genziana, un particular licor hecho por su madre. Y lo que iba a ser rellenar una mañana de domingo antes de la comida y de mi vuelta a Perugia, se convirtió en una de las excursiones —sin alejarse casi nada— más impactantes de mis días aquí. Solo mencionaré la visita a Bominaco, un pueblito en el que hay una iglesita, una abadía benedictina y un castillo del siglo XIII que volvió a ponerme a prueba de mis males de altura. No me podía creer que, después de dar una moneda de dos euros a una señora para que la introdujese en un cajetín, pudiésemos contemplar todo lo que se iluminó desde lo oscuro, una de las más recoletas y bellas naves decoradas con frescos sobre la Historia Sagrada, un oratorio dedicado a San Pellegrino al que no se podía hacer fotografías más que para uso personal, que es lo que yo hago. A la vuelta, más tráfico, de domingo, y más parones y desvíos por obras. Pero, sin prisas y con tanto hecho, volver es como otro grato viaje de ida.

lunes, octubre 25, 2021

Cuaderno de Perugia (XI)

Unas seis horas antes de la presentación del jueves, Luigi Giuliani y yo hicimos la mejor preparación no premeditada que se puede hacer antes de acudir a un acto literario en Roma sobre el primer libro del exilio italiano de Rafael Alberti, sobre el conjunto de poemas que surgió de su residencia en la Ciudad Eterna desde noviembre de 1963, primero en Via Monserrato 20, y luego, desde mayo de 1966, en Via Garibaldi 88. Los Alberti cruzaron el Tíber, como nosotros el jueves estuvimos en las dos orillas mientras buscábamos aparcamiento. Como Luigi dejó el coche con mucha suerte cerca de Via Giulia, lo primero que hicimos fue ir a la primera casa que habitaron María Teresa León y Rafael Alberti, a la que hice una foto, igual que, al principio de la calle, a la inscripción del siglo XVIII empotrada en el muro con la ordenanza de que estaba prohibido tirar basura, que es la que está aludida en el título del poema séptimo de los X Sonetos: «Si proibisce di buttare immondezze» (ed. cit., pág. 77). Ese poema lo leyó Luigi para cerrar la tarde de la presentación en el Instituto Cervantes. También leyó otro conmigo por la mañana, «Il Mascherone», delante de la fuente que hay al lado del Palazzo Farnese, y saqué una foto que podría servir de complemento gráfico a las notas de su edición, alguna de las que escuché de su boca en el paseo por la orilla del Tíber mirando sus árboles: «Los castaños de las márgenes del Tíber no son tales, sino plátanos» (pág. 124). Qué mejor callejeo por el centro histórico de Roma que junto a un romano cuyo penúltimo trabajo de investigación ha sido esta edición de Roma, peligro para caminantes; penúltimo, pues anuncia un libro con más desarrollo y más datos: Filigranas romanas. En el taller de Alberti. Comimos en el ghetto. Sí, probé las exquisitas alcachofas: «La vita è troppo breve per sbagliare carciofo alla giudia». En Nonna Betta —kosher style—, en el corazón del escenario de un episodio tremendo que hacía pocos días había leído escrito por Alberto Angela en La Repubblica, el sábado 16 de octubre en que se cumplían setenta y ocho años de la deportación de más de mil judíos de ese barrio romano. Me lo contó muy bien Luigi mientras recorríamos esas calles, las escenas sobrecogedoras de quienes intentaban evitar que se llevasen a los niños, fingiendo que eran sus madres y padres; y mirábamos al suelo para leer los nombres de los deportados aquella madrugada en las plaquitas doradas que hoy están ahí como recuerdo de la atrocidad. Vi mucho seis horas antes de la presentación del jueves, como privilegiado acompañante de tan ilustre guía, que me llevó a tomar el mejor café de Roma en Sant’Eustachio, muy cerca del Panteón. Sentados allí, Luigi me dijo que estaba cansado; pero bien, que si cerraba los ojos que no me molestase, que él se queda dormido con facilidad en cualquier sitio. Entonces, yo aproveché el momento para decirle: «—Anda, escúchame, mira… ¿Hoy qué pasó, colega? ¿Viste? Mucho. No hemos parado en todo el día. Bueno, sí, al principio, cuando te dije «¡Vamos, arre, Luigi!», que ahí hay un hueco para dejar el coche, nuestra carrozzella blanca». Él volvió y me dijo algo así como el que tiene un primo en Alcalá. Nota bene: la clave de esta broma está en uno de los poemas escritos por Alberti y oportunamente anotados por mi cicerone y conductor en su edición: «Los dos amigos (Poema escénico)» (ed. cit., págs. 143-145). Y lo del primo de Alcalá da para otras risas cuando sea.

