sábado, agosto 29, 2020

Amazon y la tortuga


Una vez transcurridos dos meses desde la solicitud de envío, a la indignación progresiva le acompañó un permanente estado de triste contrición por comprar libros ahí. Mis excusas están alojadas en una urgencia sentimental. Lo cierto es que Amazon —cuyo nombre pronuncio en vano— acaba de enviarme un mensaje en el que sienten informarme que «debido a la falta de disponibilidad, no podemos proporcionarte los siguientes productos de tu pedido. […] Hemos cancelado el/los producto(s) y te pedimos disculpas por las molestias causadas. También nos disculpamos por el tiempo que nos ha llevado llegar a esta conclusión. Hasta hace poco, esperábamos poder conseguirte este/estos producto(s) […]» En una de mis reclamaciones, y después de recibir comunicación de Amazon —en vano pronuncio el nombre— que me aclaraba que «el envío está en un tiempo de 1 a 2 meses desde la fecha de compra», dije a Paola, pues así firmaba quien me atendió, que por qué no ponían en la publicidad de la tienda más grande del mundo esa información que tan bien nos vendría a los cándidos. Que Amazon —vuelvo a tomar el nombre en vano— no pueda conseguir un «producto», como ellos lo llaman, recientemente puesto a la venta, resulta paradójico. No hace mucho, recibí en ocho días un libro inencontrable desde una librería americana de Seattle. El caso es que la historia de este malogrado regalo se resume en indignación, en contrición y, finalmente, en cierto regocijo que me permite acordarme de la paradoja de Zenón de Elea de Aquiles y la tortuga, que sirvió a Jorge Luis Borges para regalarnos su texto «La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga», de Discusión. Así que no me arrepiento de haberme precipitado por la urgencia sentimental de hacer un regalo de cumpleaños, que había que enviar a poco más de cien kilómetros desde aquí, ya que puedo demostrar que esa distancia puedo recorrerla a pie en unas veintitrés horas, que, a razón de etapas de quince o dieciséis kilómetros al día, podría culminar en una semana. La paradoja se basa en la disputa de una carrera del gran héroe Aquiles contra una tortuga. Si Aquiles concede a la tortuga una ventaja, y suponiendo que ambos comiencen a correr a una velocidad constante, a pesar de que la tortuga recorrerá una distancia mucho más corta, cada vez que Aquiles llegue a algún lugar donde ha estado la tortuga, todavía tendrá algo de distancia que recorrer antes de que pueda alcanzarla. Así conmigo y Amazon —cuyo nombre vuelvo a pronunciar en vano—, pues nunca podrá alcanzarme en mi afán de llegar hasta la meta de entregar un modesto pero gran libro en un destino deseado. Con razón —y lo escribo a poco de leer un reportaje sobre Jeff Bezos, el dueño de eso, que dicen que es el hombre más rico del mundo—, escribió Borges que la paradoja de Zenón de Elea no solo era atentatoria a la realidad del espacio, sino «a la más invulnerable y fina del tiempo».

martes, agosto 25, 2020

Marsé y el sur

En una de las provincias andaluzas en las que no estuvo Juan Marsé cuando visitó Sevilla, Cádiz y Málaga el año en que yo nací. Aquí leí este domingo el avance del libro inédito Viaje al sur (Barcelona, Lumen, 2020), que se publica esta semana, con fotografías de Albert Ripoll Guspi, sobre aquel viaje que el autor de Últimas tardes con Teresa hizo con su amigo Antonio Pérez para recorrer ese «amor perdido» de España que fue la Andalucía retratada por el escritor. Algunas líneas de ese avance son suficientes —a la espera de recibir el jueves el libro— para comprender que habría habido razones poderosas de censura para su desautorización, si los problemas económicos de la mítica editorial El Ruedo Ibérico no hubiesen cancelado su publicación. La mejor crónica que he leído de esta obra póstuma antes de su edición es la del crítico y poeta Manuel Rico, más bien la crónica de un hallazgo anunciado en su propio blog hace ahora ocho años, como él explica. Él menciona como ejemplos de una corriente de narrativa de viajes en los años sesenta Campos de Níjar, de Juan Goytisolo, Caminando por las Hurdes (1960), de Antonio Ferres y Armando López Salinas, o el viaje por Tierra de Campos de Jesús Torbado Tierra mal bautizada (1968); y yo me he acordado también, de otro modo de una crónica como la de Juan Goytisolo de España y los españoles, que también publicó Lumen ya en otro momento histórico, en 1979.

