domingo, febrero 27, 2022

Guerra y tanques

Será síntoma de la incapacidad de abstraerse de este ambiente terrible por lo que sucede lejos de aquí —o cerca, quién sabe. «Ucrania planta cara a Putin» titula a toda plana hoy El País sobre una fotografía de un niño aupado por su madre a la ventanilla de un tren en el que huyen de Kiev hacia la frontera con Polonia. El otro día tratamos en clase algunos poemas del libro de guerra de César Vallejo, España, aparta de mí este cáliz (1939), con los que dejamos cerrada la lectura de la obra del poeta peruano de Santiago de Chuco. Nos paramos en el sobrecogedor «Masa»; pero también en el extenso «Himno a los voluntarios de la República», por algunas referencias históricas y literarias. Vallejo menciona en su poema a Coll («el paladín en cuyo asalto cartesiano/tuvo un sudor de nube el paso llano»), el mallorquín Antonio Coll, el «cazador de tanques» —destruyó con granadas de mano varios blindados durante la defensa de Madrid en noviembre de 1936—, un militante de las juventudes de Esquerra Republicana voluntario de las Milicias Populares al comenzar la Guerra Civil; y cuyas acciones individuales contra los inexpugnables tanques que le dieron fama me recordaron algunas imágenes de películas bélicas. Pero ese día no puse en pie una que recordaba haber visto hacía algunos años. Fue antes de que Rusia lanzase su ofensiva contra Ucrania, y ayer, por una columna de Jacinto Antón en El País, «Guerra de tanques en la sala de exposiciones», en la que reseñaba la exposición Brothers in Arms en el National Army Museum de Londres (Chelsea), di con la referencia precisa que yo quería recordar. La película Corazones de acero, dirigida por David Ayer en 2014 con Brad Pitt como protagonista. Espero que ya no se me olvide ampliar mi nota al pie sobre Coll en el poema de Vallejo con la alusión a la escena en la que un soldado alemán logra colar dos granadas en el interior de un Sherman M4A3E8 llamado «Fury», que fue el título original de aquella película. En otra ocasión comentaré los versos «(Todo acto o voz genial viene del pueblo/y va hacia él, de frente o transmitidos/por incesantes briznas, por el humo rosado/de amargas contraseñas sin fortuna)». De alguien que representa a todos aquellos que aún tienen vigentes sus creencias personales, Vallejo.

sábado, febrero 26, 2022

Diarios de Zweig

Dejo lo que estoy leyendo y encuentro este hueco para escribir sobre un libro —los Diarios de Stefan Zweig— que me regaló por mi cumpleaños M. Lo abordé por los tramos en que está compuesta la magnífica edición de Knut Beck, con el prefacio de Mauricio Wiesenthal («Memorial Zweig») y la traducción de Teresa Ruiz Rosas (Barcelona, Acantilado, 2021): el diario de septiembre de 1912 a la primavera de 1914, luego el de los dos primeros años de la Gran Guerra (1914 y 1915), y a continuación su estadía en Suiza con una licencia del servicio militar hasta justo el final de esa guerra en noviembre de 1918 que percibió, en lugar de con alegría, con «esta inquietud sofocante, el horror ante todo lo que se avecina» (pág. 381), sobre lo que insistió en su última anotación de ese tramo: «Ya han pasado tantas cosas y quedan tantas por pasar… Uno ya no da más de sí. Al menos yo consumo la mitad de mis fuerzas pensando en los espantosos escenarios que se avecinan, en que el odio entre clases y estamentos inundará el mundo» (pág. 382). Después, el volumen sigue con las anotaciones de diario de los primeros años treinta, con los apuntes de Nueva York, sus viajes a Londres (1935) o a Brasil (1936), llenos de señales de fascinación. Todo acaba en otro desastre, la Segunda Guerra Mundial, con los cuadernos de 1939 y 1940, en los que es cronista de la tragedia desde la ciudad inglesa de Bath, desde donde anota las penalidades de Freud, ya muy enfermo, y su muerte, junto a su lamento por una situación en la que «están en juego acontecimientos de un alcance impredecible» (pág. 494). Son las páginas —el libro entero de quien vivió dos guerras mundiales— que recuerdo ahora por culpa de lo que trae la prensa del día: «La batalla de Kiev. Las tropas rusas asedian la capital ucrania […]». Stefan Zweig escribió el jueves 23 de mayo de 1940: «Los alemanes siguen avanzando y ya están en las puertas de Boulogne» (pág. 493). Qué turbadoras son siempre las comparaciones de resultas de la historia.