viernes, octubre 22, 2021

Cuaderno de Perugia (X)

La feliz coincidencia de mi estancia en Italia con la publicación de esta edición del libro de Rafael Alberti Roma, peligro para caminantes (Ediciones Cátedra, 2021), preparada por Luigi Giuliani, me permitió ayer participar en el acto de su presentación en la Sala Dalí (Piazza Navona, 91) del Instituto Cervantes de Roma. Saludé a su director, Juan Carlos Reche, y conocí al profesor, ya jubilado, de la Universidad de La Sapienza Norbert von Prellwitz, que se encargó de hablar de los muchos valores y aportaciones de esta edición crítico-genética que precisa y completa la historia textual de esta obra del último exilio albertiano, y que combina muy oportunamente fuentes manuscritas e impresas; pero también testimonios orales, cartas, entrevistas, grabaciones o noticias de prensa que reconstruyen el texto y el contexto de Roma, peligro para caminantes, un libro que, en palabras del estudioso supone la construcción de un discurso que le permite al escritor «exiliado entender el lugar de acogida y así entenderse a sí mismo en su nueva situación» (pág. 11). Pero también la lectura que ofrece esta edición es la de la reivindicación de una muestra de la biografía poética de Alberti que va más allá de la guía de una ciudad, del diario de un paseante o de los divertimentos de ingenio literario, y que se convierte en una manera de representación de una realidad selecta y estilizada, y de una mirada a una tradición literaria para lograr, como dice Luigi Giuliani «un poemario en la encrucijada entre la cultura española y la italiana» (pág. 34), que se manifiesta en el diálogo que establece —desde el primer poema y desde la dedicatoria y los epígrafes de los diez sonetos que conforman la primera sección— con el poeta romanesco Giuseppe Gioachino Belli —traducido por Giuliani— o con Mario dell’Arco, cuyos ecos en el libro son señalados en una de las aportaciones de esta edición, en su introducción y en sus esclarecedoras notas. La pequeña sala que el Instituto Cervantes tiene en el centro de Roma se llenó de personas —y un perrito— interesadas en la obra de Rafael Alberti, cuyo recuerdo nos acompañó gracias a la exposición ExiliArte. Memoria di una cartella dedicata a Rafael Alberti, réplica de la que se celebró en España, comisariada esta también por Carmen Bustamante, y basada en la evocación de un homenaje al poeta organizado en París en junio de 1966 por la Asociación Cultural Franco-Española que presidía Jean Cassou. Anoche estuvimos rodeados de testimonios de aquel tributo fuera de España al escritor, en un entorno sublime de obra gráfica colgada en las paredes de Rafael Canogar o Cristino de Vera, entre otros muchos, como Antonio Saura o Josep Guinovart. Seguirá en la próxima entrada otra manera de hablar de lo que ayer nos pasó en Roma.

martes, octubre 19, 2021

Cuaderno de Perugia (IX)

