jueves, agosto 29, 2019

De librería


Si no dijese que ha sido esta mañana en la librería cacereña El Buscón no sería comprobable y, además, tampoco creíble. Me interesa más lo primero que lo otro; aunque solo sea por saber si mi conjetura tiene algún fundamento. Acudí allí, como suele pasar, buscando algo y salí con un botín distinto. Hacía tiempo que no me demoraba tanto en la conversación con A., que regenta la única librería de fondo que hay en esta ciudad. Habíamos hablado ya de las vacaciones de este verano y de la visita con su familia a una, a dos y a más catedrales castellanas y de cómo los hijos han sobrellevado una, dos y más catedrales —en un expositor sonreí luego al ver un libro de la serie de H. Blume sobre Cómo leer iglesias. Hablamos sobre la revista Laurel, de la que todavía tiene algunos números en los estantes, de Julián Rodríguez, de José María de Cossío, de la Casona de Tudanca y de Mario Crespo López… Por ahí fue cuando llegó una joven clienta para recoger un libro de o sobre Antonio Machado —no lo recuerdo— y que preguntó a A. si le podría recomendar algo sobre poesía de la generación del 27 para regalar a una gran lectora de poesía. Yo estaba digitalizando en la mesa de novedades volúmenes varios. Libros de Periférica, algunos ejemplares de la colección «Baroja & yo» (Ipso Ediciones), entregas poéticas de la plantilla de Pre-Textos, algún título de la Editorial Delirio o La huida de la imaginación, el ensayo de Vicente Luis Mora (Pre-Textos, 2019. Premio «Celia Amorós» de los XXXVI Premios «Ciutat de València»), que me he traído a casa y ya estoy leyendo. No podía evitar escuchar lo que hablaban A. y X. Estábamos los tres solos. Ella le mencionaba a Gil de Biedma y a T. S. Eliot, y A. le decía que entonces no era solo la generación del 27. Y que si Vicente Aleixandre o si Pedro Salinas —no los conoce, decía ella después de enviar un mensaje por el teléfono a alguien. Yo estaba leyendo otra solapa cuando A. me interpeló sobre si Cernuda y Salinas no se llevaban bien, y yo les dije —miraba a X— que no, que Salinas fue profesor de Cernuda en la Facultad de Derecho de Sevilla, y que luego Cernuda se enfadó con muchos de su grupo. Le dije la nota  —aprobado— que Salinas le puso a Cernuda en la asignatura de «Lengua y Literatura españolas», porque en el álbum Luis Cernuda que la Residencia de Estudiantes publicó en 2002, con motivo del centenario, yo había visto la certificación académica personal del poeta (pág. 45). Con Lorca no se llevó mal, a quien dedicó una elegía memorable que publicó en Las nubes. En fin, que la chica no se decidía y el librero, amable, hacía todo lo posible para agradar a la que yo, sin duda, creía que era una amiga de una amiga que a otra amiga quería hacer un regalo. Otra vez Lorca. Porque A. le mostró la edición de Poeta en Nueva York publicada por La Moderna el año pasado: «—Uf —dice X a A.—, si es que de Poeta en Nueva York lo tiene todo». Y luego A. le dijo que si leía tanta poesía que igual conocía a los poetas de Instagram. Y la chica dijo que no: «No, para nada; para ella eso no es poesía». Y entonces fue cuando, yo, ya metido en el Tiziano: ninfa y pastor, de John y Katya Berger (Árdora Ediciones, 1999), que yo leí y que creía tener —y ya tengo—, pensé en que la chica que con tanto afán buscaba un libro para regalar pudiese estar haciéndolo para alguien que yo conozco. Cuadraba todo: afición a la poesía, Eliot, Gil de Biedma, Cernuda, Lorca, nada de parapoesía… Y me fui de la librería pensando en que A. le había vendido unos libros a alguien destinados como regalo a una alumna mía muy reciente cuyo nombre es I.. Si me equivoco, no pasa nada; pero si es así, resulta fantástico. Pero tan creíble como que vivimos en una ciudad pequeña y en la que es posible que pasen estas cosas. No sé. No sé nada. Últimamente, no sé explicarme nada de nada. 