viernes, agosto 21, 2020

Superíndice

Julia me ha enviado hoy la segunda entrega de Superíndice, un podcast ideado junto a su amigo David que están subiendo a la plataforma Spotify. Lo anuncian como una conversación sobre libros y asuntos como política, feminismo, movimientos LGTBIAQ+, sociología, semiótica…, «entre amigos que no son expertos de nada. Sin pretensiones, pero con muchas ganas de compartir y alargar el disfrute de nuestras lecturas». He gozado y aprendido mucho de las dos primeras sesiones, de aproximadamente una hora de duración, en cada una de las que uno de los dos ha ejercido de portavoz-lector, por así decir, y ha compartido con el otro las impresiones sobre un libro que es la excusa para tratar sobre temas diversos y de actualidad. Por mi trabajo gustoso, suelo tener contacto renovado cada curso con muchos jóvenes que me muestran casi siempre la parte más creativa y edificante de su mundo. Y también es verdad que en alguna de las escasas veces que voy en bus al campus he escuchado hablar a estudiantes de muy diferentes carreras sin dar crédito, espantado por el modo de expresarse, por la pobreza léxica y por los asuntos de interés; pero me gana lo que veo en las personas jóvenes más cercanas. Mis hijos, por ejemplo. Me quedo como bobo cuando escucho hablar a Pedro, o a mi sobrino Juan, que son el resultado de una buena educación basada en unos valores de tolerancia y de convicción sobre el significado de la sensibilidad que a ratos estoy convencido de que no van a perderse en las generaciones venideras. David y Julia son también un ejemplo de ello. Y a los hechos de estas dos entregas de Superíndice remito. El primero de los podcasts lo dedicaron a la lectura que él hizo de un ensayo del filósofo esloveno Slavoj Žižek (1949), Pandemia. La covid-19 estremece al mundo (Traducción de Damián Alou. Barcelona, Anagrama. Nuevos Cuadernos Anagrama, 2020), y me gustó mucho, a pesar de que se les notó algo la inquietud al lanzar lo que no sabían cómo iba a funcionar. Pero lo de hoy —lo grabaron hace días— me ha parecido como la continuación de una conversación después de años de experiencia de dos lectores que se llevan muy bien y que tienen muchas afinidades. Por la naturalidad, por la frescura, por la inteligencia, por la simpatía y la racionalidad cuando abordan algún asunto espinoso (¿espinoso?) como el lenguaje inclusivo. Esta segunda entrega la ha sostenido Julia con su lectura de la norteamericana Rebecca Solnit (1961), de su libro, del que parece que no hay aún traducción al español, Whose Story Is This? Old Conflicts, New Chapters. (Chicago, Haymarket Books, 2019). En palabras de Julia, un ensayo sobre quién tiene el poder de hacer la historia, de quién es, como sugiere el título, y sobre movimientos colectivos que intentan cambiar el estado de las cosas y que ponen de manifiesto —lo apostilla David a propósito de algo referido también a Rebecca Solnit— la colisión que hay entre la sociedad civil y la autoridad institucional que no resuelve lo que la primera se afana en subvertir o reparar. He pasado tan buen rato de este agosto que por momentos he tenido la frustración de no poder intervenir en la conversación. Bueno, los tengo cerca y puede ser fácil propiciar una ocasión de intercambio. Por ahora, me conformaré con comentar a posteriori el mucho placer que he sentido escuchándolos.

lunes, agosto 17, 2020

Manuel Arroyo-Stephens

Esta mañana he leído en la prensa la noticia de la muerte del editor y escritor Manuel Arroyo-Stephens (1945-2020), y el hecho me motiva para recuperar el apunte de una entrada que debe de estar en la antesala desde hace tres o cuatro años. El que fuera fundador de las madrileñas librería y editorial Turner protagoniza una modesta historia personal nacida de mi biblioteca. Porque hay libros que son como esos aleros altos que acumulan, sin darnos cuenta, objetos, plumas, un pájaro muerto, canicas, unos palitos... Hasta que un día subimos al tejado para limpiar y encontramos allí restos de todo lo que el tiempo ha acumulado. Las ganas de subir al alero de mi biblioteca me llegaron hace años cuando leí una entrevista que Juan Cruz publicó en El País el domingo 1 de mayo de 2016 a Arroyo Stephens, autor de Contra los franceses, un libelo Sobre la nefasta influencia que la cultura francesa ha ejercido en los países que le son vecinos y especialmente en España (Madrid, Ediciones Turner, 1980). Yo había comprado en los ochenta un ejemplar de esa edición que no llevaba firma, que se publicó como un texto anónimo. No pongo en pie la necesidad que tuve de escribir a la editorial en diciembre de 1988 pidiendo algún dato más concreto sobre el extraño libelo; pero tengo la respuesta de Manuel Arroyo-Stephens en una carta mecanografiada de 26 de diciembre de ese año que, entre otras cosas, decía: «El autor del libelo es bastante perezoso, y aunque promete y promete no entrega la segunda parte, que tantos reclaman». Suponía, me decía, que tardaría un año, más o menos, en entregar la continuación —el libelo de 1980 terminaba con un «Fin de la primera parte»—; pero que en cuanto se publicase me haría llegar un ejemplar dedicado por «el supuesto autor». Me gustó averiguar de ese modo que Arroyo-Stephens era el autor de aquel libro, cuya continuación no llegó a enviarme, y que yo compré en una edición que casi nadie cita de Ediciones del Equilibrista —de los primeros años de la década de los noventa— que añadía como novedad en portada las iniciales M.A.S. y el añadido de cinco capítulos. Mi interés por el asunto volvió cuando leí un excelente artículo —como tanto de lo suyo— de René Andioc publicado en 1994 en el Hommage à Robert Jammes, en Toulouse, en el que citaba, aunque no la había visto, la edición del Equilibrista. «Justa repulsa de inicuas acusaciones» lo tituló, tomándolo de la obra de Feijoo, y fue una defensa con más enjundia y valor que aquel inicuo libelo al que más tarde el propio autor se refirió como un texto injusto o no comprendido. La historia editorial de Contra los franceses continuó luego, pues hubo una edición francesa en Éditions Exils, de 2015 (Contre les Français. De l'influence néfaste exercée par la culture française), con las iniciales M.A.S., en traducción de Philippe Thureau-Dangin, y, en 2016, ya con el nombre completo en cubierta y portada de Manuel Arroyo-Stephens, en la editorial Elba con una ilustración en la tapa de Miquel Barceló. Merece la pena detenerse algo en la reseña de la vida de este editor que Andrea Aguilar firma hoy en El País y en la necrología de la directora editorial de Alfaguara, Pilar Álvarez, que le conoció bien.

miércoles, agosto 12, 2020

Dos libros de poemas (y II)