Anoche vi O que arde, la película gallega —de producción hispano-francesa— de Oliver Laxe que fue premiada en 2019 en Cannes. No tiene especial relevancia ver una película tan tarde después de su estreno; pero para mí sí que ha sido notable su proyección aquí, en una de las actividades propuestas gratuitamente por el Centro di Studi Galeghi de la Universidad de Perugia, en colaboración con «PerSo»  (Perugia Social Film Festival), con los que anda mi colega Marco Paone, que introdujo el acto, celebrado en una «sala de cine» portentosa; ni más ni menos que la Sala dei Notari de la Piazza IV Novembre del pleno centro de esta ciudad a cinco minutos de casa. Pongo foto abajo. La película nos adentra en la más espesa ruralidad gallega, en el contexto de la destrucción periódica de paisajes espectaculares por el fuego intencionado; y en ella, la relación o reencuentro entre un hijo —pirómano convicto que sale de la cárcel— y una madre que es una lección de austera y connatural cordura. ¿De dónde salieron estos actores? (Amador Arias y Benedicta Sánchez). Me sorprendió una frase al final de la película en la que ella dice algo así como que los que hacen sufrir es porque ellos mismos sufren; y fue porque la tenía anotada hacía unos meses en un cuaderno; que no tengo aquí y no puedo verificar de dónde la saqué. O que arde es una película hecha de silencios elocuentes, que basa todo su talento en la expresión de sus imágenes, y no en las palabras, reducidas a la mínima expresión. Quizá por eso, aunque suene raro decirlo así, hubo momentos en los que agradecí los subtítulos en italiano, de tan difícil que era captar lo que decían los personajes en un gallego cerrado y para sí mismos. Pero, insisto, el laconismo de esta obra es extremo, como las imágenes de un fuego que se siente al lado mismo de la butaca. Al entrar en la sala poco antes de las nueve, un numeroso grupo de estudiantes conversaba en español en la cola; y al salir —no me quedé al coloquio posterior, que empezaría pasadas las once— había ambiente en la plaza y en las calles del centro con una temperatura templada espectacular para un dieciocho de octubre de recuerdo de Carlos Doncel. Yo creo que le habría gustado mucho esta película. Me parece.



lunes, octubre 18, 2021

Carlos Doncel

© CMD
El otro día, aquí en Italia, con esa ingenuidad que nos gastamos cuando nos vienen mal dadas, escribí en mi cuaderno: «¿Qué sentido tiene que alguien que ha sanado a tanta gente se ponga malo y se muera sin que un médico como él haya podido hacer nada?». Acababa de escribirme Carmen, y me dijo que estaba muy malo, y luego puse un mensaje a Amalia, su mujer. Fue el jueves. Ayer me llamó Carmen para decirme que Carlos Doncel había muerto. No me esperaba que fuese tan rápido todo, como si pudiésemos pautar a conveniencia lo incomprensible. Me frustra estar tan lejos y no acompañar hoy a su familia y a las amigas y amigos que lo compartimos durante muchos años. Qué tristeza sin Carlos, sin su sonrisa y su buen talante siempre. Un médico de atención primaria, de los cercanos. Cuántos de los conocidos de Cáceres le deberán un favor, muchos. Casi nunca hablaba del trabajo, salvo para contar alguna anécdota, como aquella de la paciente que llevaba una semana sin ir por la consulta. O cuando recordaba su destino en Zafra. Se ha ido demasiado pronto y ahora es cuando conforta confirmar que Carlos siempre ha tenido razón en su manera de afrontar la vida, viviéndola bien y en positivo, sabiendo sacar partido a un buen guiso, a una buena película, a un concierto o una obra de teatro; disfrutando de un paseo, de un partido de rugby como médico del equipo de sus hijos, de una reunión de amigos como a la que pertenece esa foto ya antigua, de 2008, en un buche frente a la ermita del Salor en Torrequemada, con su sonrisa característica, ese carcajeo feliz que te daba confianza. Si vale la analogía, mis dos últimas imágenes de él son afirmativas de su vitalismo, y en ambas hay un carro: el que empujaba el último día que le vi en Cáceres, en el supermercado —le gustaba mucho cocinar y hacerlo con buenos productos—, cordial como siempre; y el que empujaba de su nieto y tenía puesto en su fotografía de perfil de whatsapp, viva estampa de felicidad, que es la que para mí pervive.

domingo, octubre 17, 2021

Cuaderno de Perugia (VIII)