martes, agosto 27, 2019

Tito Andrónico


Mucha gente este domingo en Mérida en la última representación de Tito Andrónico, que cerró el Festival Internacional de Teatro Clásico en su sexagésima quinta edición. Lloviznó en la primera parte —cuatro gotas—, y en la segunda más de cuatro gotas —pero no muchas más— provocaron un rebullir muy poco profesional de un público que, según filas y almohadillas, no tuvo reparo en acompañar escenas de alta intensidad dramática con ese molesto indicio de estar despojando al reparador bocata del papel de aluminio. Como supo a poco, en la segunda parte, en la disputa de Lucio y el pérfido Aarón —magnífico Guillermo Serrano, y Muñoz, vaya debut en Mérida—, se abrió sin apuro el paquete de galletas y se pasó entre varios asientos pares. Hay que tener mucha afición al teatro para eso de aguantar sin comer tres horas. Ya en serio: hay que tener mucha afición al teatro para aguantar casi en cuclillas tres horas con receso de quince minutos sin mover los pies ni estirar pierna alguna tras pagar el asiento a treinta y cinco euros más gastos por cabeza. (Esto de la pierna y la cabeza quizá no esté tan mal traído en el contexto dramático de la pieza de Shakespeare, que es lo más parecido que yo he leído en clásico al cine de Quentin Tarantino). Menos mal que unos forasteros —los del bocadillo eran autóctonos, moradores de aquí— nos invitaron a su fila para ver la segunda parte casi repantingados. Un lujo. Quizá por eso me gustó más esa parte de este extraordinario montaje de Teatro del Noctámbulo. Y es que logra este teatro que el texto diga otra cosa, cuando movimientos, luces o palabras, y tanto más, construyen la verdad escénica. Los cinco actos de la tragedia del genio inglés se articulan en la versión de Nando López en dos partes, que dejan ver las divisiones del drama original, pero que, sobre todo, distinguen entre el ejercicio violento del poder y la venganza. Con estos mimbres, vuelvo a Tarantino —siete de sus nueve letras están en Tito Andrónico—, y recuerdo que dijo en alguna ocasión que es necesario que se muestre la sangre en el cine porque lo que él quería ver es cómo un tipo sangra como un cerdo cuando le pegan un tiro en el estómago, y no una manchita roja en mitad de la tripa. El texto de Shakespeare se presta a todo tipo de excesos; pero en este montaje, el director, Antonio C. Guijosa, no se deja llevar, con buen criterio, por tal proposición violenta y sangrienta, con mutilaciones, una violación, disparos —sí— y apuñalamientos y degollaciones. De hecho, yo por un momento temí que Moirón apareciese en escena con la motosierra de La matanza de Texas de Tobe Hooper; pero no. Que la venganza os confunda a todos, dice Aarón en el último acto de la obra del inglés; pero en esta versión de Nando López no hay confusión posible por lo bien administrada que está la acción dramática de un texto que mejora en esta propuesta, con sus puntos cómicos en la escena en la que el moro, por mandato del emperador, exige cortar la mano de uno de los Andrónico; o de aquella con la intervención del Rústico (Cándido Gómez), que juega con el nombre del actor extremeño cuando incide en la pausa entre candi y dato en una condición que propicia el texto original. De este me gusta mucho —y esta versión lo mantiene, como es natural— el recurso de incorporar una fuente literaria como las Metamorfosis de Ovidio —el rapto de Filomela por Tereo en el libro VI— como un elemento esclarecedor del infame crimen sobre Lavinia en el mejor momento de la interpretación de Lucía Fuengallego, salvada su efectista aparición violada y mutilada. Qué bien ver, sin menospreciar a nadie, a Sergio Adillo en el teatro romano de Mérida —lo que no consiga este antiguo alumno cuya tesis doctoral convertida en libro ya leído tengo sobre mi escritorio…—, porque creo que significa una vocación teatral admirable sostenida por su solvencia sobre el escenario. Como lo es, como consagración, la del inconmensurable —nuevamente, ya lo dije por La decisión de John— José Vicente Moirón, que se mueve desde la determinante interpretación del héroe firme y valiente que regresa a Roma y postulan como emperador, hasta la genialidad actoral que nos presenta el despojo de un padre de más de una veintena de hijos casi todos muertos y sometido a la violencia, a la enajenación y a la muerte. Su trabajo en la función del domingo me puso delante casi todos los registros que le he visto en escena en obras tan dispares como la ya citada de Mike Bartlett o la admirable de El hombre almohada, o su papel de Áyax en el teatro romano también, en donde ha representado lo atlético, lo patético, lo cómico, lo más dramático. Merece todos los reconocimientos. Como todo el elenco participante en un espectáculo tan solvente como este Tito Andrónico que vimos tan bien y tan incómodos y cómodos en un marco incomparable. Ay, el marco incomparable. Y tan incomparable. El otro día, un amigo hispanista americano me decía que el Tito Andrónico no es ni divertido ni ameno; pero que verlo en Mérida tenía que ser una pasada. Y yo añado que la versión de Nando López y la dirección de Antonio C. Guijosa logran que esta obra, si no divertida —que no le corresponde—, sea vibrante; si no amena, suficientemente seductora para que el público aguante tan rumbosa duración. Teatro del Noctámbulo ha vuelto a ofrecer un trabajo ejemplar y ha sacado piedras preciosas de un texto complicado, y tal gesta debe ser conocida por otros públicos en otros lugares.