El primer libro de García Mera, Acercanza (Madrid, Beturia, 2014) tuvo unos maestros cercanos y visibles: Santiago Castelo, Carlos Medrano y Antonio Reseco, que, en cierto modo, siguen presentes en El contorno del eco como libro de un lector que convoca en sus poemas la música del mundo. «Epílogo», poema espléndido que lo cierra, presidido por una cita de Basilio Sánchez —hay otra en el libro de Sandra Benito—, es el epítome en heptasílabos de un poemario tripartito (I. La raíz. II. La hora. III. El canto), diverso, pero equilibrado. Un poema final en el que la raíz, la hora y el canto, en ese orden, se recogen junto con el título del libro todo en el verso: «el contorno del eco». La comparación inevitable entre esta obra y aquella primera de hace seis años encumbra a esta hasta un lugar preeminente entre lo editado en poesía en los últimos años por autores de Extremadura y a Carlos García Mera como un buen ejemplo de precoz maduración en términos literarios. Hay muchos momentos en los que detenerse en El contorno del eco que es muchos ecos, pues están los recuerdos de lo vivido y lo visto, están las personas —otra vez Santiago Castelo— y lo que han dejado, y están las lecturas y la historia, y lo que dejan. Esta última parte, la de «El canto», está llena de hallazgos, de poemas memorables por sus sugerencias y su intensidad; y agrada suponer que otros lectores elegirán otros textos igualmente favorecidos por el acierto en el decir. El de Sandra Benito es un gran primer libro, y vuelvo a ponerlo al lado de su compañero de salida porque con él representa un brillante ejemplo de cómo la poesía joven ha incorporado a su equipaje lector la tradición más cercana de la poesía española escrita por autores extremeños. Ya he citado a Basilio Sánchez, evocado en las dos obras; pero están Ángel Campos Pámpano o Álvaro Valverde, además de los mencionados, en la de García Mera; y Ada Salas, en dos poemas de la de Sandra Benito. Porque en Ciudad abierta, salvo en el «Umbral» y la «Coda», que, como sus títulos indican, abren y cierran el libro, sus treinta poemas numerados (I-XXX) van encabezados por un lema poético, con la intención de ofrecer una galería de lecturas que acompaña al propio discurrir de la autora. Esto no es un rasgo autorreferencial y menos un ademán erudito; es, en mi opinión, una seña de la humildad de una escritora que empieza, y que quiere acogerse a la sombra de algunas de las principales voces que ha leído. Y que conforma una galería de treinta epígrafes con sus veintiocho nombres —también repite José Hierro— para enmarcar una ciudad trazada imaginariamente a partir de la escritura, una ciudad también vivida realmente en la que situar las experiencias tempranas de la vida, las que todavía la están construyendo, como la familia, el amor, los primeros tanteos en la transmisión de la pasión literaria en el marco de un aula o el propio descubrimiento y la luz de la creación poética que articula temas como el tiempo, el olvido e incluso la muerte pensada a los veinticinco años. Sentido del ritmo, conciencia formal en clave de verso y de poema, y un bien afirmado bastidor simbólico en la mayoría de los textos son algunos de los argumentos de Ciudad abierta como ese primer libro luminoso que es y que ojalá le abran ámbitos distintos que vuelvan a confirmar que la Editora Regional de Extremadura acertó con apuestas así.  

martes, agosto 11, 2020

Dos libros de poemas (I)

Qué apreciable es que entre los fines implícitos de una editorial pública como la Editora Regional de Extremadura esté el dar a conocer las operas primas de autoras y autores noveles. Casi desde sus comienzos a mediados de la década de los ochenta así ha sido. Por solo hablar de la poesía, poetas como José María Cumbreño, Diego Fernández Sosa, María José Rozas, Carmen Hernández Zurbano, Francisco Pacheco Lozano, Fernando de las Heras, entre otros, si no me equivoco, publicaron sus primeros libros con el sello de la ERE. Una muestra de que esto por fortuna sigue siendo así es la publicación de Ciudad abierta (Mérida, ERE, 2019), el primer libro de poemas de Sandra Benito Fernández (Plasencia, 1992), que fue brillante alumna de Filología Hispánica en Cáceres y hoy da clases en un centro de Educación Secundaria —qué ilusión. Y, casi —pues ya publicó antes un primer libro—, el de El contorno del eco (Mérida, ERE, 2019), de Carlos García Mera (Guadalajara, 1992), poeta y guitarrista yepesiano de raíces extremeñas; pero que traigo aquí juntos por su publicación al mismo tiempo el diciembre pasado y por mi lectura de ambos a la vez. No sé si ocurre con las dos obras, pero por la nota de dedicatorias y agradecimientos que va en Ciudad abierta, se deduce que en su proceso de edición han estado implicados hasta tres responsables de la Editora Regional: Eduardo Moga, el primero en dar amparo al libro, Fran Amaya y Luis Sáez Delgado, que, como dice Sandra Benito, recogieron «el testigo». Y viene al caso del encomio de esa voluntad que siempre ha demostrado la ERE de acoger la poesía joven para que se abra paso en sus comienzos. También estos dos libros de poemas nacen hermanados, junto a la antología de José María Valverde (1926-1996) La bendición de la lluvia (Mérida, ERE, 2019), en edición de Jesús Aguado, por ser los primeros con los que la editorial recupera el diseño antiguo de su colección Poesía, «obra de Julián Rodríguez y, sin duda, un clásico contemporáneo de la tipografía», como se lee en alguna información promocional de la casa. Más elementos de relación. Seguí la videopresentación del libro de Sandra Benito el 18 de junio pasado, en la que ofició de presentador Javier Pérez Walias, pero no pude estar hasta el final, y me quedé con la curiosidad de preguntar por el colofón del libro, de si era a propuesta de ella. El colofón alude al centenario del theremín, «también música y ciudad». Hace muy poco, me encontré por San Juan a Sandra y a Antonio Rivero Machina (Podría ser peor, Hiperión, 2013; Contrafacta, La Isla de Siltolá, 2015), y pregunté; pero ella me dijo que no, que debió de ser cosa de los editores. En efecto, Luis Sáez acaba de confirmarme que se les ocurrió —María José Hernández siempre ahí— que cierta modernidad de la visión de la ciudad del libro recordaba a la estética del primer tercio del siglo XX, siglo al que algunos colofones de los últimos libros de la ERE aludieron. (El de García Mera, no, que se remonta a mil veinticinco años atrás, cuando murió Ibn Hazm de Córdoba, que habla en uno de los poemas; pero el de Valverde recoge los setenta años de la publicación de su libro La espera, de 1949). Conozco bien desde muchos años el cuidado que estos editores de lo público ponen en lo que hacen; pero se agradece que te confíen, además, que lo del theremín es un «guiño millennial, que es un poco la generación de la autora y sus posibles lectores cercanos: Sheldon Cooper tiene un theremín con el que machaca a los de The Big-Bang Theory». Por cierto, y antes de seguir en otro tramo; qué sano albedrío este de escribir sin que nadie te lo pida, sin cortapisas espacio-temporales, y de ensayar una especie de boba pirueta frente a los patrones de la reseña al uso.