Domingo. Hoy he ido a misa. Sin que sirva de precedente. El motivo está en el cartelito que vi uno de estos días pasados en la puerta de una de las iglesias más bonitas y más interesantes de Perugia, la de San Ercolano, que destaca por fuera, por su enclave junto a la muralla etrusca, por su planta poligonal; pero también por un interior admirable. «—Purtròppo», me dijo un señor en la puerta cuando hice esta mañana la foto al aviso; sin saber él, claro, que yo ya había estado unos cuarenta y cinco minutos dentro, porque llegué pronto y conseguí un buen sitio. «Desgraciadamente», lamentaba el simpático señor que parecía poner gestos de condolencia al mensaje de que por la evolución de los contagios de la pandemia todavía sigue vigente el cierre de la iglesia a las visitas turísticas, y que solo estará abierta exclusivamente para la misa de los domingos a las diez y media de la mañana. Así que el otro día tomé nota y hoy he disfrutado de la ceremonia, con música de órgano y cánticos bien entonados —incluido el Padrenuestro, que aquí se canta—, y con un sacerdote muy agradable que interrumpió su homilía cuando entraron tres turistas para advertirles que no estaban permitidas las visitas. Tuvo que repetirlo, y, cuando ya se fueron, se disculpó con todos porque decía que se desconcentra, que debería de estar acostumbrado después de veinte años de oficios; pero que no lo puede evitar. Yo sí que estuve todo el rato concentrado respetuosamente en la liturgia; pero sin quitar ojo a todo aquello que me rodeaba. Junto a una de las capillas laterales, la que tiene un crucifijo de madera y esculturas de, según he leído, un escultor francés, cuyo nombre italianizado es Giovanni Rinaldi Sciampagna, y que fue colaborador de Bernini, yo miraba hacia arriba, hacia la cúpula, con los frescos de Giovanni Andrea Carlone que muestran la vida de San Pablo y que tanta luz dan al sitio; o miraba hacia el altar, un sarcófago romano decorado del siglo III a. de C., desde el que hablaba un cura que parecía conocer a casi todo el mundo y que bajó para dar la comunión a todos los que la quisieron sin moverse de su sitio en los bancos. Se levantaban y ofrecían sus manos; pero no he sabido si es costumbre aquí o si se trata de una medida por la situación que vivimos. Yo seguí sentado y aproveché para seguir mirando la pequeña y preciosa iglesia que ha ocupado una parte de mi mañana de domingo.



sábado, octubre 16, 2021

Cuaderno de Perugia (VII)

En la única terraza que me apeteció sentarme la otra tarde para tomar un café me dijo el camarero: «—Chiuso», sin añadir ninguna de las muchas fórmulas de cortesía que acostumbro a escuchar diariamente. Todavía no sé bien cómo acomodar el apetito al horario; pero me extrañó la forma que tuvo de decirme que no podía atenderme. Al volver a casa, una mujer hablaba en español por el teléfono sobre una niña a la que tenía que cuidar; y fue la tercera vez que veía a los mismos tipos tomando algo en un bar que hay al final de Piazza G. Maleotti justo antes de bajar por Via Galeazzo Alessi para llegar a casa. Me cae simpática esa manera de cultivar la costumbre, como pasa en cualquier barrio de cualquier ciudad en la que siempre están los parroquianos, los habituales, los irredimibles… Voy llenando el frigorífico con todo lo que me aporta un bienestar aquí: lo básico, desde fruta o leche, hasta latas de cerveza, pistachos o huevos, que fueron los primeros que me llamaron la atención por la etiqueta de «100% italiane», que se repite en muchos anuncios televisivos sobre diversos productos. Confieso que miré el bote del gel —Felce Azzurra (Uomo)—por si también llevaba algún indicativo. Menos mal. Compro cerca de casa, y no me parece más caro que lo que gasto en España: un litro de leche 0.66 €, un par de cebollas 0.37 €, eso sí, con el cargo de dos céntimos de euro por la bolsa que cogí para pesarlo; y la prensa hoy sábado 2.50 €, tanto Il manifesto como La Repubblica, con un suplemento dedicado a elegir a la mujer italiana de 2021, y cuyo Oroscopo no tiene desperdicio en mi signo: «Piglio guerriero. Natura felina. Animo fiero. Luce negli occhi». En portada, lo de estos días: la polémica por la obligatoriedad de presentar el certificado de vacunación (green pass) para entrar a trabajar —hay demasiada gente indignada— y la manifestación de hoy en Roma contra la violencia de extrema derecha que asaltó el pasado fin de semana la sede del Cgil (Confederazione Generale Italiana del Lavoro), el sindicato más importante de aquí. Salí bien temprano de casa a hacer algo de ejercicio por estas calles y a la altura de Piazza Italia —eran las ocho de la mañana—, una de mis alumnas me saludó mientras corría con unas amigas. Qué sorpresa. Y hoy ha tocado una larga visita al MANU (Museo Archeologico Nazionale dell’Umbria). Otra lección de historia. Se me va poniendo la piel etrusca y duermo como un niño chico.

jueves, octubre 14, 2021

Cuaderno de Perugia (VI)