miércoles, febrero 23, 2022

Sacrificios humanos

Volví al número doble 859-860 de la revista Ínsula de julio-agosto de 2018, dedicado a «La novísima literatura latinoamericana (2001-2015)», para volver a preguntarme cómo es posible abarcar en poco más de medio centenar de páginas, aunque sea a dos columnas, algo tan vasto y tan complejo como la producción literaria en español de tantos países del ámbito iberoamericano. No comprendí muy bien, por tantas referencias a estudios teóricos que no he leído, lo que escribió en la presentación Ana Gallego Cuiñas, que basó su método en campos regionales que en ese momento excluyeron a Ecuador, Bolivia y Panamá. Como si tuviesen que ver sus literaturas con las de Cuba o Argentina, con las de Venezuela o Colombia. Tenía razón Ana Gallego Cuiñas cuando anotaba sobre la «(sobre)exposición del escritor, la performance permanente, la extensión de su espacio virtual, etc., que pareciera suplantar a la obra. Los escritores devienen en franquicias en las que deben (re)producir, de manera más o menos sostenida, obra y espectáculo» (pág. 4a). Nada de literatura real, pues; y nada específico de lo latinoamericano. Todo lo contrario a lo que me movió a releer ese monográfico de tan amplio espectro, por fijarme en un minúsculo caso de una literatura más novísima aún que aquella «novísima literatura latinoamericana (2001-2015)». Una manera de llamar la atención sobre lo que realmente hace la historia literaria, el ejemplo pequeño, el texto sin excesiva exposición, sin más performance que la lectura que uno hace en su casa cuando le llega recomendado —o no— un libro a las manos. Sacrificios humanos, de María Fernanda Ampuero (Guayaquil, Ecuador, 1971), publicado por Páginas de Espuma en marzo de 2021. Son doce relatos, algunos muy breves, que orbitan sobre la violencia, que es lo que se destaca de una más de «las voces imprescindibles de la literatura latinoamericana actual», en ese lenguaje tan de solapa de promoción que de tanto repetir la excelencia y lo superlativo hace dudar. Es casi inevitable que la notoriedad de un libro nos venga por su argumento o los asuntos que trata. Así son las etiquetas de novela histórica, feminista o gótica. O tantas otras. Encasillan de un modo tan estricto que se oculta la verdadera singularidad de todo texto con la intención artística de un acto de lenguaje. En el caso de este volumen, es cierto que se impone una historia digna por tremenda para formar parte de un libro; pero conviene llamar la atención sobre la manera en que están escritas esas historias tan fuertes. Rotundamente cierta es la violencia y el terror que contienen los relatos de la humillación de una mujer inmigrante, de la brutalidad de un marido, de la vivencia cotidiana de las débiles… «¿Cuánto tiempo hay que fingir que todo está bien hasta reconocer que estás infinitamente jodida y que lo sabes? ¿Cuánto debes esperar hasta intentar alcanzar un cenicero, un atizador, un florero para estampárselo en la cabeza? ¿Cuánto de prudencia puede demostrar un animal amenazado? ¿Y una mujer?» (pág. 21).  Desde ese primer relato, «Biografía», fui subrayando lo que me conmovió, que fue cómo lo expresaba Ampuero, y no lo que decía. Otro testimonio más de lo tremendo: «Una mujer no debería de llorar de miedo cada vez que su hombre se mete en la cama» (pág. 133). A esas alturas, en el penúltimo relato —«Lorena»—, el lector ya está inmerso en una atmósfera terrorífica; sin embargo, lo verdaderamente destacable es la brillantez con la que la autora narra el terror, el terror cotidiano de las miserables, de las débiles. María Fernanda Ampuero, que merece figurar en cualquier vacua por urgente revisión de la ultimísima literatura latinoamericana, logra esto con una suerte de lenguaje admirable, en donde los afanes formales, desde la estructura del cuento hasta la selección de palabras y, por supuesto, su colocación en la frase, explican que al lector le afecten asuntos tan brutales servidos en una prosa tajante y cautivadora. Provocar en el lector un estremecimiento tiene su técnica; y María Fernanda Ampuero demuestra conocerla.



