martes, julio 23, 2024

La mala costumbre

Me recomendó esta novela Julia, que la había leído por un préstamo digital al que llegó por un sendero de afectos que me apetece recordar, según su relato. Resulta que algún seguidor de su magnífico podcast Superíndice —lo mantiene desde hace unos años con su amigo David Pedé—, le comentó que habían leído en un club de una biblioteca manchega La mala costumbre (Seix Barral, 2023). Ante el interés de Julia por esa obra de Alana S. Portero, le pidieron sus datos y le hicieron el carné de la Red de Bibliotecas de Castilla-La Mancha para beneficiarse de inmediato del préstamo en formato digital. Ella intentaba mostrarme con qué facilidad —y gentileza— había podido llegar a una novedad tan reciente, aunque suponía que yo me haría con un ejemplar en papel. En efecto, compré el libro a finales de marzo de este año, una mañana en la que también me llevé La llamada. Un retrato (Anagrama, 2024), de Leila Guerriero —que estoy leyendo mientras el gobierno de Milei suprime las políticas de memoria, verdad y justicia—, y regalé Historia de la mujer caníbal (Traducción de Martha Asunción Alonso, Impedimenta, 2024), de Maryse Condé. Hasta mediado junio no confirmé que la de Julia era una buena recomendación, y que, por desgracia, hay buenos textos que no logran sobreponerse a la perturbación mediática generada por aspectos no literarios. Se me dirá que es inevitable; pero, al menos, yo me lo pongo de relieve. Y añado que si la perturbación es como la que ha habido y hay en torno a Alana S. Portero, bien está. Sin dudar, me alegro del éxito de La mala costumbre, que, en enero de 2024, llevaba nueve reimpresiones, desde mayo, e imagino que habrá aumentado bastante en este medio año; y me alegro de que esta novela le haya cambiado la vida, como ha declarado la autora en muchas entrevistas, y de que su publicación sensibilice sobre una realidad incómoda para muchos, que remueva y reivindique; pero me gustaría que se hablase más de literatura cuando se hable de ella. Su literatura tiene suficiente sustancia para aupar esta obra hasta su consideración de fenómeno editorial. La construcción del relato y de sus personajes, la manera en que está escrita una novela o cuáles son los recursos para crear comicidad o turbación no son, lamentablemente, materia de las conversaciones literarias que nos muestran los medios. En el caso de Alana S. Portero mucho menos, quizá, por el impacto de su vida y la relación con la historia que ha escrito. Cuando Julia me recomendó la novela, yo contaba con pocos referentes sobre el éxito editorial que ya era y sobre su autora. Después de leer La mala costumbre podía decir que me había construido una imagen de Alana S. Portero solo a partir de la lectura de su obra, y la imagen no pudo ser más simpática. Y ocurre que se imponen, junto a los criterios estrictamente literarios, los de afinidad personal; esos que a veces uno siente cuando lee un libro bueno que, además, está bien editado y que da gusto tener en las manos. Entonces, a la tipología de unos personajes que deambulan por una historia radicada en un barrio obrero como el madrileño de San Blas, se sobrepone el cómo se presentan, desde el puro suelo de la calle contra el que se estampa un yonqui —«Efrén era guapísimo» (pág. 13)— o bajo la sábana blanca de una funeraria que es como un lienzo en el que se dibuja la estructura inevitable de la novela. A lo mejor puedo decirlo de manera más precisa si confieso la sensación tan grata de encontrar en la página 226 un juicio sobre un momento tan celebrativo como el desayuno, y un equivalente para la protagonista en las horas del primer café de los domingos: «cuando aún se ve la vida desde detrás de las ventanas y se piensa despacio pero hondo, como si aún se conservase la cualidad deslizante del sueño». Y entonces, junto a la gracia de una disposición en capítulos breves como teselas de un mosaico, con la excepción —también tipográfica— de un corte esencial, o las referencias literarias y mitológicas en precisas dosis, uno quiere ver la virtud hasta en un azaroso salto de página que retarda la aparición de una palabra importante: «Ese «señor» pronunciado desde la miseria del chupatintas que no tiene donde caerse muerto pero que lleva una identificación oficial me provocó una» (pág. 79). Y se lee en la página siguiente: «arcada». Tengo que agradecerle a Julia la recomendación y decirle que aquí tiene copia en papel de La mala costumbre por si la quiere releer, que es una experiencia siempre gustosa, como el que se regodea en la tenencia de un tesoro sin ser codicioso.

miércoles, julio 17, 2024

Carta del Bufón

En abril de este año me suscribí al plan anual de Ediciones del Bufón, la editorial de las artes escénicas de la periferia, y su interesantísima y esmerada colección de textos teatrales; y hace una semana recibí un nuevo título, el más reciente de su catálogo: El patio número 3, del sevillano de Estepa Víctor Muñoz. Ya habrá ocasión de decir algo sobre este texto pautado en dieciocho escenas —más la inicial que sirve de pórtico— que son dieciocho días de una condena infame y que está lleno de intención poética y patética. Por el momento, diré que me llegó con una carta sin fecha de Ediciones del Bufón que reproduzco: «Querido amigo: Te hacemos llegar el segundo libro de nuestro catálogo anual: El patio número 3, de Víctor Muñoz, que, además, inaugura nuestra colección Nuevos Bufones. Probablemente, sea una de las historias más conmovedoras que vayas a leer este verano, pero no queremos adelantarte nada. | Junto con el libro, estás recibiendo una suerte de heraldo, la orgullosa insignia que te condecora como miembro de este linaje de bufones. Sentimos decirte que con ella no te harán descuento en el dentista ni podemos garantizar que Hacienda te devuelva en la próxima declaración de la renta, pero imprime carácter. Ser un bufón siempre imprime carácter. | Como sabes, Ediciones del Bufón es una editorial pequeña, independiente y de pueblo, así que el apoyo que recibimos de lectores como tú es fundamental. De momento, hemos superado el centenar de suscriptores y estamos muy felices por ello, pero necesitamos alcanzar los doscientos antes de que acabe el año. Así que, para que esta familia siga creciendo, nos ayudaría mucho que nos recomendases entre tus allegados. | De nuevo, muchísimas gracias y esperamos volverte a escribir en breve. | Un abrazo de los que aprietan, | Mercedes Martínez | Responsable de Ediciones del Bufón».