Una buena recomendación me hizo Luigi para volver en coche desde Pisa. Dejar autopistas y autovías y adentrarme por carreteras provinciales en el interior de la hermosa Toscana para visitar San Gimignano y la Abadía de San Galgano, un poco más al sur, camino también de Perugia. Un viaje de vuelta sin prisas, con dos estaciones exquisitas. En la carretera que lleva a San Gimignano desde Camporbiano hay una curva muy peligrosa por ser desde la que se ve un asombroso perfil en el cielo que bien puede llevarte al vacío si no estás atento. Se deja de ver por lo sinuoso del camino que llega hasta la ciudad a la que se accede en un ascensor desde el aparcamiento. Ahí ya está uno dentro de lo que vislumbró a lo lejos y resulta prodigioso. Me dejé llevar por calles y miradores y entré en el Duomo, con muy pocos visitantes a esa hora de un lunes, y quedé impresionado por los frescos que son historia en los muros. No solo lección de arte, sino —más— lección de una Historia Sagrada que se estudia cada vez menos. Hay una comparación del conjunto que forman las altas torres de esa ciudad que se repite mucho y que no me gusta, porque estas estaban antes que los rascacielos modernos que se inspiraron en esta manera de despegar del suelo y beberse el aire. Una hora y poco después llegué a un paraje alucinante en el medio del campo. San Galgano. La afluencia de turismo, supongo que en otras épocas, ha propiciado que los accesos tengan un espacioso aparcamiento, un restaurante en la parte baja del conjunto y un chiringuito muy acogedor en la zona alta del Emeterio en donde me tomé una cerveza y un panini reparadores. Todo es por razón de la existencia allí de los restos de una abadía gótica de cistercienses que no tiene techumbre y que está vinculada a la figura de un caballero, Galgano Guidotti, que dejó las armas y se hizo eremita, y dejó un vestigio real de lo que en la leyenda artúrica es la espada Excalibur. La italiana, que en algún sitio he leído que es la verdadera, está clavada en una piedra y nadie ha logrado extraer —entre otras razones, porque ahora está protegida para que nadie la toque. Le hice una foto y contribuí con cincuenta céntimos —nadie se animó a pesar de estar casi a oscuras— a que la media docena de visitantes viese iluminados los frescos de la capilla aledaña a la nave circular de la ermita. La Abbazia de San Galgano. Cuando llegué a Piazza Vittorio Veneto, mi destino, para dejar el coche, después de hacerle algo más de quinientos kilómetros, me sentí en casa, como con la labor cumplida. Y los deseos satisfechos.



martes, octubre 12, 2021

Cuaderno de Perugia (V)

«I love Pisa», me dijo este sábado el recepcionista del hotel en el que me alojé como el que no siente lo que dice. Era la clave de la conexión wi-fi por la que le había preguntado. Me hizo gracia. Nunca había estado en Pisa y consideré al programar mi estancia italiana que desde Perugia podría viajar y hacerlo con la comodidad y la libertad de movimientos que te da un coche. En dos horas y media me encontré en esa ciudad que está bastante menos poblada que la capital de la Umbria y, sin embargo, resulta mucho más bulliciosa, con mucho tránsito, sobre todo, en fin de semana. «I love Pisa too». Dicho en un tono menos frío y utilitario que el de recepción, porque, la verdad es que es una ciudad fascinante en su postal más vista de lo que llamó D’Annunzio «Campo dei Miracoli», que yo humanizaría en «prodigios»; pero con un montón de rincones y de sitios en los que la vida es la cara de la amabilidad y del bienestar, como sentarse en una terraza a tomar con un sol suave, ya cayendo, un aperol spritz en compañía de dos doctorandos extremeños que disfrutan de una estancia de tres meses en la Scuola Normale Superiore di Pisa. Lo he pasado muy bien con Marta y Carlos, que han sido muy buenos anfitriones en esta ciudad excepcional. Con ellos he visitado la Torre —he subido y he sufrido del mal de altura; por eso bajé en cuanto pude—, la Catedral, el Baptisterio, el Camposanto, y luego, fuera pero cerca de los milagros, el extraordinario Jardín Botánico y algunos lugares quizá menos visitados por el turista e incluso por los habitantes de Pisa. La Piazza dei Cavalieri merece varias miradas panorámicas por la belleza de sus edificios, entre ellos el de la Scuola Normale y su Biblioteca; y también, en estos dos días, un vistazo a los puestos de libros, de los que me he traído unos ensayos del hispanista Ezio Levi (Nella Letteratura Spagnola Contemporanea), publicados en Florencia en 1922, donde el profesor trató a autores como Unamuno, Blasco Ibáñez, Antonio de Hoyos, Concha Espina y Rufino Blanco Fombona, el venezolano del que yo no he leído nada, y tiene mucho. Y también compré una guía de Umbria por tres euros que me habría llevado el sábado que me la señaló Carlos cuando pasamos por aquella maravillosa plaza. Volví el domingo, allí seguía y la compré. De 1966, después de muchas ediciones, pertenece a una colección («Guida d’Italia del T.C.I.») que supongo muy difundida, contiene cuidados mapas y planos y está en muy buen estado de encuadernación y de papel. Parece que su publicación la promovió el «Touring Club Italiano», que es el nombre —Touring— de ese hotel en el que el recepcionista me dio la clave de internet desde un mostrador con una reproducción de la Torre de Pisa dento de una urna cilíndrica de metacrilato calzada con una cuña de madera para enderezarla, que interpreté como sutil señal de humor pisano. Cuánto he visto en poco tiempo.