domingo, agosto 09, 2020

Retal

O lo que es lo mismo, tal y tal. No he contado los «retales» que he puesto aquí. Eran esto, cositas así. «No tengo talento para nada. Tan solo inquietudes, sed de conocer, y cierta voluntad de trabajo. Ni siquiera sé explicarme», leo en un cuaderno de cuando estuve con unos amigos en Cáceres e hicimos un elogio y defensa del artículo para combatir esa costumbre de decir «estoy en Rectorado» o «voy a Diputación». Fue hace cinco años. «El Perú, el Ecuador, los Estados Unidos…» se citaron en la conversación. «Y La Codosera», dijo Luis Arroyo, que, felizmente, también estaba. Un año antes, el mayo que mi hijo cumplió diecinueve, yo estaba en París en un seminario sobre la imagen de España en Europa en el tránsito del XVIII al XIX; y acabo de leer que cené épaule d’aigneau, bien rica —así, en francés. Fue en un cuaderno antiguo, que me trae muchos recuerdos y ocurrencias como aquella del «producto anterior bruto», que me gustaría registrar como propia. Otro apunte recoge lo de «abastado de bienes» de Fray Luis de León, y no precisamente materiales, que es lo que yo valoro y anhelo. Para otras apuntaciones próximas ando rebuscando en lo escrito y han surgido estas naderías. La fotografía de Dmitri Shostakóvich es por la música que escucho.

viernes, agosto 07, 2020

Homenaje a Víctor Infantes (y III)

 Ya he mencionado la sección que recoge algo tan querido por el profesor homenajeado como las curiosidades bibliográficas, que añaden al «manogito» un libro de rezos «para uso proletario» que se le escapó a Moñino, a Askins y a Infantes (ahí es nada) —en el artículo sabio y divertido de Carlos Clavería Laguarda—, unos poemas inéditos y otros dispersos de Blas de Otero — en el de Lucía Montejo Gurruchaga—, y la historia editorial de un librito licencioso decimonónico —que hace Álvaro Piquero. Cierra los tramos académicos un «Jardín de letras ilustradas», que representa la vigencia a través de siglos que Víctor Infantes personalizó en sus intereses de lo que el llorado Rafael de Cózar, que murió por sus libros, historió como «formas de ingenio literario», desde la emblemática a la poesía experimental contemporánea. Por eso, creo que no desentona una reseña de un libro objeto tan único como El peso de la ausencia, de Antonio Gómez (1951), que sitúa a Víctor Infantes a finales de la década de los setenta y en los ochenta ya ávido de poesía visual, junto a otras aportaciones como la de María del Rosario Aguilar Perdomo, que se fija en cómo un texto literario —el poema en estancias Descripción de Buenavista, de Baltasar Elisio de Medinilla (1585-1620)— recrea el espacio antiguo de ese cigarral toledano; o junto a lo que propone Ignacio García Aguilar, que comenta imágenes y notas al margen de la novela Historia del Huérfano (1621), que había llamado la atención de Rodríguez-Moñino; o, finalmente, lo que Mª Carmen Marín Pina, Ana Martínez Pereira e Inmaculada Osuna escriben sobre las ilustraciones de una obra caballeresca, sobre el programa emblemático en la Santa Casa da Misericórdia de Oporto, y sobre la poesía muda en carteles del siglo XVII, respectivamente. Fascinante, como todo lo que llamaba la atención del estudioso de las Danzas de la Muerte y del editor anónimo y clandestino de los Sonetos del amor oscuro de Lorca en 1983. Ya he mencionado la sección creativa «Ingenios» y el álbum de fotografías, pero la guinda está en la escultura recortable de José Casanova —con la colaboración caligráfica de Víctor Infantes— que va encartada al final del libro: El burladero (Escultura recortable), que el escultor, buen amigo de Víctor, creó en 1990. Un amante de los libros, cohacedor de muchos buenos, poseedor de tanto raro y exquisito, merecía un libro así que considero que es una de las ediciones más imponentes en lo que va de este año con uve de «virus», pero también y por fortuna, con la uve de Víctor.