martes, julio 09, 2024

Agamenón vengado

Ayer en Mérida asistí a un estreno especial. Vi la primera representación de la tragedia neoclásica Agamenón vengado desde que la escribiera el zafreño Vicente García de la Huerta, en la década de los setenta del siglo XVIII. No se representó en ningún teatro público y quizá, según su autor, pudo hacerse una lectura declamada en alguna casa particular. Ahora, se ha atrevido con este texto la actriz y directora Raquel Bazo y la Escuela de Teatro TAPTC? teatro, la compañía responsable, con Javier Llanos, de «Agusto en Mérida», el sugerente proyecto de talleres-montajes de alumnos de teatro en diferentes espacios alternativos de la ciudad y en el marco del LXX Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Para mí fue todo un acontecimiento ser testigo de esta rara recuperación de un texto en verso del siglo XVIII, basado en la Electra de Sófocles, pero a través de una fuente más cercana y en prosa como La venganza de Agamenón (1528), de Fernán Pérez de Oliva, que Huerta leyó en el tomo sexto de 1772 del Parnaso Español de López de Sedano. Ese hilo lo ha continuado ahora Raquel Bazo con una versión respetuosa, en términos generales, con lo que escribió García de la Huerta, pero con alguna licencia como la inclusión de un personaje que no está en el original ni en otros testimonios: Coéfora, «amiga y confidente de Electra», que quizá provenga más de Esquilo que de Sófocles, y que —a falta de la lectura de la versión de Bazo, que ojalá me pueda hacer con ella— interpreto como una suerte de coro en homenaje al espíritu más clásico ausente en el texto dieciochesco. Un texto de una «singular originalidad», en palabras que el hispanista americano Russell P. Sebold pronunció en Zafra en noviembre de 1987 en la clausura de un simposio sobre Huerta, recogidas en su trabajo «Connaturalización y creación en el Agamenón vengado de García de la Huerta», que se publicó en la Revista de Estudios Extremeños (t. XLIV, 2) al año siguiente. En cuanto a la fidelidad a la tragedia huertiana de esta versión —que acorta los versos hasta dejar la duración en poco menos de una hora—, me ha llamado la atención que incluso mantenga un gazapo de García de la Huerta.  Cuando hace decir al consejero Cilenio al planear la simulación de la muerte de Orestes en la jornada primera: «cubrid de paños lúgubres funestos / una urna sepulcral proporcionada, / que cargada en los hombros, entrar dentro / podréis, diciendo, que lleváis en ella / del muerto Orestes las cenizas». Y, más adelante, la jornada tercera comienza con el «presente» que traen a Clitemnestra: «El cuerpo embalsamado / de Orestes, de su hijo, / guardado por nosotros con prolijo / esmero en esta caja». El error es de García de la Huerta, pues Pérez de Oliva dispone al principio de su obra «una caja capaz de un cuerpo humano» en la que dirán que irá el de Orestes. Raquel Bazo mantiene el texto de Huerta pero saca a escena una urna o vasija de barro sobre unas andas que no será difícil de sustituir —junto a un retoque de los versos— para enmendar el fallo del dramaturgo. Plausible, en cualquier caso, el trabajo de la adaptadora con una obra que no permite florituras y en la que resuelve airosamente movimientos como la representación de las muertes de Clitemnestra (herida dentro y muerta en escena) y Egisto (herido en escena y muerto dentro), por la ausencia casi total de recursos escenográficos de este montaje. No se pudo sacar más con menos. Como igualmente cabe decir de la interpretación, levantada en algunos casos en poco tiempo para afrontar cambios de última hora, desigual en el elenco —de la solvencia de Clitemnestra a los tropiezos de Fedra—, pundonorosa en el ímpetu, aficionada en la ejecución, y con gestos como el de ese Orestes barbilampiño que, sin reparo y despojado de su traza de héroe trágico y de la liberación de su doble venganza, se mezcló entre el público para decir: «—¡Qué mal lo he pasado!» Placentera e instructiva forma de ver teatro a los pies de un coloso como el Festival de Mérida, que acierta en cuidar estos atractivos añadidos en espacios distintos —muy céntrico el de anoche en la Terraza Augusto del Parador— y en formatos tan esenciales y a la vez tan trascendentes. Un estreno muy especial con tres funciones más hasta el jueves 11.


jueves, julio 04, 2024

Casa de los Ribera (II)

Hay todavía en la fachada de ese caserón en la ciudad monumental de Cáceres, en el que entraba hace años varias veces a la semana, una placa de metacrilato que lo anuncia como Casa de los Ribera. No hago mucho caso a la vacilación gráfica del apellido —se lee Rivera en fuentes documentales y así aparece en el capítulo sobre el patrimonio arquitectónico del reciente libro sobre los 50 años de la Universidad de Extremadura— y siempre he preferido la be alta o be larga, como dicen en Perú. El «palacio» data de la segunda mitad del XVI, y se restauró en 1980 para ser la sede del Rectorado de la UEX en Cáceres. Las dovelas almohadilladas de la portada me recuerdan siempre por su atractivo la fotografía que hizo Bernardo Pérez para El País a Gilberto Gil cuando le dieron el Premio Extremadura a la Creación en septiembre de 2005, con el cantante y ministro de Cultura brasileño reclinado sobre los sillares de la Casa de los Condes de Adanero. En la de los Ribera estuve durante siete años como director de publicaciones de la Universidad, y entonces fue cuando pensé en utilizarla como título para un libro sobre mi experiencia como editor. Una idea que deseché por pretenciosa y que, pasado el tiempo, podrá convertirse en la segunda parte de El trabajo gustoso. Un cuaderno de clases (Editora Regional de Extremadura, Col. Ensayos, 5, 2002). Al fin y al cabo, en la presentación de aquello ya dije como en broma inconsciente —hace veintidós años— que la continuación sería para cuando me jubilase. Por eso, Casa de los Ribera. Nuevos apuntes de profesor viejo, esbozos de un original que fue creciendo y que puede ser un librito algún día.

miércoles, julio 03, 2024

Casa de los Ribera (I)