martes, febrero 15, 2022

Hervaciana

Cuando leí en el capítulo 12 de este libro «un ejercicio de la memoria» (pág. 236), ya tenía anotado algo casi igual para un posible título de una entrada aquí. Exactamente, «un brillante ejercicio de memoria» es como se me ocurrió calificar las narraciones reunidas por Gonzalo Hidalgo Bayal en su nuevo título, Hervaciana (Barcelona, Tusquets Editores. Colección Andanzas, 996. 2021). Como quizá tendría que explicar que no es estrictamente eso —aunque sí estrictamente «brillante»—, y por si el lector interpretaba que el yo narrador es el del autor histórico, propongo un rótulo referencial sin nada especulativo. «Hervaciana», pues. De esta manera me reafirmo en lo que dije hace un tiempo sobre que «cada vez me preocupa menos saber si en sus novelas hay un hecho biográfico o no lo hay; pues lo que vale es la pura ficción y el afán narrativo […]. La verdad es que lo que más me interesa como lector es cómo envaina o blanquea un novelista la experiencia vivida en el hueco o en el líquido, según sea, de su escritura libérrima y suprema.» Y ahora es cuando toca irme por la rama tonta de fijarme en el número por el que anda la colección en la que se publicó esta obra de Gonzalo Hidalgo Bayal, y que, ya puestos —y como el número 1000 se ha reservado para un autor tan relevante como Haruki Murakami—, digo yo que a Gonzalo no le habría importado ocupar el 969, tan inclinado como es a las correspondencias especulares y capicúas, a la cábala humana y sencilla del cómputo y de la cifra. Desde que leí la dedicatoria («A Felipe Hernández Jiménez»…) y las primeras líneas de estos relatos sabiamente trenzados en los que salen la poesía de Juan Ramón Jiménez y Mientras agonizo, de William Faulkner, sentí como un vínculo íntimo con lo escrito. No porque los nombres y títulos comprobables hiciesen más biográfica y referencial la narración, sino por la confirmación de la importancia que tiene en la escritura de este autor —y de tantos— la rebusca en la memoria para tejer una red de sutiles claves que se han venido repitiendo casi desde el principio de su trayectoria literaria. Por eso quizá el narrador de Hervaciana alude tanto a que ya ha hablado en otros sitios de determinado asunto, o se siente incómodo por hablar «a estas alturas». Es solo que quiero subrayar la importancia que —por hache o por be—, en la narrativa de GHB, tiene la memoria o la conciencia sobre el ejercicio de la memoria, sea el relato en tercera persona o en primera, que es expresión al parecer más grata al autor en los tiempos que corren. En tiempos, preciso, en los que el autor mira desde más lejos hacia lo vivido, desde La sed de sal (2013) —Travel mediante—, Nemo (2016) o «Las lágrimas de Miguel Strogoff» (Turia, núms. 137-138, marzo-mayo 2021, págs. 240-250), que es un yo más yo, como diría Luis Landero, sin llegar a «yoyear». Aunque yo, sin categorizar nada, tengo mi punto de partida en aquel cuento de Gonzalo titulado «Luz de agosto» y publicado en El País el sábado 2 de agosto de 2008 en la página 9 de la Revista de Verano de su edición en papel. Habría que tratar con tiempo esta manera de abordar la ficción, y que tiene en Hervaciana la penúltima muestra brillante. En el recomendable racimo compacto de trece retratos en los que el narrador es el verdadero protagonista, y convierte como quiere atisbos de recuerdos en personajes de novela, en dramatis personae de un pasado hecho aquí presente. «A estas alturas», no dice nada uno por recomendar la lectura de unas páginas —este presente— que procuran sin pausa tanto disfrute.