jueves, agosto 22, 2019

Julián


En varias ocasiones hoy he evocado a Julián Rodríguez por la razón de que este jueves habría cumplido cincuenta y un años. Una en Zafra, otra en Burguillos del Cerro y la última aquí en Cáceres. Con el mismo lamento que hoy mismo lo habrán hecho su familia y sus amigos. Yo tenía la costumbre desde hacía años de enviarle un escueto mensaje al móvil con mi felicitación, con la complicidad infantil de alguien que también nació en agosto. Antes de su muerte, entre mis notas para publicar en este cuaderno, estaba una que iba a titular «Movida y movimiento», a costa de la escritura de un texto que debí entregar hace mucho tiempo sobre creación literaria y movida en Cáceres en los años ochenta. En cerrar esa tarea estoy aún y por eso he vuelto a publicaciones y revistas, a noticias y a recuerdos de aquellos años en una ciudad universitaria casi recién nacida y en la que muchos nos formamos. Es un regalo poder retomar contacto con personas como Vicente Pozas o Tomás Pavón, con las que nunca he dejado de compartir afectos, inquietudes y situaciones de civil convivencia; y es triste constatar que ahora no puedo preguntar a Jesús Alviz, a Diego Ariza o a Julián Rodríguez por alguna circunstancia o detalle de aquel tiempo, que yo viví sin la conciencia que luego sí tuve de que todo lo que pasase tenía que contarlo, o anotarlo, o guardarlo en la materialidad de un recorte de periódico, de una fotografía o de un afiche. Aun así, guardo mucho. Y aun así, ahora ya uno confía en lo que se acumula en la nube global e incierta para encontrar con asombrosa rapidez un dato, un título, una fecha. Una mañana de julio, en casa, hablé sobre Julián con alguien más joven que le conoció hace menos que yo —claro— y por razones distintas, aunque tan cercanas y familiares como su colaboración de años con el proyecto de la Editora Regional de Extremadura. También a los más jóvenes fascinó su capacidad y su gusto. Me acuerdo ahora igualmente de Ninguna necesidad, de su novela, y de otro apunte antiguo que no llegué a materializar en esta página. Fue el 8 de agosto de 2006 cuando quedamos en el entonces Hotel Meliá de la cacereña plaza de San Juan, en donde me la dedicó «con la amistad de siempre». Escribía yo que antes de abrirla, había pensado en la fotografía de la cubierta, que me recordó, y no sólo por la perspectiva, aquella de una de las primeras ediciones de Encerrados con un solo juguete, de Juan Marsé, quizá una de Seix Barral, si mal no recuerdo. En blanco y negro, y sobre una cama, una chica leyendo una revista de época. En la novela de Julián eran dos los personajes de la fotografía, en color, y los elementos que aparecían quizá no tuviesen nada que ver con aquella antigua ilustración de la primera de Marsé, pero a mí me vino a visitar esa imagen. A mí me valió. Después de abrir y de leer la novela, pensé en la melancolía, y también recurrí a un elemento externo: una conversación publicada en el periódico El País entre Joan Manuel Serrat y José Luis García Sánchez en la que el cantante hablaba de «no estar demasiado a disgusto con lo que ha sucedido y pensar que la vida es lo que tienes y lo que te queda por delante», y el director de cine que decía que no, que eso era nostalgia, y que lo único que podía admitirle era la melancolía. Entonces, Serrat decía que él amaba la melancolía, corrigiendo. Hay dos interpretaciones de la elipsis. Una, que sugiere mucho. Otra, que esconde demasiado. Acostumbrado como estoy a leer textos del siglo XIX y novelas como las de Marsé, que tanto deben a las grandes novelas tradicionales, si se entiende por esto la novela tradicional, la lectura de la de Julián me chocó por algunos procedimientos y, por eso, me interesó, porque honraba el género. Me resultó admirable que la literatura difícil se convirtiese con un texto tan tenue en literatura admitida por aquellos que sólo leen literatura fácil. Ahora, todo, lectura, melancolía, movida, movimiento, nostalgia, agosto y toda necesidad tienen otro sentido. Lástima.