Izquierda y derecha las del público. En el foro, la pizarra tiene la rara prestancia de quien tuvo y aún retiene, un recuerdo todavía útil de un tiempo que el curso pasado quise fijar con el título que puse a una antología para clase de poetas iberoamericanas: Pizarra —de Julia de Burgos a Cristina Peri Rossi—, como un homenaje a un mueble con voluntad pedagógica. Algunas mañanas molesta el sol lateral y hay que oscurecer el aula siete como una sala de teatro para que pueda verse la pantalla, y así de paso evitar que dé a la altura justa de sus ojos. Para asegurar la ficción teatral todavía hay tarima, y un atril que, al centro y visto desde arriba, a veces me ha parecido una extraña concha de apuntador. No sé si pienso por libre o mi escasa resolución es definitivamente la prueba de una dependencia insuperable; pero me gustaría repetir en clase lo que respondió Fernando Aramburu hace un par de años en un cuestionario de El Cultural: que es un hombre que «ama las humanidades, confía en la educación, reprueba la violencia, colecciona y agradece los pequeños placeres». Otro de los numerosos ejemplos que pueden ilustrar esta dedicación a la inteligencia vicaria, a convertirse en un medio entre los que saben y los que quieren saber; hasta el punto de que dudo tantas veces si hay algo en todo esto que pueda atribuírseme enteramente, y que no deba nada a lo leído. Imposible.

lunes, julio 01, 2024

Abril es un país

Sin desmerecer su trabajo diario como corresponsal de El País en Portugal, creo que Tereixa Constenla ha escrito la mejor y más fascinante de sus crónicas desde que llegó a Lisboa. Ha tardado poco más de un año y le ha ocupado algo más de trescientas páginas: Abril es un país. Los heroísmos desconocidos de la Revolución de los Claveles es su título, y la ha publicado Tusquets Editores en abril de 2024. Tiene la forma de un libro con el atractivo de la frescura y la actualidad de una crónica porque incorpora la cronología de su propio proceso de creación. El relato basado en entrevistas y en una selectiva tarea de consulta de documentación va pautado con las fechas que lo hicieron avanzar, quizá desde una primera experiencia motivadora que arrancó en la que pudo ser la primera noticia enviada a El País por Tereixa Constenla, la muerte de Otelo Saraiva de Carvalho —el redactor del «guion de la libertad» (pág. 211)— el 25 de julio de 2021. Luego vienen, por ejemplo, la del último día del año 2022, cuando la periodista conversó con el fotógrafo Alfredo Cunha, o la de marzo de 2023, cuando entrevistó a la diplomática Ana Gomes, estudiante activista en los tiempos de la Revolución. Mayo de 2023 fecha el encuentro con la escritora mozambiqueña Paulina Chiziane, y a finales de ese año dice Constenla que «finalizaba este libro» (pág. 303), que, sin embargo, seguirá formándose hasta principios de febrero de 2024, sí, cuando leemos que habla por teléfono con el sacerdote Vicente Berenguer, que vivió la masacre de Wiriyamu en diciembre de 1972. Son estas algunas de las marcas que balizan el presente desde el que se reconstruye un tiempo pasado hace cincuenta años, contado, en afortunada anacronía, en tres grandes partes: «Revolución», «Antes de la revolución» y «Después de la revolución», más un breve epílogo, «Abril es un país». Se lee muy gustosamente como una narración literaria que no pierde en ningún momento su índole histórica. Es otro atractivo esa clave, casi poética —qué presentes están las fuentes literarias de Lídia Jorge o de Sophia de Mello Breyner Andersen—, que juega con el lenguaje figurado en el retrato de lo real, como al calificar el 25 de Abril como el «montaje más perfecto» (pág. 55) de un militar como Otero Saraiva de Carvalho que siempre quiso ser actor; que anima el recorrido con títulos de capítulos a la antigua usanza de la novela popular por entregas («Un encuentro entre colegas», «El Conejo está en la madriguera», «El ataúd más barato del mercado»...); o que extrae toda la belleza visual a esa acción-poema de la camarera Celeste Caeiro ofreciendo un clavel al miliciano de la columna de Santarém que lo acomoda en el cañón de su fusil (pág. 82). Ellos también son esos héroes desconocidos de una Revolución que «democratizó los sueños» y que acompañan en esta crónica excelsa a los nombres principales que aquí se reivindican, como el capitán Fernando José Salgueiro Maia y su mujer Natércia da Silva Santos, como el cabo insumiso y tantos años en el anonimato José Alves da Costa, y como otros que aparecen con sus historias y que recomiendo vivamente que el lector conozca a través de la tan bien llevada narración de Tereixa Constenla. En el apéndice bibliográfico de Abril es un país se enumeran libros, artículos y archivos que han servido para la elaboración de la obra, y que no son más que una muestra de lo que se supone una investigación con copiosos materiales, y así se manifiesta en las alusiones que el cuerpo del texto hace a otras fuentes que no están citadas, como la entrevista del querido Fernando Assis Pacheco (págs. 105, 213, 233), los libros Portugal hoy, de José Gil (pág. 221) o Ascensão, Apogeu e Queda do M.F.A., de Diniz Almeida (pág. 251), y, me pregunto, si una referencia tan llamativa para un lego como yo como el libro de Viale Mountinho Un abril en Portugal que, en traducción de María Fernanda de Abreu, publicó la editorial Júcar en España en julio de 1974, y cuya nota preliminar estaba fechada en mayo de ese año. Una curiosidad. En fin, lo mejor que le ha podido ocurrir a la todavía necesaria reparación de la mirada de España hacia Portugal ha sido la publicación de esta obra de Tereixa Constenla, un regalo que hay que leer para querer más a estos vecinos de abril.