Homenaje a Víctor Infantes (II)

 «Ya sé que manojito lleva jota, pero creo que a Víctor le habría gustado que lo escribiera a la manera áurea» (pág. 207). Así dice la primera nota del artículo de Francisco Mendoza Díaz-Maroto («Un manogito de pliegos con pedigrí») incluido en la sección de «Curiosidades bibliográficas» y que va firmado por alguien que se autodenomina «bibliofilógrafo», que designa, según el propio Mendoza, al bibliófilo que describe sus propios ejemplares. Menciono esta nota como muestra de uno de los rasgos de este volumen lleno de relieves de erudición (El arte de la memoria. Homenaje a Víctor Infantes. Ed. de Ana Martínez Pereira. Madrid, Visor Libros, 2020): su cordialidad, en toda su hondura etimológica, como recuerdo muy presente del amigo y compañero. Entre los veintitrés trabajos científicos que nutren las cinco primeras secciones —la sexta antes del álbum, «Ingenios», recoge textos, fotografías y poemas visuales de familiares y amigos— son numerosos los que contienen algún guiño cómplice, una alusión afectuosa o una anécdota significativa, y, sin duda, en la inmensa mayoría Víctor Infantes está presente como autor en la información bibliográfica, pues, como ya se ha dicho, cada una de las divisiones del conjunto representa una de las parcelas de la historia literaria y libraria por las que se interesó y en las que trabajó. «Ad lectorem» es el pórtico con el que la editora abre este volumen, con una frase que justifica el título del libro: «La memoria define a Víctor Infantes». Sigue la semblanza o recorrido bio-bibliográfico que escribe Ana Martínez Pereira en un ejercicio de difícil síntesis sobre una tan vastísima producción que «provoca vértigo» (pág. 12) y sus muchas actividades organizativas y colaborativas en el ámbito de la filología. Y entre esos paratextos cordiales que reciben al lector está una carta —«Querido Víctor»— de Luis Alberto de Cuenca, fechada el 29 de septiembre de 2018, que parece como si impregnase o contagiase de amicitia el resto de colaboraciones, por muy especializadas y concretas que sean. Que lo son. Julián Martín Abad vuelve a dar una lección sobre la tipología aplicable a los impresos antiguos, en la sección «Hacedores del libro» en la que Emilio Blanco habla sobre los manuales de confesores y Manuel José Pedraza Gracia trata la impresión de efímeros en el XVI. Con buen criterio, el primero de los trabajos científicos —sobre un egotexto del XVII de una inglesa convertida al catolicismo— es el de Nieves Baranda, en cuya primera línea aparece Víctor Infantes, proponiendo ese rasgo de humanidad al que antes me refería que recorre todo el homenaje. Que está en el introito del artículo de Giuseppe Di Stefano que edita y filia un pliego suelto; y está igualmente en la carta-artículo de Juan-Carlos Conde sobre «un texto político ignorado del siglo XVII», y también en el último trabajo de esa sección «Taller de edición», que cierra Jacobo Sanz Hermida con la edición de una versión desconocida de una mascarada de Salamanca. Está, cómo no, en las palabras y el sentir del trabajo que firma Pedro Ruiz Pérez («Otorgar la vida a las letras: memoria bibliográfica y construcción autorial en la Biblioteca de Pellicer»), uno de los seis de la parte de «Gabinetes áureos», con las contribuciones de Esther Borrego —sobre la trasmisión oral y escrita de la historia de una imagen, la de la Virgen del Tránsito de Zamora—, de José Adriano de Freitas Carvalho —«Revendo bibliotecas, catálogos e inventários: as edicões dos Exercicios divinos revelados de Nicolás Eschio em Espanha e Portugal, 1554-1787»—, de Juan Montero —que da noticia de un manuscrito autógrafo de finales del siglo XVII que son las notas de «un lector curioso» llamado Juan Antonio Rico de la Mata—, de Blanca Periñán —que transcribe y traduce un soneto italiano «Alla charta» que es un elogio del papel con el que la profesora recuerda a Infantes—, y de Juan Miguel Valero Moreno —que escribe sobre El licenciado Vidriera, y también introduce su texto con un guiño (parentético) a V.I. 