viernes, octubre 08, 2021

Con alas en las manos

No sabía que la letra de la canción «Volar es para pájaros», de Hilario Camacho, era un poema de Pablo Guerrero que no he encontrado entre sus libros. Tampoco en la edición de María Josefa Guerrero Cabanillas de
Pablo Guerrero, un poeta que canta (Madrid, Editorial Verbum, 2004), que reúne buena parte de su producción poética y una abundante información bibliográfica y discográfica que incluye las canciones de Pablo en discos de otros cantantes. No he visto rastro de esta preciosa canción cantada por Hilario Camacho de un disco, creo, de 1975, que volví a escuchar el último sábado de este pasado agosto «En Radio 3», con Alberto Manzano, el escritor y productor musical, que es una de esas personas en cuyas manos pondría mis oídos para un paseo por la música de los últimos cincuenta años. Manzano dijo que Hilario Camacho era su músico español favorito y que esa canción la escribió Pablo Guerrero; y por eso me quedé con la copla. He leído casi todo lo que ha escrito Pablo, y quedé satisfecho por incluir su nombre en la historia reciente de la poesía de autores extremeños en aquella antología que publicó la Editora Regional de Extremadura de lo escrito entre 1984 y 2009 (Literatura en Extremadura. 1984-2009. I. Poesía. Editora Regional de Extremadura, 2010). En el segundo aniversario de la muerte de Hilario Camacho (1948-2006), el músico y escritor Antonio Gómez publicó un recuerdo de su amigo en el que citaba esa canción como premonitoria, porque el cantante introdujo el verso de «miro hacia el suelo y caigo» que no estaba en el poema de Pablo, más esperanzado, menos desalentado. Transcribo el poema-canción:


Hace tiempo era un niño buen cazador de nubes

y es que al cielo subía por sumas de escaleras

trepando por la hierba de luz del arco iris

o por los hilos de sol de mis cometas.


Ahora quiero volar, y sé que antes del silencio,

antes del bien y del mal, del cruel y del tirano

pasaba por el mundo sobre ángeles y cosas

un hombre libre con alas en las manos.


Ahora vuelvo a volar. Tengo unas alas blancas

con que abrazar el aire, rasgar el horizonte,

llegar hasta ciudades lejanas como sueños

y enseñarles a todos que es posible la vida.


Suben a mi ventana gritos alucinados,

chirridos de sirena arañándome entero

y gritos de «estás loco, volar es para pájaros»;

pero extiendo mis alas, miro hacia el cielo y salto,

miro hacia el suelo y caigo.


Es fácil encontrar la canción y disfrutar de ella; otra de esas brillantes demostraciones de Hilario Camacho de leer con música la poesía. Nota bene: he encontrado esa antigua fotografía de arriba en una noticia sobre el cantante y compositor granadino Raúl Alcover, en la que está con Pablo Guerrero, Joaquín Sabina, Elisa Serna, Luis Pastor e Hilario Camacho. Debe de ser de la época de «Volar es para pájaros»; quizá anterior. 

jueves, octubre 07, 2021

Cuaderno de Perugia (IV)