lunes, agosto 19, 2019

Antonio Sánchez Barbudo lee a Antonio Machado


Creo que hoy se cumplen veinticuatro años del fallecimiento del profesor y crítico Antonio Sánchez Barbudo (Madrid, 1910-Florida, 1995), que hasta su jubilación perteneció al claustro de la Universidad de Wisconsin. Es una casualidad, sí, que hace un par de días mi amigo Isidro Timón se presentase con este regalo, con el libro de Sánchez Barbudo Los poemas de Antonio Machado. Los temas. El sentimiento y la expresión (Barcelona, Lumen, 1967). Me consta que contó con la ayuda de mi querido Jaime Naranjo, librero que conoce mis gustos y buena parte de mi biblioteca; así que acertaron plenamente, pues no tenía este clásico de los estudios machadianos que yo creo que ni siquiera tenemos en nuestra Biblioteca Central universitaria. Yo siento la lectura de este libro como si estuviese delante de un lector del gran poeta que va pasito a pasito, poema a poema, desde Soledades (1899-1907), Campos de Castilla (1907-1917) o Nuevas canciones (1917-1925), hasta el Cancionero apócrifo y otras poesías, comentando los textos en clase. Vamos, me imagino estar en un aula escuchando a don Antonio Sánchez Barbudo mientras da sus explicaciones: «En Nuevas canciones se encuentran hacia el final diecinueve sonetos. Éstos tienen valor muy desigual, pero algunos de ellos quizás sean de los mejores poemas que Machado escribió, y desde luego son de los mejores de esta parte de su obra. Por ellos vamos a empezar» (pág. 319). Muchos de sus comentarios son impagables, como lo es para un profesor contar con el índice de poemas que el autor menciona y destacados aquellos que se analizan más extensamente. Me gusta su antigua manera de abordar el análisis textual, procurando «siempre atender sobre todo al tema, esto es, a lo que el poema realmente dice, o parece que dice. Y también, especialmente, al sentimiento contenido, a la emoción, diferenciando ésta del mero pensamiento; o sea que he tratado de recrear —hasta donde esto es posible— la experiencia allí encerrada y ver de qué clase era. Y por último, he atendido a la expresión, o sea a la forma misma en que el poema aparece. Pero claro es que todo esto es en cierto modo inseparable», escribe en las páginas 11 y 12 de su «Introducción». Una delicia de lectura con la añadidura de volver a toparse con los versos de Machado en casi doscientos ejemplos, desde «El viajero» hasta «Estos días azules y este sol de la infancia».

domingo, agosto 18, 2019

Pan y prensa


I. Disgustos con Plácido. Es interesante el debate que hoy plantea Carlos Yárnoz, el defensor del lector de El País sobre el caso de Plácido Domingo. Al periódico le han llovido las críticas por difundir acusaciones anónimas, por no contrastar la noticia, a pesar de que la fuente haya sido la prestigiosa agencia Associated Press y del valor noticioso de un hecho que afecta a un gran artista que ha declarado que los parámetros con los que hoy tratamos el acoso «son muy distintos de cómo eran en el pasado». II. En la página vecina Olivia Muñoz-Rojas titula su columna «Conducir» y me he acordado de mi hermano Josemari, que sostiene que el automóvil es una prolongación del pene, y no le falta razón, que comparte la investigadora y escritora: «Desde el movimiento futurista y aquellos poemas de Marinetti en los que veneraba la máquina y la velocidad, resaltando su dimensión erótica, incluso afrodisíaca, la industria del automóvil se ha encargado de totemizar el coche y convertir la conducción en expresión de libertad y poderío (masculino)». III. Mi compañera Victoria Pineda me ha hecho últimamente dos buenas recomendaciones: la poesía de José Luis Parra —ya he leído Tiempo de renuncia (Pre-Textos, 2004) y De la frontera (Pre-Textos, 2009)— y los cuentos de Guadalupe Nettel —Pétalos y otras historias incómodas (Anagrama, 2008). De la escritora mexicana me he encontrado esta mañana muy gratamente con el relato «Los últimos días de Ulises», en El País Semanal, y me he acordado de que Victoria me dijo que algunos de sus textos le parecieron excelentes, pero perturbadores. Lo he suscrito hoy. IV. Lástima. En el Hoy, una necrología muy sentida de Pakopí sobre Luis Costillo en la que repasa los lugares y las cosas de Badajoz en las que el amigo sigue presente de un modo u otro. «A pesar de todo —finaliza su texto—, cuánto vamos a echarte de menos, Luis… ¡Me cago en la pena negra…!». Pan y prensa.