miércoles, junio 19, 2024

El castillo de Lindabridis

Es siempre un motivo de alborozo un título nuevo que refresque el repertorio habitual del teatro clásico español que puebla nuestros festivales, que haya una novedad que altere la persistente presencia en sus carteleras, como si se agotase ahí, de títulos como Fuente Ovejuna, La vida es sueño, La dama duende, El alcalde de Zalamea, La Celestina u otros que están en el canon más académico. Por eso, es para celebrar que en la trigésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Cáceres nos hayamos encontrado con esta esquinada pieza cortesana de Calderón de la Barca, El castillo de Lindabridis, que nos ha traído la compañía Nao d'amores que dirige Ana Zamora, a la que el Ministerio de Cultura y Deporte reconoció en septiembre del año pasado con el Premio Nacional de Teatro 2023, precisamente, «por su recuperación del patrimonio teatral español». La trayectoria de su equipo —que va reponiéndose con su trabajo riguroso de la ausencia de su directora musical Alicia Lázaro— acredita esta vocación de lectura e interpretación de nuestra literatura dramática antigua, y ha dejado estupendas huellas de su paso por el festival cacereño, si no estoy equivocado, desde 2008, con el Misterio del Cristo de los Gascones, y luego, con las Farsas y églogas de Lucas Fernández en 2012, la Comedia Aquilana de Torres Naharro en 2018, Nise, la tragedia de Inés de Castro o la Numancia de Cervantes en la edición número XXXIII de nuestro festival. Aunque creo que la primera presencia de Ana Zamora como directora de escena y autora de versión fue en el XVII Festival de 2006 con la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente, que trajo a Cáceres la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El castillo de Lindabridis, quizá de 1661, es una comedia caballeresca, un género no muy bien considerado en el conjunto de la producción de Calderón, lo cual ha podido ser un acicate, un reto para Nao d'amores que, además, se ha fijado en un texto del XVII —eso sí, que remite a la novela de caballerías del quinientos— más alejado de su acostumbrado trato con el teatro prebarroco. Otro de los alicientes que para esta compañía ha debido ofrecer esta obra calderoniana es la presencia esencial de la música, inseparable de las propuestas escénicas de Nao d'amores, y, en este caso, uno de los atractivos del montaje que vimos la noche del domingo 16 en la Plaza de San Jorge. Más específico y destacado es el rescate de una tonadilla napolitana anónima del siglo XVII «Si li femmene purtassero la spada» («Si las mujeres portasen la espada»), que abre y cierra la función, y subraya el papel de unas mujeres que deciden sobre su destino; pero el contexto armónico no solo embellece sino que subraya los significados con la misma maestría y buen hacer que cabe atribuir a tantos recursos que convergen en la dinámica acción dramática. Uno de ellos es el uso de la escenografía, elaborada y compleja, movible como el castillo-palacio de Lindabridis —«pájaro del mar y pez del viento»—, descompuesta en piezas que encajan entre ellas y que enmarcan el espacio creando la sensación de que nos encontramos ante un teatro de títeres —el juego de las apariciones del Rey o de determinados movimientos de los actores—, acentuada por la disposición en el escenario de bancos laterales ocupados parcialmente por el público. Y realzado todo, diría yo, por el recogido espacio de una Plaza de San Jorge idónea para estas intenciones, a pesar de que sigue teniendo el problema de los ruidos incívicos que vienen de la Cuesta del Marqués y que tanto molestan al público situado en lo más alto de la grada. La plasticidad de otros recursos potencia el componente imaginativo, poético y fantástico de la obra, como ocurre con la recreación del hipogrifo o animal parecido que componen todos los actores del elenco en sugerente síntesis metateatral. En ella están fundidos los cinco ejecutantes, los actores que se reparten los papeles de Rosicler, Floriseo, Febo, Meridián, el Rey, el Fauno o Malandrín, que son Mikel Aróstegui, Miguel Ángel Amor y Alejandro Pau, muy solventes los tres, aunque el último con mayor y feliz notoriedad en el papel del gracioso muy particular de Malandrín que también hace de narrador distanciado que implica en ocasiones al espectador; y las dos mujeres, Inés González como Lindabridis, y una portentosa Paula Iwasaki como Claridiana a la que cabe adjudicar buena parte de la aprobación y el aplauso que mereció este montaje de Nao d'amores que ha vuelto a elevar el nivel de calidad del Festival de Teatro Clásico de Cáceres. Gracias.

lunes, junio 10, 2024

La discreta enamorada

Por una crítica de Javier Vallejo, publicada en El País tras una representación de La discreta enamorada en el Festival de Almagro en julio del año pasado, supe que la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico combinaba tres repartos para la ejecución del espectáculo que tuvimos la suerte de ver el sábado 8 en Cáceres. La fórmula tiene la bondad de repartir los papeles principales entre más actores y actrices, algo factible en una compañía copiosa, como es el caso, y de un incuestionable talento. Y a los estudiosos y al público apasionado permitirá comprobar los matices que dan al texto sus diferentes intérpretes. Pero cuando en uno de esos repartos interviene —en el papel del Capitán Bernardo, «con la nieve de sus canas»— el director de la compañía y eminente actor Lluís Homar, parece inevitable la prelación en lo que se pretende distributivo, y, sin faltar al joven Íñigo Arricibita (Bernardo en el Gran Teatro), echar de menos mayor notoriedad en la diferencia de edad del padre y galán y del hijo y la dama en el extraordinario enredo que ofrece Lope de Vega en esta entretenida comedia de 1606-1608. Del mismo modo que es inevitable pensar en las plazas principales en las que ha actuado Homar y en aquellas de gira por provincias sostenidas sobre el otro actor. Sea como fuere, el sábado, en esta periferia extremeña y en interior a la italiana, la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico nos trajo de nuevo —menos mal— uno de esos espectáculos totales, bien hechos y con voluntad de ensanchar generacionalmente la visión de nuestro teatro —¿antiguo? El sábado Cristina Marín-Miró fue Fenisa, Felipe Muñoz fue Lucindo y Míriam Queba fue Gerarda; pero imagine el espectador que de la discreta enamorada Fenisa hiciesen Nora Hernández —el sábado el criado Fulminato, piano y voz— o Ania Hernández, espléndida en Cáceres con su papel del caballero Doristeo —además de piano y voz, también—; o que el actor del Lucindo fuese Antonio Hernández Fimia, que el sábado interpretó a Finardo y en otro reparto es Fulminato. Sirva este carrusel para fijar una función única en la que destacó actoralmente Xavi Caudevilla en el papel del criado de Lucindo, Hernando, que tocó la guitarra, el trompón y cantó, colaborando con brillantez en uno de los atractivos del montaje, la música en directo. Una música —presente en algún momento del texto de Lope— que abre y cierra la función con el ritmo de lo festivo —la fiesta del teatro que va a comenzar, con todos sus preparativos, incluyendo a sus técnicos, maquilladoras, apuntadora..., y la fiesta de un final que exalta y celebra el trabajo bien hecho—, y que tiene el sutilísimo y bello contrapunto de la interpretación de una versión de «Vestida de nit» de Silvia Pérez Cruz. Pocas veces la contemporaneidad colorea una obra clásica con tanto gusto, también en la escenografía (Jose Novoa) y el vestuario (Deborah Macías), que armonizan con la presencia a veces coral de los actores; de tal modo que en sus circulaciones hay una especie de reflejo del movimiento de atracción que ejercen las mujeres (Fenisa y Gerarda) sobre las que pivotan las acciones dramáticas, pero, sobre todo, las figuras masculinas, que se mueven en los dos escenarios principales, la plataforma deslizante de la casa de la viuda Belisa y de su hija, y el andamio practicable que representa —también— la casa de Gerarda —la «cortesana, que vive en este balcón». Un espacio presidido por el anuncio luminoso de neón con un «Hope» (Lope) que es todo un símbolo de la frescura, el dinamismo y la brillantez de esta lectura —por qué no, esperanzada— de un texto clásico que se dio casi íntegro, tal cual se nos ha trasmitido desde el Fénix. De ahí las dos horas y pico que duró todo y que pasaron como se consume lo que complace mucho, prontamente. A la salida —doce menos cuarto de la noche—, los dos trailers que cortaban la calle de San Antón corroboraron la sensación de apretura del espacio escénico en el que tan bien se desenvolvió esa mujer enamorada, Fenisa, discreta por juiciosa e inteligente, que aportaba en el acto segundo una de las claves de su perfil: «Amor me dio la invención».