jueves, agosto 06, 2020

Vacaciones

06:15. Me despierta una conversación áspera y alcohólica de una pareja vecina. Suena de fondo alguna versión de «Stand by Me», como si saliese de una pantalla. 06:39. No puedo seguir durmiendo. Dan demasiadas voces, y no es la primera vez. Alguna mañana otro vecino sufriente me ha preguntado por lo de la noche anterior de una forma que ha hecho que me sienta como si me hubiese perdido un episodio crucial de una serie favorita. De terror. 07:05. Renuncio al aire mañanero casi ya caliente que entra desde la calle y cierro las ventanas. Es 6 de agosto. 08:30. Como no pongo el despertador y el climalit es un invento, me he quedado un rato dormido. Todo en calma ya, y el despertar de la calle con su barrendero, con sus perros y con sus furgones de reparto me dan la vida; aunque me arrepiento de no haberme calzado las zapatillas y no haber ido a caminar temprano cuando los vecinos me despertaron con ese «Stand by Me» que libera me, Domine. 10:45. Me preparo para salir. Mi mascarilla, mi sombrero, lo propio, y un libro que quiero dar a un conocido que sé que siempre espera a las puertas de la iglesia a un familiar que oye misa todos los días. 11:00. Mis primeros buenos días son tardíos. Como tantas mañanas, son para B.: «Me llevo El País». 11:10. Primera conversación, con las hermanas M., a las que he comprado unos bolígrafos. Sobre las anuladas vacaciones en Navarra y a orillas del Duero. 11:20. Al salir de la papelería veo al conocido que va a la puerta de la iglesia. Le doy el libro y quedamos en vernos la próxima semana. 11:40. Paso por el súper y en la puerta una señora le dice a su perra «Tú aquí quieta, conmigo». Y me acuerdo del «Stand by Me». 12:00. Leo Maluco (Barcelona, Seix Barral, 1990), del uruguayo Napoleón Baccino Ponce de León, que cada vez me gusta más; porque no es una novela histórica sobre la expedición de Magallanes que relata un bufón que escribe al mismísimo emperador. 13:07. Paro para escribir a la Biblioteca Nacional porque hay un error en la referencia de las Obras escogidas de Bécquer que prologaron los hermanos Álvarez Quintero. No puede ser de 1868. Es otra que publicó Fernando Fe con la CIAP en 1912, que también tienen. Me sonrío porque todo está relacionado con mi conocido que espera a la puerta de la iglesia todas las mañanas. 15:17. No es lo que parece. Me lo digo cuando veo dos botellas, una de blanco y otra de tinto, al recoger la mesa. Los culines que quedaban. 18.10. Escucho a Camarón mientras cumplimento un impreso con mis datos para un encargo de septiembre. Hay que adjuntar una foto. 19:45. Llaman a la puerta. Es arriba. No han llamado desde la calle. Podría ser el único vecino que sé que sigue por aquí estos días, o cualquiera que haya subido porque esté el portón abierto. Abro, y una mujer me pregunta si está la señora de la casa. Le respondo que la señora de la casa soy yo. Sonríe, se disculpa y empieza a bajar la escalera. Le digo: «Stand by Me». «No —me dice—, está bien, está bien». Y se ha ido.

martes, agosto 04, 2020

Cómo viajar con un salmón

El sábado pasado, en su sección de «Sillón de orejas» de Babelia, Manuel Rodríguez Rivero cerraba su artículo «Ensoñaciones del paseante cabreado» con una recomendación de este libro de Umberto Eco: Cómo viajar con un salmón. Traducción del italiano de Helena Lozano. Barcelona, Lumen, 2020. Decía: «Si quieren pasárselo bien leyendo reflexiones atinadas y repletas de humor sobre las mitologías contemporáneas (en el sentido de Barthes) y los gestos cotidianos, no se pierdan la recopilación de artículos Cómo viajar con un salmón, que contiene las mejores piezas breves que el añorado Umberto Eco publicaba semanalmente en L’Espresso. Algunas como «Cómo reconocer una película porno» o «Cómo justificar una biblioteca privada» constituyen pequeñas obras maestras». Lo suscribo. Porque fue leer la recomendación y pedir el libro, que me llegó muy temprano esta mañana y que ya he leído; que para eso estoy de vacaciones, y me puedo permitir hacer un receso en la lectura de una novela histórica sobre la que tengo que escribir, en la de un ensayo biográfico sobre Moratín, o en la de un artículo de un reciente alumno que espera mi respuesta. Puedo permitirme volver a quedarme en el año 1876 de la vida de Galdós (Yolanda Arencibia), cuando apareció Doña Perfecta por entregas en la Revista de España, y prolongar el saboreo de un par de libros de poemas de quienes no han cumplido aún los treinta. Ítem más; no he podido dejar de leer bien en la prensa la noticia del día a toda plana: «Juan Carlos I abandona España». Qué inmenso vórtice de tristeza, preocupación, indignación y de regocijo histórico por esas tradiciones —que diría mi hermano JM— de la realeza española. No he podido evitar buscar entre los cuarenta y cinco textos del libro de Eco uno que se acomode a la situación. Sólo algunos de los títulos —no los textos— podrían acercarse; por ejemplo, «Cómo elegir un trabajo rentable», o «Cómo salir en los medios aunque no seamos nadie». El primero, como también «Cómo hablar de los animales» o «Cómo no usar el fax», se había publicado en España en la edición de Segundo diario mínimo (Barcelona, Lumen, 1994) de Umberto Eco. Todos, o casi todos, provienen de los artículos escritos por el piamontés en la sección «La Bustina di Minerva» en la revista L’Espresso. De la compra de un salmón en Estocolmo hasta la factura de un hotel en Londres, estas breves crónicas de lo cotidiano y de la trascendente irrelevancia, me han recordado un video que ahora no sé si recibí durante el confinamiento en el que la cámara seguía al autor de El nombre de la rosa por la biblioteca de su casa durante casi minuto y medio. Fascinante, porque cuenta Eco en su justificación de su biblioteca privada algo que resulta incontestable: que hay quienes conciben las estanterías como depósitos de libros leídos y quienes concebimos nuestra biblioteca como instrumento de trabajo. Por eso Eco reflexiona en un capítulo brillante sobre esa pregunta de ese propio que se sorprende cuando llega a tu casa y dice: «¡Cuántos libros! ¿Los ha leído todos?» (pág. 148). Tenía razón Rodríguez Rivero, porque me lo he pasado pipa leyendo este libro, que tiene piezas maestras. Por cierto, no sé si será el calor o la medicación, pero lo he leído entero con acento argentino.