Hoy, después de clase, he ido a visitar la iglesia más antigua de Perugia. El Tempio di Sant’Angelo es un edificio paleocristiano de planta circular del siglo V-VI con un deambulatorio interior con dieciséis columnas romanas. Impresiona desde fuera su presencia al girar a la derecha desde Corso Giuseppe Garibaldi y verla ensanchada al final de un acceso sin casas acotado por muros bajos. El interior sobrecoge, y más, si solo hay un visitante al que he saludado desde lejos y con el que he mantenido un silencio compartido durante toda nuestra estancia en un lugar imponente. Ha llovido mucho hoy aquí, y Sant’Angelo, también conocida como Chiesa de San Michele Arcangelo, ha sido un refugio durante largo rato muy lejos de las pautas que rigen en otros lugares turísticos. Aquí no hay que pagar para disfrutar de un sitio con evidentes indicios de su culto católico actual, y el consiguiente uso por la población del barrio de la puerta más septentrional del centro histórico de la ciudad. Lluvia intensa también al volver hacia el Arco Etrusco y adentrarme en este núcleo urbano en el que cada día que pasa me manejo mejor, siempre con cuidado de no tropezar o resbalar en los peldaños de Via Sant’Erculano que me llevan a la esquina de Via Cavour en la que algunos días compro en un supermercado que me cae cerca de casa y casi sin cuestas. Hoy no he pegado ningún tique en mi cuaderno, como el lunes —el de la entrada para la Basilica di San Pietro (6 €), otra visita memorable—; pero sí he seguido anotando la música que escucho diariamente y de la que ahora solo pongo en esta entrada dos referencias, una del martes y otra de hoy, como el que ambienta los ratos de soledad que ahora gustosamente comparto: I Vespri Siciliani (Las vísperas sicilianas), de Verdi, con Martina Arroyo, Plácido Domingo y Ruggero Raimondi, entre otros, de 1973, que no recuerdo haber escuchado nunca. Y una Gold Collection de cuarenta piezas clásicas en dos discos (20 + 20) de Billie Holiday, editada en 1997. Un placer.

 

lunes, octubre 04, 2021

Cuaderno de Perugia (III)

Me ha sentado muy bien terminar de leer en Italia Arboleda. Una novela del territorio, de Esther Kinsky (Traducción de Richard Gross. Cáceres, Editorial Periférica, 2021). Comencé este delicioso libro en una clínica oftalmológica de Badajoz, en una sala de espera, como acompañante; y lo llevé conmigo durante el cómodo viaje en avión que me trajo hasta Roma para luego llegar a esta ciudad, donde lo he terminado. Quizá aquí resulte más estimulante leer un relato sobre el viaje a Italia de una mujer que ha perdido a su compañero, M., con quien habría querido visitar los lugares que ahora recorre sola sin él; pero debo confesar que en cualesquiera de las circunstancias en las que he leído estas páginas, estas han logrado envolverme en una atmósfera apacible de lectura concentrada. Con más vigorosa vinculación aquí, sin duda, con la narración de alguien que anota con sutileza lo que vive en un país como este, desde Olevano Romano o Palestrina, hasta Roma, Trieste, Tarquinia, Ravena, Codigoro o Ferrara. Puesto en la misma situación de un visitante que quiere nutrirse de lo que ve y pisa, el problema es no saber encontrar palabras tan bien dichas. Se conforma uno con alguna vacua coincidencia de una evocación de la narradora, cuando conoció la pintura de Fran Angelico, cuya Anunciación tengo en una reproducción en mi dormitorio de Perugia; o con la alusión al cantar distinto de los pájaros, cuando, mismamente ayer, yo anotaba en mi cuaderno que todavía no había escuchado casi ni uno solo de aquí piar nada, salvo el zureo de unas palomas muy invasivas que se agolpan en las inmediaciones de los coches aparcados en un viale cerca de casa. También el libro de Kinsky, que revisita tantos lugares de memoria de la muerte, es una cita literaria más que menciona la tumba romana de Keats. Me parece una prosa admirable la que me llega traducida del alemán por Richard Gross, que es la lengua de partida de esta novela. La de llegada es un disfrute sin desmayos, contenido en una disposición tripartita —Olevano, Chiavenna y Comacchio— que también es un mapa con puntos señalados de la geografía sentimental —el amante de «flying», el padre de «Lluvia»— de la narradora de este relato tan singular y tan connatural a estos mis días lejos de casa y cerca de esto. 

sábado, octubre 02, 2021

Cuaderno de Perugia (II)