martes, febrero 08, 2022

Neoclásicos y románticos

Más de treinta años he tardado en incorporar a mis anotaciones sobre la poesía del siglo XVIII una importante referencia bibliográfica que ignoré en mi añeja tesis doctoral, en la edición de la poesía de Vicente García de la Huerta (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1997) y en la de los Ocios de mi juventud de José de Cadalso (Madrid, Ediciones Cátedra, 2013), entre otros trabajos. A pesar de que Guillermo Carnero, en su Antología de los poetas prerrománticos españoles (Barcelona, Barral Editores, 1970), que ya tiene más de cincuenta años, la mencionó, luego no la tuvimos en cuenta en casi ningún estudio o recopilación de la poesía del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. Se trata de Neoclásicos y románticos. Selección y prólogo de Félix Ros. Madrid, Editorial Emporyon (Col. Poesía Española. Antología), 1940; y es una de las más destacables y amplias colectáneas de versos del siglo ilustrado y de la primera mitad del XIX. Si no he contado mal, son ciento uno los autores recogidos, entre los que solo hay cinco mujeres, y qué mujeres (Margarita Hickey, la reina María Amalia de Sajonia, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Robustiana Armiño de Cuesta y Carolina Coronado). Más recientemente, Carnero volvió sobre ella en su lección salmantina El poeta subterráneo, o mis tres criptomanifiestos (Salamanca, Seminario de Estudios Medievales y Renacentistas, 2010), en el primero de sus «manifiestos encubiertos» en sus primeros trabajos de investigación. Cuenta el poeta y sabio dieciochista que cuando comentó con Carlos Barral lo de aquella antología «fue como si hubiera mentado a la bicha, ya que Ros era personaje de ominosa memoria en Barcelona, como miembro de la Falange catalana, y acaso porque se lo confundía con el valenciano Samuel Ros, por la amistad de este último con Juan Ramón Masoliver. Samuel, también falangista, había publicado en 1940 una Historia del traslado de los restos de José Antonio, y no importaba que hubiera sido un estimable vanguardista, autor de El ventrílocuo y la muda (1930), El hombre de los medios abrazos (1932) e Historia de las dos lechugas enamoradas (1939). Y cuando para mayor inri se me ocurrió decir que Félix Ros había publicado uno de los mejores libros de poemas de los años treinta, Verde voz (1934), el escándalo ideológico llegó a su paroxismo. Se me propuso que, a cambio de lo que despertaba asociaciones tan inquietantes, preparase una antología de poesía romántica; y la solución de compromiso —estando yo entonces engolfado en el estudio del origen dieciochesco del Romanticismo— fue lo que apareció con el discutido y discutible título de Antología de los poetas prerrománticos españoles, donde con todo conseguí meter de tapadillo —como venganza filológica contra la confusión debida a la intransigencia— el nombre de Félix Ros» (pág. 3). La palinodia de Carnero es de agradecer por lo que explica sobre lo que muchos lectores, que en los años ochenta teníamos pocas antologías dieciochescas a las que agarrarnos, no comprendimos nunca sobre una lista de «prerrománticos» que abrían Feijoo y Diego de Torres Villarroel, y cerraban Estanislao de Cosca Vayo y Manuel de Cabanyes (1808-1833), «el más puro poeta neoclásico español», como lo calificó un estudioso como Joaquín Arce. Lo cierto es que la antología de Félix Ros de 1940 es realmente estimable —incluye a García de la Huerta, a Cadalso, a Francisco Gregorio de Salas, a Bartolomé José Gallardo—, que hay que incorporar a la historia de la difusión moderna de la poesía dieciochesca, y que pude adquirir con el nuevo año al módico precio de diez euros en un ejemplar primorosamente conservado en su encuadernación en piel.