lunes, agosto 03, 2020

Sin ellas no hay nosotras

La buena noticia de que un ejemplar de este libro que envié como regalo ha llegado a su destino me mueve a publicar esta nota ya prevista sobre esta estupenda nueva propuesta de la editorial La Moderna. Es otro de los libros afectados por la pandemia; como tantos y como todo. Tengo un mensaje telefónico de David Matías (La Moderna) en el que anunciaba a finales de 2019 el comienzo de la cuenta atrás para que saliese a la calle un proyecto para el que habían pedido apoyo a muchas personas por el procedimiento tan de siempre, que a mí me gusta tanto, de la suscripción popular, y que ahora tiene un nombre en inglés mucho menos humilde y más codicioso. El libro muestra como fecha de edición la de abril de 2020 y de finales de mayo es otro mensaje para anunciarme el envío, en el que llegó también un sorprendente Los cementerios vacíos, de Alberto Torres Blandina (Galisteo, La Moderna, 2019), que recogí en la Facultad por aquellos días. Sin ellas no hay nosotras. Mujeres españolas que han hecho historia (Galisteo, La Moderna, 2020), de Marta Fornes, es un libro muy especial. Primero, por necesario. Y decir esto es lamentable. Porque si todavía hay que visibilizar a las mujeres que han hecho y hacen historia es porque habrá otros que no quieren verlo. También es especial por la cantidad de historias a las que Marta Fornes invita, con breves y atractivas semblanzas, a indagar y a conocer. Y especial también porque este libro es todo un manifiesto de que nosotras y nosotros no somos sin ellas. Sin Concepción Arenal (1820-1893), visitadora de cárceles, escritora y pionera del feminismo español, ilustrada en el libro por Tres Voltes Rebel; sin Clara Campoamor (1888-1972), abogada, política y defensora de los derechos de la mujer, a la que dibuja Ester García; sin la actriz Margarita Xirgu (1888-1969), ilustrada por Belén Segarra; sin la leonesa Ángela Ruiz Robles (1895-1975), una maestra, el oficio más noble, que inventó algo tan visionario como la Enciclopedia mecánica, y que retrata María Polán; sin María Moliner (1900-1983), lexicógrafa, santa laica para este estudiante de filología que empezó en los ochenta, ilustrada por Sara Paint; sin la pintora Maruja Mallo (1902-1995), que ilustra Gala Fiz; sin María Zambrano (1904-1991), ilustrada por Virginia Rivas, y de la que Marta Fornes recuerda su epitafio en el cementerio de Málaga: «Surge, amica mea, et veni», del Cantar de Cantares; sin la escritora Luisa Carnés (1905-1964), a quien hay que leer, y a quien ilustra María Solana; sin Federica Montseny (1905-1994), sindicalista anarquista, Ministra de Sanidad y Asistencia Social, que dibuja María Solana; sin la periodista Josefina Carabias (1908-1980), ilustrada por Loidi Beltrán; sin ese «modelo de mujer del futuro» que así se presenta en este libro a Hildegart Rodríguez Carballeira (1914-1933), ilustrada por Silvia Bezos, y sin su madre, Aurora Rodríguez, la creadora de una estatua que ella misma destruyó; sin Gloria Fuertes (1917-1988), poeta de guardia, por Tres Voltes Rebel; sin Joana Biarnés, fotoperiodista silenciada durante mucho, nacida en 1935 y muerta hace solo año y medio, en diciembre de 2018, y a quien yo conocía por haber sido abucheada en un estadio de fútbol. La dibuja Laura Ávila. Tampoco somos sin Josefina Castellví (1935), oceanógrafa, a quien ilustra Ester García; sin Purita Campos (1937-2019), ilustradora de cómic —la primera en la editorial Bruguera—, que me ha recordado a mi hija Julia y que está dibujada por Laura Vivancos; sin la asturiana Margarita Salas (1938-2019), otra pérdida reciente, académica de la RAE, bioquímica, ilustrada por María Polán; sin Pilar Miró, directora de cine (1940-1997), que ilustra Virgina Rivas; sin Ana María Prieto (1942-2018), la primera mujer programadora informática de España, dibujada por Laura Ávila; sin Rocío Jurado (1946-2006), la cantante, a quien me sorprende ver aquí, pero también me alegra ver retratada por Silvia Bezos y, sobre todo, recordada por su arte y sus respuestas; sin la pilota de avión Bettina Kadner (1946), con su ilustradora Ana Solana; sin la cocinera Carme Ruscalleda (1952), dibujada por Ana Oncina; con Maite Ruiz de Austri (1959), directora de cine de animación, que ilustra con originalidad Ana Solana; sin Gema Hassen-Bey (1967), esgrimista paralímpica que demuestra hasta dónde puede llegar a moverte una silla de ruedas y que «no hay discapacidades sino capacidades diferentes», dibujada por Mya Pagán; sin Balba Camino (1971), pilota de automovilismo, que ilustra Mayte Alvarado, que también lo hace con Tamara Rojo (1974), la bailarina, sin la que tampoco seríamos. En fin, sin Guru, María José Jiménez Cortiñas (1976), trabajadora social y presidenta de la Asociación de Gitanas Feministas por la Diversidad, que retrata Mya Pagán en este libro extraordinario; sin Myriam Barros Grosso (1978), una uruguaya de Montevideo que es camarera de piso y activista, a la que dibuja Gala Fiz con la camiseta de la asociación «Las Kellys», que es toda una historia —que cuenta en parte Marta Fornes—; sin la creativa de publicidad Eva Santos (1980), que ilustra Ana Oncina; sin la conocida —más, sin duda, que María Moliner— Mireia Belmonte (1990), la nadadora olímpica, que cierra con la rapera, poeta y politóloga Gata Cattana (1991-2017). A cada una, respectivamente, las dibujan Laura Vivancos y Loidi Beltrán. Pero a Gata Cattana, que se llamaba Ana Isabel García Llorente, Marta Fornes ha querido reservarle un espacio final que es un homenaje en un libro de mujeres que han hecho historia, como para recordarnos que ella, que esa joven rapera, hizo la suya con veinticinco años, antes de morir de un «shock anafiláctico severo». Muestro la cubierta del libro, con siete de las treinta mujeres en una ilustración de la menos citada de todas las ilustradoras: María Paredes Espinosa.