martes, junio 04, 2024

Melancolía y sueño

Tengo que enseñarle a Tomás Pavón, autor del penúltimo tratado de melancolía que conozco, este pequeño librito de 9,5 x 14 cm. editado por Olañeta con esmero en su colección Centellas: Alonso de Freylas, Si los melancólicos pueden saber lo que está por venir con la fuerza de su ingenio o soñando. Edición crítica de Felice Gambin. Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 2023, 197 págs. Con ese tamaño, se comprenderá que un texto que en su original ocupa menos de una docena de páginas —las últimas de una obra de Freylas publicada en Jaén en 1606 bajo el título de Conocimiento, curación y preservación de la peste— de para un volumen de casi doscientas. Lo acrecen la introducción («Melancolía y adivinación: soñar entre "amplios espíritus áureos y bellos"») de Felice Gambin, catedrático de la Universidad de Verona, que ocupa ciento veintiocho páginas, y el aparato crítico, la bibliografía y el índice onomástico que son las treinta finales, pues el texto es el tramo más corto (págs. 131-167). Gusta leer así, con ese cuerpo de libro, una obra tan curiosa en el contexto de los tratados médicos del siglo XVI y, en concreto, los centrados en el contagio de enfermedades como la peste, que en 1602 asoló Jaén, la ciudad de nacimiento del autor, el médico Alonso de Freylas (1558-1622), que fue discípulo de Francisco de Vallés, médico personal de Felipe II. De ese contexto trata Felice Gambin en su introducción, que nos presenta el breve discurso de un autor que renuncia a tratar la adivinación supersticiosa, la quiromancia, o, entre otras prácticas, la interpretación de los sueños, y que, sin embargo, tiene como objetivo «establecer si sería posible de forma natural, con la fuerza y la naturaleza del humor melancólico, saber y pronosticar los acontecimientos futuros, sin la intervención de ningún espíritu bueno o malo» (pág. 42 y, en el texto del discurso,134-135). El tipo de melancólicos en el que se fija Freylas es el del ingenioso y prudente, el virtuoso, y el tipo de adivinación del porvenir del que habla está relacionado con el sueño, lo que tratará Gambin en su estudio, que también hace un repaso histórico de la melancolía, que ya abordó en su libro Azabache. El debate sobre la melancolía en la España del Siglo de Oro (2008), un título que recuerda la analogía de Huarte de San Juan en su Examen de ingenios para las ciencias de la melancolía con la piedra negra y resplandeciente a la vez del azabache. En aquel libro de Gambin, que llevó una esclarecedora presentación de Aurora Egido y un sugerente prólogo de Giulia Poggi, vimos por primera vez la alusión al tratadito de Freylas que ahora se publica en esta atractiva edición que solo tiene de chico y de menor su tamaño. No imaginaba yo hace años acumular tanta bibliografía sobre el temperamentum melancólico, incluyendo lo de Tomás Pavón.

sábado, junio 01, 2024

Santo silencio profeso

El último fin de semana de este recién pasado mes de mayo escuché, en menos de veinticuatro horas, en dos ocasiones antes de sendas representaciones teatrales, los avisos encarecidos al público para que silenciase sus móviles, y en las dos ocasiones fue inútil. El domingo 26 por la tarde, en el Gran Teatro, sonó «Mi jaca» el tiempo suficiente para que cupiesen la letra de Ramón Perelló, la música de Juan Mostazo, y la voz de Estrellita Castro que inmortalizó la pieza. Lamentable. Fue en el último tramo de Santo silencio profeso, la obra de Fulgen Valares (1972-2018), que acudí a ver como un recuerdo en homenaje al actor, director y escritor cuya trayectoria literaria se truncó tan inesperadamente. A principios de 2007 había publicado en la colección «La luneta» de la editorial De la luna libros ese «monólogo para sillón orejero o mesita de noche» que tituló con el primer verso de una letrilla satírica de un inmortal Quevedo decidido a callar para no tener más problemas por hablar: Santo silencio profeso. Es un texto profundo y complejo, con extensas y detalladas instrucciones de dramaturgia en sus acotaciones, y en el que la voz de El hombre que es Quevedo, encerrado en San Marcos de León desde diciembre de 1639, asume («siempre a través de la boca del hombre») las de sus obsesiones presentes en los objetos de su fría celda, ofuscaciones representadas por el rey (La almohada), por su abuela (La cortina), por la dama de sus amores (La silla) y por su enemigo Luis de Góngora (El títere). Por eso es tan meritoria la adaptación firmada por Aurora García, que dirige el espectáculo e interpreta a La cortina, compartiendo el escenario con un elenco en el que destaca Juan Carlos Anuncibai en el papel de Quevedo/El hombre, nombrado en esta adaptación como «Q», muy bien arropado por las actrices Ángeles Horrillo y Ángela Pajuelo. El trabajo de la compañía de Villanueva de la Serena Desmotable Teatro merece la pena y algo más de respuesta que las escasas cuarenta butacas que se ocuparon la otra tarde. Yo tenía alguna referencia de un antiguo montaje de Santo silencio profeso de marzo de 2015 en el Gran Teatro, como un taller de fin de grado de Fulgen en la Escuela Superior de Arte Dramático de Extremadura; y me apetecía saber cómo había resuelto el texto el propio autor.  Sin quitarle valor a la adaptación que ha hecho Aurora García, he sabido, gracias a la actriz y directora cacereña Olga Estecha, que Valares ya resolvió el gran escollo interpretativo de un solo personaje con un elenco en el que a Rubén Lanchazo —que hizo de Quevedo— le acompañaron ella —Olga— como abuela, dos actrices más y otro actor como Luis de Góngora. Aurora García y la propuesta de Desmontable han convertido, con buen criterio, pues, el monólogo del escritor «de aspecto cansado, taciturno, de unos cincuenta años», que se aferra a su «Bueno está lo bueno», en una sugerente representación imaginaria de recuerdos y fijaciones que añade, con sus tres figuras femeninas, unos recursos dramáticos que el público agradece. Fue un buen motivo para recordar a Fulgen Valares, y la verdad y la intensidad de una vocación literaria que, lamentablemente, se silenció en el mejor momento creativo.