lunes, febrero 07, 2022

Lecturas

¿Quién no ha aplaudido a su hijo después de desafinar en una función escolar? ¿Cuántas veces hemos tenido que aguantar a un sacerdote con su retórica vacua en el responso del amigo muerto? ¿Quién no ha soportado una conferencia plúmbea por compromiso? Como no soy de esos espíritus puros de convicciones profundas —de los de corbata ni muerto o de los de con corbata hasta la muerte—, y me creo que la vida es un valle de tolerancia y tragaderas, con las sonrisas y lágrimas consabidas —esa vida—, he vuelto a leer un libro malo solo porque me lo pidió quien lo firmó. Mi conclusión no es nueva. Lamento que se trate con tanto descuido un texto escrito con la mejor voluntad. Todo el empeño imaginativo de una buena historia —que no ha sido el caso— y toda voluntad estilística —estimable en algunos momentos, pero pocos— se van al traste por los errores y las torpezas formales que condenan con razón obras así a ese almacén superpoblado de los subproductos. Es una lástima que sigan publicándose tantos libros así, y que, sin embargo, hagan felices a quienes los han escrito y que te los traigan con mucha generosidad para que los leas. Me condiciona mucho el descuido en aquello que podría tener otros valores. En cualquier caso, suele coincidir la torpeza formal con unos contenidos irrelevantes. Me acuerdo de un profesor que no dio la matrícula de honor a un compañero porque este puso tilde a la segunda i de «lingüista». Pero no es esto. Aquí no se trata de penalizar por un desliz lo que es excelente; sino de lamentarse por la ignorancia y la incuria en una relajada exigencia en la creación literaria. Por supuesto, no quiero demostrar lo que digo, y no voy a dar nombres ni títulos que solo añadirían malestar o regodeo insano. Casi siempre he utilizado un canal privado para dar mi mala opinión de un libro. Habrá quien considere cortesía acusar recibo con encomio de una obra por correo particular y, al tiempo, creer que es una responsabilidad destrozarlo en una reseña pública. Lo que escribo por un escrito malogrado es solo la expresión de un deseo. Y razones de sobra tengo para celebrar la buena literatura.