domingo, agosto 02, 2020

Homenaje a Víctor Infantes (I)

Escribe Ana Martínez Pereira en la última sección dedicada a reseñas, homenajes y recuerdos de la espléndida Bibliografía completa de Víctor Infantes (Madrid, Visor Libros, 2020, 122 págs.) que en Pura Tura han aparecido cerca de treinta entradas sobre libros de V.I., y me ha hecho el honor de reproducir una del 30 de septiembre de 2011 sobre Aurea Bibliographica. Es esta. La Bibliografía completa de Víctor Infantes es la deliciosa guarnición del plato principal de un tributo que lleva por título El arte de la memoria. Homenaje a Víctor Infantes. Ed. de Ana Martínez Pereira (Madrid, Visor Libros, 2020, 434 págs.), que ha sido uno de los libros afectados por la peste de la Covid-19. El colofón de la Bibliografía lleva la fecha del 12 de marzo de 2020, y el del homenaje la del 21 de marzo. Yo suelo decir que los colofones siempre mienten, cuando, por ejemplo, quieren reflejar una fecha señalada, como el aniversario de la proclamación de la Segunda República o la onomástica del autor del que se trate; y se sabe que, lógicamente, las imprentas no pueden ajustar el acabado final a la data simbólica. Tenía que ser en el libro de un amante, de un curioso y de un sabio de los libros que esto fuese otra curiosidad. Por eso creo que estos colofones añaden más significado a esta obra, empeño personal de Ana Martínez Pereira y resultado colectivo de una treintena de personas, entre colegas, amigos y familiares. El 5 de marzo, esta filóloga, profesora de la Complutense, enviaba la tarjeta de invitación a la presentación de El arte de la memoria, que iba a celebrarse el 26 de marzo en la Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla de la calle Noviciado de Madrid. Cinco días después, Ana escribía que, por razones obvias, tenía que posponerse el acto, al menos, al 22 de mayo; pero lo único que ella pudo confirmar fue que la edición había quedado confinada con «cuerpo y existencia física palpable, visible», y que ya había recibido algunos ejemplares y que nos haría llegar pronto el nuestro. Lo hizo a finales de mayo. Mi ejemplar llegó la tarde del jueves 28 de mayo, ya que Ana Martínez Pereira tuvo a bien incluirme entre los colaboradores invitados a participar en el libro. Sin ser amigos de largo, Víctor Infantes siempre me mostró una comprensión y una confianza extraordinarias; sin haber sido mi maestro académico, me enseñó lo que no está escrito; e incluso compartimos tareas conjuntas y alguna que otra publicación. Un privilegio. Con un perfil intelectual y académico tan interesante y diverso, el homenaje impreso debía recorrer las más frecuentadas de las muchas áreas a las que V.I. se asomó como investigador y como lector, y por eso este volumen se articula tan ricamente en seis apartados: «Taller de edición», «Gabinetes áureos», «Curiosidades bibliográficas», «Hacedores del libro», «Jardín de letras ilustradas» e «Ingenios», cuya rotulación evidencia los contenidos sobre literatura medieval y del Siglo de Oro, edición y crítica textual, bibliografía, imprenta e historia del libro, relaciones entre texto e imagen y literatura de creación, que ocupan el grueso de este libro bellamente editado y que me permitirán extenderme en otras entregas de esta reseña.

sábado, agosto 01, 2020

En el Helga de Alvear

Este jueves treinta, del ya liquidado julio, una treintena de Amigos del Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear participamos en una visita guiada privada al nuevo edificio de lo que pronto se llamará Museo de Arte Contemporáneo Helga de Alvear de Cáceres. Desde las siete de la tarde hasta las nueve; y extraordinariamente bien guiados por María Jesús Ávila, coordinadora del Centro, y por Miguel Madera, arquitecto y coordinador técnico para la Fundación del nuevo proyecto del edificio ideado por Emilio Tuñón y que el Colegio Oficial de Arquitectos de Extremadura ha propuesto como candidatura al Premio «Mies van der Rohe» de 2021. Nos lo enseñaron como el que muestra satisfecho su casa, incluyendo el relato de todas las dificultades y problemas que han tenido que superarse en los cuatro años y pico que han durado las obras, con la explicación del uso y del significado de cada espacio, algunos de los cuales, como las grandes salas, nos presentaron el jueves una vista única que cambiará una vez que esos espacios sean panelados para mostrar la colección. Me acordé de Julián Rodríguez y de Antonio Franco. El primero habría vivido todo como una especie de recuperación culminante de una geografía urbana sentimental. Puerta de Mérida, Fuente Nueva, Gallegos o Pizarro son calles llenas de sus vivencias y aventuras, desde aquel mítico café-bar «La Torre de Babel» —que ha quedado dentro de su querido Centro—, pasando por «La Galería Nacional de Praga», su restaurante «Gabriel Bocángel», o, más reciente, su galería «Casa sin fin». Antonio habría disfrutado con sana envidia la posibilidad de integración en una zona urbana de Cáceres nada agraciada —como pasó, pero a medias, con el MEIAC en Badajoz hace años—, de un espacio tan impresionante como el que sin duda va a trasformar un entorno para mí tan cercano. No más de doscientos pasos dista el umbral de mi casa del Museo, y será fascinante entrar en él y sentirse en otro sitio, casi en otra ciudad, en una dimensión cultural distinta. O, simplemente, cruzarlo para que ir al otro lado a hacer un recado sea el gesto reivindicativo de un espacio propio.