martes, mayo 28, 2024

Tratado de melancolía posmoderna

Tratado. Lejos está este libro de Tomás Pavón recién publicado por Letras Cascabeleras de pretender ser una exposición didáctica. Su vocación es más reflexiva, más íntima y personal (véase abajo Melancolía) que aquella que busca ganar prosélitos. Más cercano está al Colinas de los Tres tratados de armonía que a Wittgenstein —lógicamente—, pues tiene de ensayo lo que hay en toda tentativa modesta de comprenderse en el medio en que uno vive, de explicarse un poco el mundo. Léase un mundo que va «tan rápido como los nubarrones que cruzan el cielo otoñal presagiando tormenta» (pág. 19). Sin más pretensión que esa de explicarse y con voluntad de no demorar al lector, porque los asuntos que abordan sus cuarenta textos no ocupan más allá de las seis páginas y algunos se reducen a unas siete («Selfi») u ocho («Cronologías») líneas. La reflexión sobre un asunto se concentra en su esencialidad, de tal manera que se habla de lo sustantivo desde la periferia, desde el detalle, que se materializa en una escena o una imagen evocadora, llevadas en un estilo sobrio y atractivo, preciso y contenido, familiar para los lectores de Tomás Pavón, que ya evocó espacios, personajes y músicas en su Fin de milenio (Cáceres, Ediciones Alternativos de España, 1997) o su Cuaderno de Corto Maltés (Badajoz, Del Oeste Ediciones, 1999). Melancolía. Impone una tonalidad a la obra que, dada la variedad formal y genérica de sus partes, puede ser su más evidente rasgo común. Subrayada la melancolía en el título como objeto aparente, acompaña al lector en casi todos los textos de principio a fin, en sus variados matices de desolación, nostalgia o pesimismo, con pocos atisbos de regeneración. La escritura sirve de expresión de un estado de ánimo desde el que se analiza lo que pasa con una perspectiva que no esconde el abatimiento de «constatar que las cosas empeoran» (pág. 33), o, en «La estacada», de asumir «un infinito letargo» y que «el futuro es la nostalgia del ayer» (pág. 80). Posmoderna. Si el lector no quiere reconocer la dificultad conceptual del término, le bastará con sustituirlo por «actual», sin complicarse. Ayuda por acotación aclaratoria que los dos textos extremos sean dos hitos fechables que enmarcan todos los capítulos del libro: la crisis financiera de 2008 —el primer texto es «Lehman Brothers»— y la pandemia de 2020 —«Covid-19, el confinamiento» es el último. Así se elude uno de los problemas de una obra como esta, el de la pérdida de actualidad; pues el conjunto de los treinta y ocho capítulos restantes evita referencias a hechos noticiables de la magnitud de un terremoto como el de Haití, de las guerras en Siria, de los atentados en Francia, del triunfo del Brexit, de un Donald Trump presidente de los EE.UU., de la muerte de Fidel Castro o del referéndum y la declaración de independencia en Cataluña, entre 2010 y 2017, por ejemplo. Tomás Pavón se aleja de lo datable sin dejar de advertir lo candente —«Migrantes»— y confiesa su inclinación por latitudes distintas y añorantes —«Las noches del consulado», «La latitud de los caballos», «Mediterráneo»—, por lugares, ambientes, sonidos que a veces remiten a esa escenografía querida de «los luminosos de la autopista» (pág. 27) que casi se repiten en otros textos como «Queen of the Night» o se entrevén en los rascacielos imaginados de «La hora en que cierran los bares». Merece la pena dejarse llevar por este Tratado de melancolía posmoderna, que gana con la relectura y que he troceado con la intención de dar una medida de su entidad completa.

lunes, mayo 13, 2024

Biblioteca de Autoras Españolas

Me ha sabido a poco esta mañana en la Feria del Libro de Badajoz la exquisita muestra organizada por la Unión de Bibliófilos Extremeños (UBEx) Biblioteca de Autoras Españolas de Esperanza Marina Serrano. Sobre todo, después de saber por la presidenta de la UBEx Matilde Muro Castillo —en el texto del cuadernillo de presentación «Esperanza Marina Serrano. El amor a los libros»— que la colección de la que proviene consta de tres mil títulos dedicados a mujeres españolas creadoras. Por obvias razones de espacio es muy exigua la representación de un fondo que merecería una exposición mayor, dado su extraordinario interés y valor. Me ha sabido a poco también la mencionada presentación, sin un catálogo de las piezas expuestas, pues algunas son muy singulares, desde un ejemplar de la segunda edición salmantina de 1589 de las Moradas de Santa Teresa hasta algún tomo con dedicatoria autógrafa de las Obras completas de Emilia Pardo Bazán. Nombres como María Rosa Gálvez —se muestran los tres tomos de 1804 de sus Obras poéticas publicadas por la Imprenta Real—, Luisa de Carvajal, Fernán Caballero, Carolina Coronado, María Teresa León, en una poco vista edición de sus Fábulas del tiempo amargo, entre otros, estimulan las ganas de conocer todo el conjunto y a su responsable. Esperanza Marina Serrano (1939), que fue bibliotecaria en la Universidad de Extremadura, y antes en el Centro Coordinador de Bibliotecas de la Diputación Provincial de Badajoz, es una coleccionista particular muy especial, con raigambres bibliográficas y bibliofílicas. Su abuelo fue don Manuel Serrano y Sanz (1868-1932), el autor de los Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833, obra premiada por la Biblioteca Nacional en 1898 e impresa en Madrid en dos volúmenes por los Sucesores de Rivadeneyra en 1903 y por la Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos en 1905, y es inevitable pensar en que su nieta ideó su colección —parece que iniciada en 1973, según Ascensión Martínez Romasanta— como una manera de continuar y materializar en sus plúteos la labor de los apuntes del ilustre bibliotecario. Resulta, además, obvia la relación de esta mínima expresión que sabe tan poco —pero que motiva tanto— con proyectos como Bieses, la Bibliografía de Escritoras Españolas que coordinan las profesoras Nieves Baranda y María Martos, y que estarían encantadas de contemplar y consignar esta Biblioteca de Autoras Españolas de Esperanza Marina Serrano.