miércoles, agosto 14, 2019

García Blázquez


Por un texto de Álvaro Valverde me he enterado de la noticia publicada en el Hoy de la muerte de José Antonio García Blázquez, el escritor placentino (1940-2019). No sé por qué el periódico lo da como nacido en 1936. Me he acordado de una novela que habría que recuperar, Señora muerte (Ediciones Destino, 1976), buena pauta para quien quiera medir la altura de este autor. Me he acordado también de una excelente alumna a la que le sugerí que trabajase sobre él, y ahí quedó la cosa. Eso creo. Y he recordado que una de las primeras cositas que publiqué de crítica literaria fue una breve nota sobre «La palpitante construcción de El rito de José Antonio García Blázquez», en la revista Anaquel, núm. 6 (noviembre de 1987), que publicaba por aquellas fechas la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Extremadura. Así empezaba: «José Antonio García Blázquez (Plasencia, 1940), en el ámbito literario en que nos movemos, resulta hoy un escritor ejemplar. Por dos razones. La primera, su notable obra narrativa digna de un respetable hueco en la historia de la novela española contemporánea. García Blázquez inicia su trayectoria con Los diablos (Plaza y Janés, 1966), a la que siguió, con el reconocimiento del jurado del premio Alfaguara al destacarla como finalista en 1967, No encontré rosas para mi madre (Alfaguara, 1968). Varios años después obtiene el premio «Eugenio Nadal» de 1973 con su novela El rito (Ediciones Destino), publicada en 1974 con otra entrega ya en la calle, Fiesta en el polvo (Plaza y Janés, 1974). A éstas sigue la novela de García Blázquez que mayores elogios ha recibido de un importante sector de la crítica española y extranjera, Señora muerte. De ella, Ignacio Soldevila ha destacacado el especial diseño de los personajes —una constante en toda su obra—, que «combaten entre el egoísmo feroz y primitivo que ocupa el lugar fundamental de sus conciencias y la experiencia de sus debilidades, de sus deficiencias, que les fuerza a servirse de complicidades ajenas, en una extraña mezcla de autocompasión y sadismo» (La novela desde 1936, Alhambra, 1980, pág. 402). Una novela más cercana es Rey de ruinas (Plaza y Janés, 1981), hasta ahora su última narración larga, que no se despega sustancialmente de las maneras demostradas por su autor en el resto de su obra. Por último, reaparece el novelista placentino con el relato corto La identidad inútil (ERE, 1986), publicado el pasado año en la oportunísima colección «La centena» y que resulta una píldora cuidada de cuantos elementos han caracterizado la narrativa de García Blázquez, un eco comprimido de las inquietudes rastreables en otras novelas. La segunda razón de esa ejemplaridad de la que hablábamos al principio es la de su promoción y sustento como novelista. García Blázquez no ha hipotecado en ningún momento su pluma a ese etnocentrismo endémico que padece gran parte de los autores españoles de ahora cuando miran al ombligo de sus regionalismos. Conseguir esa imagen de escritor abierto e independiente no sólo se debe a oportunidades favorables, sino también a intención y deseo propios (quizá deba pedir disculpas por subrayar siempre este aspecto fundamental que para nada incide en la escritura de los buenos autores)». La cosa continuaba con una especie de análisis de la técnica de composición de El rito, una novela «perfectamente ideada para facilitar el desarrollo de una narración inquietante y el movimiento de unas figuras […] en un proceso alternativo de expansión y retraimiento. La novela, toda ella centro, corazón, funcionará dilatándose, encogiéndose y dilatándose al final por su lógico cierre. La tarea aquí será demostrar cómo dicha ordenación comulga enteramente con los contenidos de la novela, con el drama de un personaje que sufre un profundo desarraigo de su niñez, fruto de una meditada racionalización nihilista de un presente no vivido y un pasado añorado. La alternativa de esos dos tiempos será la ordenadora de las relaciones de los personajes y de las acciones de cada uno de ellos. Un agonista principal que se aferrará a un pasado que vanamente intentará identificar y sustituir en la segunda parte de El rito, su hijo Toy. Así, la construcción de la novela se establece en tres movimientos de diástole, sístole y diástole: cobra vida, como cada una de las figuras que van a dibujarse en ella». Y luego seguía un análisis de los seis capítulos de la novela y el juego de sus tiempos narrativos. No sé. Me he acordado de aquello como homenaje a García Blázquez.