domingo, febrero 06, 2022

El fin de muchas cosas

He escrito un texto sobre los libros que llegan de personas conocidas —o que uno lee porque sí—, autoeditados o publicados por editoriales de muy poca difusión, y que muchas veces tienen tantos defectos formales que los malogran. Pero como no quiero que se sienta aludido Juanjo Cortés, que me trajo hasta casa su libro de poemas El fin de muchas cosas (Cáceres, Buenas Costumbres Ediciones, 2021), escribo esta nota por si acaso. Muy lejos de eso queda este ejemplar de blancas cubiertas, con ilustraciones de Manu Pomet y encordado como un obsequio. Me gana esta manera de tomarse la escritura que tienen algunas personas con sensibilidad y sin más pretensión que disfrutar. Juanjo Cortés es cantante y autor de la mayoría de las letras que ha musicado. Reunió cuarenta y cinco canciones en Tuétano (2016); pero nos consta que escribe poemas no pensados —en principio— para ser cantados. El fin de muchas cosas es un libro de este tipo de textos en verso, aunque se atisban barruntos de canción en algunas rimas de asonancia sobrevenida en los poemas que menos me gustan de un conjunto de veintinueve repartidos en tres secciones: «énfasis» (4), «llaneza» (24) y «átono» (1). Hay juegos del cantante poeta en «pesadillas (casi un rap)», en los que funciona muy bien lo yuxtapuesto, y hay poemas como «la siembra» —qué antiguo me resulta lo de escribir en minúsculas— con una voluntad encomiable de poética explicativa. Para esto, lo mejor de este regalo que uno no va a ver en las mesas de novedades de las librerías ni en las listas de libros reseñados, es este modo de declararse de El fin de muchas cosas: «Alguien me dijo en cierta ocasión con motivo de la presentación de un trabajo: “que tengas éxito”. Desde la reflexión [,] y tras engullir algunos años más de experiencia [,] he llegado a la conclusión de que el éxito (no se lo dije entonces) es estar vivo. No seguir vivo, porque eso sería una suerte de supervivencia. Escribo por esto, no busco efectos secundarios más allá de la propia escritura, que ya es un cosmos tan intenso e inabarcable que exige toda la energía y tiempo que tengas y, aún pide más. Tras publicar Tuétano (45 canciones) y en el compás de espera de un disco con título larguísimo, todavía en el horno, he decidido compartir este breve poemario con todo el que sienta interés. A pesar del título, El fin de muchas cosas es muy anterior a la pandemia que nos asola desde hace dos años. No es tan pesimista como pudiera parecer; es, simplemente [,] percibir que en nuestro viaje todo consiste en empezar y acabar. Todo comienzo lleva implícito un final; el ayer, el hoy y el mañana, esas son nuestras señas de identidad. O, dicho de otro modo: somos lo aprendido, lo que estamos construyendo y la esperanza de materializar algún sueño. Así que, a seguir escribiendo; a seguir viviendo». No se puede poner en duda que este libro de Juanjo es una manera de reafirmarse en el viaje de la vida, en el que una forma de atender a lo que ocurre es escribir un poema para buscar el tono que él como lector sabe apreciar en las «huellas ajenas». Ya me quedo tranquilo dejando aquí mi nota de lectura del libro estupendo de Juanjo Cortés, y a lo mejor mañana publico lo que escribí el otro día.

viernes, febrero 04, 2022

Ex Libris Pedro de Lorenzo

Celebro por muchas razones —entre las que incluyo las afectivas— el acuerdo entre la Diputación Provincial de Cáceres y la Universidad de Extremadura por el que tan valiosos fondos bibliográficos como la Biblioteca Alonso Zamora Vicente y la Biblioteca de Pedro de Lorenzo han quedado depositados para consulta e investigación en la Biblioteca Central de la UEX en Cáceres. Pendiente aún la inauguración institucional, aunque ya difundido el acuerdo, habrá tiempo de escribir más sobre un acontecimiento así que ya merecería otros titulares. Ahora, lo que quiero compartir es mi entusiasmo —no exento de preocupación— por tener a escasos metros del lugar en el que trabajo y en libre acceso en sala los volúmenes, en su mayoría primorosamente encuadernados, de la biblioteca personal de Pedro de Lorenzo (1917-2000), el escritor cacereño de Casas de Don Antonio, protagonista de aquella Juventud Creadora acomodada en la «España Triunfal» desde 1939. Para cualquier estudioso de la obra de este escritor es un filón impagable del que saldría con relativa facilidad más de una tesis doctoral. Pero, además, contiene buena parte de la historia de la literatura española desde la guerra civil hasta finales del pasado siglo, y mucha novela, dedicada por los autores, con primeras ediciones de, entre otros muchos, Ignacio Aldecoa o Ana María Matute. He podido ver esta mañana casi todos los libros de Santiago Castelo encuadernados y dedicados, en una colección que hasta ahora no habíamos tenido. No es algo nuevo, pues desde hace muchos años sabíamos dónde estaban esos libros; y algunos tuvimos la suerte de consultarlos cuando estuvieron en un recoleto y acogedor espacio del Complejo Cultural San Francisco de Cáceres. Allí tuvieron «despacho» Tomás Pavón y Julián Rodríguez y allí Rodrigo Pastor, Teo Jiménez Parrón y yo grabamos una entrevista en 1999 con Ricardo Senabre para un documental sobre la antigua Biblioteca de la Facultad de Letras del edificio «Valhondo». Tiene mucha historia ese fondo de libros. Todavía la Diputación no ha actualizado en su página web nada relativo a esas bibliotecas; e incluso se sigue informando del horario de apertura de la Zamora Vicente por las mañanas de lunes a viernes. Todavía queda pendiente que la Universidad habilite los enlaces para que los interesados podamos averiguar la ubicación exacta de un ejemplar de los casi cuarenta mil que nos han llegado al campus. Una delicia que merece ser difundida. Hace dos días, a M., una alumna de cursos pasados, a la que todavía le falta presentar su Trabajo de Fin de Grado, propuse para desarrollar su estudio la localización, la consulta y el cotejo de todas las ediciones de La novela española… de Martínez Cachero. No encontramos en ese momento ninguna biblioteca pública que las tuviese todas; pero, al rato, cuando visité la sala general de la Biblioteca Central de la UEX en Cáceres, las tuve a la vista, todas, y encuadernadas en holandesa de media piel. Así que solo queda vincular las bases de datos que sean para que las búsquedas nos sigan sorprendiendo como favorecían los dioses a los que persistían en el ruego. Cuántas veces habrá rogado uno para encontrar un libro raro y cuántas, cada día más, ha sido escuchado gracias al trabajo de muchos. Gracias, gracias, gracias. A todos los que el otro día, en estos días, me han permitido disfrutar hojear con la debida delicadeza tanta cantidad de libros.