martes, mayo 07, 2024

Una traducción temprana de Ángel Campos Pámpano

Si no recuerdo mal cómo me lo contó Ángel Campos Pámpano, fue en la redacción de la revista Nueva Estafeta en Madrid en 1980 donde coincidió con Gerardo Diego, que iba a cobrar una colaboración. Él iba a lo mismo, y le llamó la atención que una figura literaria consagrada, de más de ochenta años, mirase la peseta con la misma avidez que un joven de veintitrés, recién licenciado en Filología. Hoy, hojeando ejemplares antiguos de la revista que dirigió Luis Rosales, me he topado con el número 15, de febrero de 1980, en el que se publicó la traducción de Ángel del poema «Lluvia oblicua» de Fernando Pessoa (Nueva Estafeta, 15, febrero de 1980, págs. 4-8). El hallazgo me ha llevado a intentar reconstruir con algún documento aquel recuerdo, y he encontrado entre los papeles que conservo de Ángel, y que me traje de la casa materna de San Vicente de Alcántara —véase mi entrada «Hernán Cortés, 35»—, de septiembre de 2022—, dos copias mecanoscritas de la serie de seis «poemas interseccionistas» (I-VI) de «Lluvia oblicua», con la referencia de que fueron publicados por primera vez en Orpheu 2 (Año I, 1915, núm. 2, abril-mayo-junio, pp. 161-164). En una de ellas hay correcciones manuscritas de Ángel, que pasaron luego a la copia a limpio que supongo fue la que envió a Nueva Estafeta. En ésta, sin la fecha que figura en el original: «Salamanca, 8 de marzo de 1979». Debajo, en letra de Ángel, con voluntad de establecer un paralelo homenaje: «Lisboa, 8 de marzo de 1914». Además, he localizado otro recuerdo de Tomás Sánchez Santiago —disfruto estos días con la lectura de su libro de poemas El que menos sabe (León, Eolas ediciones, 2024)— que se publicó en el folleto colectivo —aunque... Ramón Pérez Parejo— Ángel Campos Pámpano, una voz necesaria (Mérida, Consejería de Educación de la Junta de Extremadura, 2009): «Creo que su primera publicación fue la traducción de Oda marítima (o Tabacaria, ya no lo recuerdo) en La Estafeta Literaria. Recuerdo que cuando fue a Madrid a cobrar su primer trabajo coincidió en el vestíbulo con ¡GerardoDiego!, que a su vez iba a cobrar alguna contribución suya. Ángel recordaría muchas veces esa circunstancia. Él fue, de toda la panda literaria de “detectives salvajes”, el primero que cobró por un texto en un medio entonces importante. Aquello bastaba para que lo miráramos con admiración, desde luego.» Me permitirá Tomás que complete la amistosa evocación de aquello con la lectura llena de sentimiento de aquella traducción temprana de Fernando Pessoa, que luego Ángel reescribió para su publicación en Un corazón de nadie, la antología poética en edición bilingüe que publicó Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores en 2001.



domingo, mayo 05, 2024

Partituras ilustradas

Me cabe la satisfacción de haber colaborado en el conocimiento de las obras de uno de los escritores y dibujantes más singulares de la historia literaria extremeña desde los años ochenta, cuando publicó en la Editora Regional de Extremadura (ERE) Memoria de los viajes (1989), un libro de poemas que había recibido el Premio Cáceres de Poesía el año anterior. Años después, abrió la apreciada colección «La Gaveta» de la ERE con sus siete relatos de La locura y las rosas (1997), y también suyo fue el primero de los títulos de la nueva colección de poesía del mismo sello editorial que ahora celebra sus cuarenta años, el libro de poemas Teatro de sombras (1999), que llevó una breve nota prologal de Luis Alberto de Cuenca. Menos visible fue su paralela dedicación —su primera obra la concluyó en 1986— a la ilustración y la caligrafía de textos propios, como Las horas felices o Arquitectura melancólica, y ajenos, el Cantar de cantares o El cuervo de Poe, el lorquiano Diván del Tamarit o el Apocalipsis de San Juan; hasta que algunos de esos títulos rompieron el ámbito íntimo de la edición artesanal y limitada para dar el salto a sitios tan notables como Manuel Moleiro Editor, donde aparecieron los citados Apocalipsis (1999) y Cantar (2000), y, además, el Libro de Daniel (2001), reunidos en una serie titulada en el catálogo del sello Códice Alcaíns. Luego, fue la ERE quien también acogió en 2009 una bella edición de Sepulcro en Tarquinia de Antonio Colinas, como muestra del trabajo de este artista a quien verdaderamente mueve en este tipo de obras su admiración y su fascinación como lector. Y como afortunadamente el magín de Alcaíns no para, difundo con muchísima complacencia una ocupación insólita de sus horas que se ha materializado en una esmerada edición de su música. Sí, su música. Alcaíns, autor musical. Actualmente, la colección «Partituras ilustradas» se compone de las siguientes entregas, presentada cada una de ellas en una primorosa carpeta de cartulina verjurada ahuesada, con una viñeta del autor en cubierta, que contiene una lámina a color con la letra de la canción, caligrafiada e iluminada con un dibujo alusivo por Alcaíns, y la partitura en una hoja apaisada desplegable: Tarabilla y cardo (1), Mirador en Lisboa (2), Encuentro en el jardín (3), Cabaliñu (4) y Paisaje en primavera (5). Solo en un caso, el de Cabaliñu, el juego va acompañado de una hoja que aporta la traducción de la letra original en fala de la canción del «Caballito», con una deliciosa nota autobiográfica de Javier Alcaíns que explica la escritura de esa pieza como una «carencia sentimental», un recuerdo de un deseo incumplido por no haber podido encontrar en esa lengua nativa de a fala —que se habla en las localidades cacereñas Valverde del Fresno, donde nació Alcaíns, Eljas y San Martín de Trevejo— alguna cancioncilla equiparable a las que su madre le cantaba de niño junto a sus hermanos. Las letras, las músicas, las ilustraciones y el diseño son de Javier Alcaíns, que agradece en el colofón a la profesora de piano Elena Martín Narciso toda la ayuda prestada; la impresión se ha realizado en Gráficas Cacereña, la edición es de  Javier Martín Santos, y la tirada es de cien ejemplares numerados y firmados por el autor. A la venta, a 9 € cada una, en librerías de Cáceres como Boxoyo Libros o El Buscón. Sé que Javier Alcaíns, que vive un momento de entregada formación musical, está afanándose en encontrar a alguien que cante sus letras y grabarlas con su melodía. Lo conseguirá, seguro. Y escucharemos pronto este caso de creación total en el que se ven juntos el escritor, el calígrafo, el dibujante y el músico. Tarabilla y cardo: «Tarabilla bella, / cabecita negra / y al cuello un fular, / entre el jaramago / y la avena loca / se te oye cantar. / Pósate en un cardo, / como en una estampa / del viejo Japón, / y te haré un retrato / para que lo cuelgues / en tu habitación. / Me acerco despacio, / parece que ignoras / que voy hacia allá. / Pronto, un miedo grande / de pájaro chico / te obliga a escapar. / Yo sólo quería / mirar tu plumaje, / no te iba a cazar. / Pero hay que entenderlo: / si se acerca un hombre / es mejor volar» (© Javier Alcaíns, 2023).