martes, agosto 13, 2019

Cartas


Hay cartas que he recibido que me gustaría saber de memoria para poder leerlas cuando quiera y donde quiera. Son un tesoro íntimo sin valor alguno en otras manos y que, en las mías, casi siempre logran que sienta querer ser mejor persona. Hace muchos años, más de veinte, llené un cuaderno de cien hojas apaisadas con mi letra menuda con cartas ficticias de más de treinta personajes que formaban parejas de corresponsales en el conjunto de una especie de relato epistolar tan complejo y peregrino que hoy me sería muy arduo retomar, si se me ocurriese la disparatada idea de publicarlo. Ha pasado tanto tiempo que incluso lo que en esos textos hay de vivida verdad hoy me resulta muy ajeno e impropio. Por aquel tiempo, busqué todo lo referido a literatura epistolar y leí mucho. Todavía continúo con esa propensión; pues hace nada, unos días, en Santander, compré Cartas a Mercedes, de Miguel Espinosa (Cieza, Alfaqueque Ediciones, 2017), setecientas páginas de correspondencia dividida en tres épocas, desde 1956 a 1981, del gran novelista murciano con Mercedes Rodríguez, su amiga, confidente, esposa de amigo íntimo, y personaje, y no sé si musa, de sus novelas. Sí, por aquel tiempo vino a la Facultad Claudio Guillén para hablar sobre «La carta como ficción» y allí estuve yo, en primera fila; pero con la conferencia ya leída que se había publicado poco antes como artículo con otro título («El pacto epistolar: las cartas como ficciones») en Revista de Occidente (núm. 197, 1997). Leí cartas de John Keats a Fanny Brawne, las Cartas de Abelardo y Heloísa por nueva edición, incluso una comedia de José Garcés de 1734, Cuatro eses ha de tener amor para ser perfecto: sabio, solo, solícito y secreto  —ignoro por qué—, también La filósofa por amor, de Francisco de Tójar, y El defensor, de Pedro Salinas, y aquella novela de Fernando Savater, El jardín de las dudas (Planeta, 1993). Leí las Últimas cartas de Jacobo Ortis, de Ugo Foscolo, y busqué un libro de Laurent Versini, Le roman épistolaire (Paris, PUF, 1979), y encontré La carta de amor, de Cathlenn Schine (Barcelona, Emecé Editores, 1995), que conservo en mi biblioteca, como el libro de Mario Pasa, El escritorio de las maravillas (Barcelona, Península, 1997). Todo de aquel tiempo. Demetrio, en De elocutione, dice la evidencia de que la carta es como una de las dos partes de un diálogo y Séneca en las Epístolas morales decía que las cartas nos procuran las huellas auténticas del amigo ausente, sus auténticos rasgos. Conservo muchas cartas. La mayor parte de ellas es reparadora y da gusto zambullirse en la relectura deleitosa de un tiempo que pasó, de unas circunstancias escritas en folios y cuartillas tan diversos como los formatos en los que sigo recibiéndolas inmaterial o electrónicamente; pero con la misma intensidad que algunas de aquellas misivas en tinta azul y papel verjurado que conservo y que me gustaría saber de memoria para poder leerlas siempre. En aquellas cartas de ficción que yo escribí hace tanto buscaba una posibilidad narrativa o cierta justicia poética que propiciase que lo que quedó escrito confluyese de algún modo al cabo de los años y que las palabras se encontrasen en un presente feliz. Me gustaría aplicar ese afán con la última recibida, por correo electrónico, y ya debidamente impresa y archivada en mi memoria personal. Y me gustaría saberla entera de memoria para poder, todas las veces que quiera, dar las gracias a quien se ha ocupado en escribirla.

sábado, agosto 10, 2019

Del asueto


Ayer a las ocho de la mañana estaba paseando por el parque de La Magdalena en Santander. Escribo en casa, con toda la ropa traída ya lavada y tendida. La maleta vacía, en su sitio, a la espera de ser reclamada para otro oficio, siempre dispuesta, y grande, acogedora. Ayer a las seis de la tarde me senté en una mesa de la Cervecería Santa Bárbara de Madrid y creo que por primera vez estuve solo, con la sola compañía de una camarera que me atendió dentro, de un camarero joven y extranjero —me pareció marroquí— en la barra, y de otro, mayor, que se ocupaba de la terraza, más concurrida que el interior vacío como mi maleta ya recogida a estas horas en el altillo del armario. Afuera, en la plaza, hacía más calor y más bullicio; y más libros en la librería-kiosco en la que compré minutos antes un par de títulos antiguos sobre teoría y crítica literaria, que hojeé pensando en un viaje que ha tenido de todo. No es, claro, la primera vez que escribo aquí sobre la experiencia de un viaje y la sensación que uno tiene cuando vuelve a acomodarse a su espacio. Una tontería comparada con las crónicas e impresiones de diario de los grandes viajeros. Me he traído la experiencia de estar con buena parte de mi familia, de haber conocido gentes y sitios, de haber hecho kilómetros caminando muy temprano como si me fuese la vida en ello, de haber conducido horas como antaño, tragando asfalto para llegar hasta donde nos habíamos fijado llegar, sin prisas y sin dilación. Me he traído más libros. Nada del otro mundo.

miércoles, agosto 07, 2019

FLVS


O Feria del Libro Viejo de Santander, que lleva más de veinte años organizándose en esta ciudad. Ayer, precisamente, y allí, recibí la llamada de José Luis Rozas Bravo, para preguntarme si yo sabía algo de una reedición de una edición de su padre sobre los Milagros de Berceo, y de la que ni él ni su familia tenían noticias. Pero es que yo andaba dando vueltas a un apunte en este blog que quiero escribir sobre un poema de su padre en otra edición, pero de Lope de Vega, a quien tantos años dedicó. Una coincidencia. Como que hoy hayamos podido ver por primera vez la reproducción del manuscrito del «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» de Lorca en la Casona de Tudanca, la de Cossío, y contemplar tanto relacionado con el ámbito de la vanguardia española y el 27 a que tanto dedicó también Juan Manuel Rozas. Nos hemos reencontrado con nombres como Rafael Alberti, Fernando Villalón, Miguel Hernández o el extremeño Godofredo Ortega Muñoz. Por Rozas, por un comentario en un libro que espero que pronto pueda ver la luz, mañana vamos mi hermano Josemari y yo a la Biblioteca Central de Cantabria para consultar un poco de lo mucho que hay allí del fondo de aquel intelectual amigo de poetas, toreros y artistas. Antes que Los toros, lo primero que leí suyo fueron las Fábulas mitológicas en España (1952), por razones de redacción de mi tesis sobre la poesía de García de la Huerta, autor de una recreación en verso de la fábula mitológica de Endimión. Por hablar de coincidencias —y este viaje está teniendo más de una—, dejo anotado aquí que antes de recibir la llamada de José Luis Rozas, nos encontramos en la FLVS a otro querido personaje relacionado con los libros, a nuestro querido camarada Isidoro Bohoyo, alma mater del sistema bibliotecario provincial de Badajoz y mucho más. Grato encuentro. Vacaciones cortas, intensas y provechosas.