miércoles, febrero 02, 2022

2 del 2 del 22

«—¿Pero tú has pensado en mí esta tarde?». En la zona de la judería cordobesa, esquina de la calle Romero, solo se la escuchaba a ella decir eso a su pareja, un chico muy joven. Ninguno de los dos me pareció que tuviese aún derecho a voto. No sé qué farfulló él; pero ella insistió: «—Es que a mí me gusta que hayas pensado en mí». El muchacho no estaba cómodo y mintió piadoso. Seguro. Desde ese momento, toda la estancia en Córdoba fue apacible. Nunca había visto amanecer la ciudad desde el río haciendo deporte sin correr tan a primera hora. Al llegar al hotel, con la prensa del día, repasé las notas de mi intervención. Todo bien. Ya en casa, se me ocurrió que tenía que poner en orden todo para recomenzar el curso en este cuatrimestre con clases, y en mi cuaderno hay apuntes que podría recoger como fin de cuentas del mes que terminaba ese lunes. Así que lo primero que hice fue escribir estas líneas, como para soltar la mano. La convivencia con las palabras de otros casi siempre incita a emular dedicación tan grande. Un café a deshoras, una conversación amable, el desayuno… «No estamos en tiempo de gullorías: es menester contentar-nos con lo qe nos den», escribió Bartolomé José Gallardo en una carta a Tomás García el 20 de diciembre de 1835. Soy un privilegiado: por convivir siempre con ese buen estilo que me falta. No sé si es de Borges la frase de que la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido. Apuntaciones de un cuaderno que cerraré pronto; no antes de que termine este mes. «—¿Qué tal de amores?» —dijo alguien y yo creí que no iba por mí y por eso respondí que bien, que en Córdoba R. B., un ilustre colega, nos había llevado al Círculo de la Amistad (C/ Alfonso XIII, 14), a cuyo salón de baile, de teatro y de asambleas de socios pertenece la fotografía de arriba; y que me resultó tan fastuoso, tan añejo y tan simpático por haber leído con gusto y aprovechamiento, y, además, haber escrito sobre los libros que atesora en el Catálogo de los libros del siglo XVIII en el Real Círculo de la Amistad (Gijón, Ediciones Trea, 2020) que ha hecho, mismamente, socio tan sabio como R.B. Pablo García Baena, «oh inmortal, eterna, augusta siempre», Córdoba. Esta tarde, leyendo otro libro de poemas, he recuperado estas notas para ponerme a prueba de los pudores que siguen visitándome cuando pongo algo así por escrito.