Las calles de Perugia son sorprendentes. Seré uno más de los que han comparado su orografía urbana con las inquietantes carceri de Piranesi —que el jueves mostré en clase por la alusión que Alejo Carpentier hace en el prólogo a El reino de este mundo (1949), puerta de entrada a mi programita sobre una historia mínima de la novela latinoamericana del siglo XX— o con los imaginarios de Escher y su interpretación de unas estructuras espaciales que no resultan tan imposibles callejeando por esta ciudad en la que varias veces uno tiene que pararse delante de un rótulo que dice «Strada senza uscita», y aun así sentir el impulso de adentrarse hasta qué final sin salida y con un rincón peculiar, extraordinario. Aquí hay más niveles que en unos grandes almacenes, con la particularidad de que las escaleras mecánicas de numerosos tramos que te suben o te bajan de un sitio a otro forman parte del espacio público, como una acera —que, por cierto, brillan por su estrechez o ausencia— en otras ciudades. Hay mucha cuesta, y no como en lugares que conozco; más, muchas más, y con un firme irregular que se ha convertido en un hermano mayor que me advierte cada vez que salgo que tengo que andar con pies de plomo, no vaya a ser que tengamos un disgusto y dé con todo mi entusiasmo en el más ruin de los suelos. Aquí un plano es intraducible y la distancia de un punto a otro es un sentido figurado, pues lo que parece próximo o al lado está allá arriba; al lado, pero muy arriba. Trazado irregular y muy atractivo, recodos, esquinas, miradores, la coexistencia de la piedra etrusca con un verde que aún no ha tomado la intensidad propia del otoño de esta zona, como me dice Luigi Giuliani, a quien debo estar en Perugia, en su Universidad, dando clases durante mes y pico. Por cierto, hoy he leído en un libro una dedicatoria que sigue conmoviéndome: «A mis estudiantes».

viernes, octubre 01, 2021

Cuaderno de Perugia (I)

Si hiciese un cuaderno de Perugia sin pretensiones podría abrir cada uno de mis apuntes con una referencia a la música que me acompaña en mis días aquí. Gioachino Rossini, L’italiana in Algeri, con Teresa Berganza, Luigi Alva, Fernando Corena, Rolando Paverai, Giuliana Tavolaccini, Truccato Pace y Paolo Montarsolo. O Edoardo Catenario a la guitarra interpretando a Paganini en Italian Virtuoso. The Bill Evans trío, con él al piano, Eddie Gómez al bajo, Eliot Zigmund a la batería en una grabación de 1977: «I Will Say Goodbye». El día de San Miguel escuché de Jacques Boyvin, 1er libre d’orgue, el de la iglesia de Nôtre-Dame de Guibray en Falaise, tocado por Serge Schoonbroodt; y a Stranvinsky (Piano concerto), dirigido por Vladimir Ashkenazy con la Deutches Symphonie-Orchester Berlin, en 1993, con Oli Mustonen al piano y Dimitri Ashkenazy con el clarinete. Tengo la suerte —ahora escucho el extraordinario clarinete de Gabriele Mirabassi en un disco titulado Latakia Blend— de vivir en una casa en el centro histórico de esta bella y sorprendente ciudad de Perugia, capital de la Umbria italiana, que me nutre de más de dos mil discos que puedo escuchar —menos los centenares en vinilo— gracias a un reproductor Sony que suena muy bien y que está situado en este salón estudio con el único fin de dar disfrute a quienes, como yo, alquilen este hogar tan acogedor. Si hiciese un cuaderno de Perugia sin pretensión alguna también podría iniciar mis apuntaciones con una referencia a algunos de los mil y pico libros que tengo a la mano mientras escribo. Ganas me dan de catalogarlos todos, de tomar nota de cada uno de ellos, organizados como si esta estancia fuese una librería, y no una biblioteca; pues cada estante, más o menos, agrupa los volúmenes con el criterio de qué editorial los publicó: Einaudi, Adelphi, Garzanti, Sellerio Editore, Pizzoli Libri, Editori Laterza, Feltrinelli o Mondadori y sus colecciones «La Biblioteca di Repubblica» o «I Meridiani», que ocupa un lugar destacado con sus elegantes lomos. Lo pongo aquí, con un afán casi notarial, que pueda corresponder en agradecimiento a quien, sin saberlo, ha dejado bañarse en una tinaja de vino a un santo bebedor. Después de esto, salí a la calle hace ya cinco días.