domingo, agosto 04, 2019

La respiración poética


Leo en varios sitios de referencia científica que el ritmo respiratorio en un adulto medio es de quince respiraciones por minuto. No es cierto. De toda la vida han sido trece. Dicen los libros que en reposo puede ser alrededor de eso, y que quizá en situación de un ejercicio intenso puede llegar a las sesenta respiraciones por minuto, aproximadamente. Nada, no se mojan. Quien sí se mojó fue Gabriel Celaya, con su precisión poética: «Poesía para el pobre, poesía necesaria /como el pan de cada día, /como el aire que exigimos trece veces por minuto, / para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica». Este apunte está escrito después de la muerte de la poeta Paca Aguirre el sábado 13 de abril de 2019, en su recuerdo. Ese mismo día, el diario Información de Alicante publicaba un texto de José Luis Ferris en el que se lamentaba del exceso de ignorancia, de la escasa sensiblidad y de la supina inoperancia de quienes no supieron gestionar que la poeta tuviese una calle con su nombre en su amada ciudad, y que «Francisca Aguirre se fuera de este mundo sin ver la promesa cumplida».

sábado, agosto 03, 2019

Me gustan todas


Desde la primera, todas me han gustado. Mis allegados dicen que no tengo criterio; pero lo cierto es que a todas, incluso con sus defectos, encuentro algo bueno. Casi todas han pasado por mis manos, he tenido el gusto de sentirlas, como en mis brazos, llevándolas a la cama o sobre el escritorio. O en el sofá y en todos los lugares propicios, como dijo el poeta, desde la mesa de la cocina hasta un banco en el parque. En aviones, autobuses o en el asiento de un vagón de metro. A otras solo les he puesto los ojos encima, sin roce; y las he sentido como el que mira un objeto deseado en un escaparate. Pero esta diferencia de trato no ha influido nunca en lo que he sentido con ellas; y ha sido determinante la recomendación de otros. Me dejo llevar por lo que ellas me dicen, por los lugares en los que estamos juntos —por cualquier quicio— o a los que me llevan, por todo lo que me sugieren, lo que me enseñan, por todas las palabras con las que aprendo, a veces como si me las susurrasen al oído. Hay una complicidad que se sustancia casi siempre en el tiempo que pasamos a solas. Con música, incluso con el televisor encendido, que, llegado el momento, y es recomendable, hay que evitar que suene. Otras veces no estamos solos, compartimos con otros todo, como si necesitásemos las relaciones sociales como forma de vida fuera de esta intimidad de un hogar cómodo, una luz natural que entra por la ventana o ese inevitable foco artificial del que uno se sirve para seguir disfrutando de ellas cuando es de noche. Obras que leo. Lecturas que me ocupan el tiempo en esta cuenta atrás de una vida tan corta que no me va a permitir disfrutar de todas las que deseo conocer, y que meto en casa, sin consultar a nadie, sin pedir permiso. A otras las conozco en casa ajena, fuera, y tengo la suerte de que la biblioteca me permite traérmelas aquí y disfrutar con ellas. Me las prestan. Así dicho, parece como de trata, de demasiado mercadeo, y alguno creerá que las tengo como objetos. No. Ellas saben que no, que son la sal de la vida. Y el ingrediente principal de mi trabajo. Hay entre mis allegados quien me dice que no puedo acumular tantas, que no me caben ya en casa; y yo no hago mucho caso. Dos notas finales: espero que nadie se moleste por la foto y el juego con ella y el título y texto de esta entrada. No he podido dar la referencia de autoría de la instantánea, sacada de esta página, que lleva un texto de Guillermina Torresi. También quiero decir que la primera y única persona que escuchó este texto antes de publicarse fue Mabel Dordio, a quien quiero tanto.

viernes, agosto 02, 2019

Las crónicas de Alfonso


Lamenté no haber podido estar en la presentación en Cáceres de Las crónicas dispersas (Cáceres, 2019), de Alfonso Domínguez Vinagre; pero me alegro de haberme traído un ejemplar de Boxoyo Libros que me he leído como si hubiese estado conversando con su autor, un gustoso no parar. Él mismo alude en uno de sus últimos apuntes que es de «temperamento nervioso y vital», y todos los que le conocen pueden confirmarlo. Yo lo he vivido leyendo estas páginas, que me gusta que contengan afirmaciones así: «Mantengo la palabra. Mantengo el equilibrio. Mantengo lo que quiero y lo que puedo. Mientras se pueda. Y respecto a lo que no pueda mantener porque se imponga la rotundidad del tiempo, la certeza del cuerpo corruptible y mortal, y la fragilidad de las redes neuronales, respecto a esto, que me quiten todo lo bailado. Todo. Que fue mucho». Sin embargo, esa incontinencia de Alfonso en el contar y opinar parece como embridada en estas crónicas. A estas alturas de la vida, y con lo vivido a las espaldas, uno podría tender a te vas a enterar ahora de todo lo que me pasó, de todo lo que yo he hecho; pero no, estas crónicas están muy medidas, incluso —o, sobre todo— aquellas que se expanden y dividen en secuencias, muy breves, de grata lectura. Dice uno de los muchos amigos de Alfonso, Isidro Timón, en el prólogo de este libro, que se queda con la «Crónica de cuando le dimos vida en los márgenes mientras mataba PISA a la educación», uno de los títulos más abstrusos del libro, así sin entrar en el texto, que merece atención y nota. Yo, sin embargo, me quedo con otros, como «Sobre resiliencias varias», porque aparece ese Alfonso agreste en estado puro al lado del profesor de filosofía, del lector de Camus y El mito de Sísifo. Sí. Me gusta mucho cómo está escrito ese trozo, con esa nula lluvia que no da manzanas, ni peras, ni bruños, ni ciruelas, ni almendras…, solo esos diminutivos cercanos de la higuerita, el «cuenquito de cerezas y unos perinos inmaduros» (pág. 92), y esa manera de pensar en toda la pasión que colocamos en el fracaso, como dice en un momento del libro en el que encuentro una de las más celebrables relecturas de un verso de Gil de Biedma. El autor de Moralidades escribió en «Albada»: «y silbarán los pájaros —cabrones—». Y Alfonso ha escrito: «Cuando cantan los pájaros que alimento, los joíos». Me gustan estas confluencias. Emociona cómo puede leerse una novela como La tierra que pisamos, de Jesús Carrasco, en esa clave agreste y visceral con la que se mueve por el mundo Alfonso Domínguez, de los Vinagre (pág. 150). Este libro es la crónica parcial de la vida de un tipo entero y vero, entregado a las causas que importan —hay crónicas que hablan de ello—, partícipe de lo que ocurre en una ciudad, en un país y en una calle —Moret, por ejemplo, de donde salen personajes como Oswaldo o Dam—, un amigo que recuerda en el último texto a su amigo Luis Costillo; y está escrito de una manera entrañable, lúcida y reivindicativa, cabal y nostálgica, contundente, firme. Nada dispersa. Un libro local e individual, como tantas otras cosas que deberían elevarse a otra potencia.

jueves, agosto 01, 2019

Agosto


He recibido agosto con una canción de Lila Downs, «Ser paloma», que canta con la también mexicana Carla Morrison en su disco Salón, lágrimas y deseo (2017), que me traje de un concierto de Lila que vimos en directo C. y yo en Madrid en noviembre de ese año, un disco dedicado: «Para la mujer, la que lucha por el día y por la noche, la que baila en la ciudad, la que se levanta aunque pese la oscuridad a su alrededor…». Y recibo agosto con estos versos de Ida Vitale, de un libro de 1953, Palabra dada. «Agosto, Santa Rosa», se titula, y dice así:

Una lluvia de un día puede no acabar nunca,
puede en gotas,
en hojas de amarilla tristeza
irnos cambiando el cielo todo, el aire,
en torva inundación la luz,
triste, en silencio y negra,
como un mirlo mojado.
Deshecha piel, deshecho cuerpo de agua
destrozándose en torre y pararrayos,
me sobreviene, se me viene sobre
mi altura tantas veces,
mojándome, mugiendo, compartiendo
mi ropa y mis zapatos,
también mi sola lágrima tan salida de madre.
Miro la tarde de hora en hora,
miro de buscarle la cara
con tierna proposición de acento,
miro de perderle pavor,
pero me da la espalda puesta ya a anochecer.
Miro todo tan malo, tan acérrimo y hosco.
¡Qué fácil desalmarse,
ser con muy buenos modos de piedra,
quedar sola, gritando como un árbol,
por cada rama temporal,
muriéndome de agosto!

Ida Vitale dice en otro momento de su obra poética que el sobresalto fuera y dentro del poema es como aire contenido, y se recrea en el mero acto de leer y releer una frase, una palabra, un rostro, dice, y hay un momento en el que yo entiendo que ella hace una recomendación: «Caminar despacio, a ver si, tentado el tiempo, hace lo mismo».