miércoles, mayo 01, 2024

Memorias en conserva

«La cosa es que era uno de aquí, de mi pueblo, de Nuez, y tenía una burra, una burra y una mujer, ¡güey Jesús!, que se fueron a poner de parto las dos a un tiempo y la mujer le parió un rapá, un chico, y la burra, pues claro, parió un buche, y el crío vino bueno, pero el buche salió medio entariñido, que no cogía aliento, con poca vida, y claro, pues había que darle calor, que la calor es lo mejor a las criaturas, y lo metieron en una talega grande, de los talegones de traer las uvas en la vendimia, y lo ponen al pie de la lumbre y tapadico con un cacho manta, al buche, y acertó a entrar una vecina que venía pues a lo de las mujeres, si sería a darle la enhorabuena o a llevarle una pastilla de chocolate o algo, y vio la talega y destapó el buche y dijo «¡güey coño, qué condenao de rapá que salió arretratadico al padre». El texto es uno de los ochenta testimonios que se incluyen en el interior de esta lata, impreso en una cartulina —la número 26— cuyo anverso va ilustrado con un collage que lleva una reproducción del grabado de Goya Tú que no puedes, con un pañuelo familiar sobre la hoja de un libro de cuentas, creación de Leticia Ruifernández. Como todas las ilustraciones de esta obra que debería destacarse como uno de los acontecimientos editoriales de Extremadura en este curso, pues la fecha que lleva la primera edición es octubre de 2023. No tengo datos fehacientes, pero creo que la acogida que ha tenido esta singular propuesta desde que apareció en las librerías ha sido buena; y estoy seguro de que a la grata sorpresa de encontrar un libro así en los estantes acompañará el gusto de pagar poco más de treinta y ocho euros por algo tan peculiarmente elaborado. Las ochenta tarjetas (15,5 x 19,5 cm.) con los relatos que recrean historias orales —muchas del norte de Cáceres— van abrazadas en el interior de una lata como las de carne de membrillo que se veían antaño en las casas y que en algún momento sirvieron para guardar bagatelas que se hicieron recuerdos. Ese sabor antiguo que ofrece la novedad de estas Memorias en conserva (Garganta la Olla, Papel Continuo, 2023) ideadas por el etnógrafo, folklorista, actor y músico José Luis Gutiérrez (Zamora, 1973), que ha preparado los textos, y por la ilustradora Leticia Ruifernández (Madrid, 1976), que ha cuidado el diseño y la maquetación de todo. La caja es «el fruto de muchos años de escucha y de paciente recuperación de materiales, imágenes, sonidos, texturas...», dicen sus editores en el cuadernillo que acompaña al mazo con los trozos de memoria, y que detalla el modo de uso, los ingredientes, los sabores y colores de este tesoro, cuyo índice con descripciones se recoge oportunamente en esas páginas, desde el número 1 (En la memoria de Benita Jambrina de Moraleja del Vino. Fotografía de emigrante en Argentina, sobrina de la protagonista, sobre cartulina bordada por María Rodríguez con patrón de zapato de baile y jaculatoria original de origen desconocido) hasta el 80 (Contado por David «Moialde» en la taberna familiar. Estampa de la Virgen del Carmen de devocionario de la familia Gutiérrez, coloreada con acuarela). El surtido de los elementos con los que están elaborados los collages (telas, fotografías, tarjetas postales, dibujos, hojas de cuadernos antiguos...) se acompasa con la diversa procedencia y variedad de unos relatos de innegable valor histórico y social.  En el acceso al sustrato de su más reciente libro —Arqueologías—, Ada Salas escribió: «Lo que fuimos entonces constituye un paisaje»; y lo recuerdo porque a su modo, este acierto editorial de Memorias en conserva cartografía una suerte de territorio temporal que nos pertenece.

lunes, abril 22, 2024

Todo Rico

Hace muchos años que no veo Ínsula en una librería o un quiosco de prensa de Cáceres. Aunque puedo leerla en la hemeroteca de la Universidad —tenemos desde el segundo número de febrero de 1946—, muchas veces he querido conservar un ejemplar de especial interés, y ahora solo me queda pedirla por correo. Me alegro de tener en casa el número especial de marzo de 2024 (núm. 927), dedicado a «Francisco Rico. Trayectoria y significación», pues es la más amena y rigurosa semblanza bio-bibliográfica publicada que puede servir de complemento a la «Biblioteca Francisco Rico» —y no me refiero solo a la que le dedicó la editorial Destino— que uno haya podido reunir. En la colección «Imago mundi» de esa editorial se publicó el libro de Rico Los discursos del gusto. Notas sobre clásicos y contemporáneos (2003), que llevaba en la cuarta de cubierta el retrato que le hizo Eduardo Arroyo —«hacia 1982»— y que sirve para ilustrar la primera página de esta Ínsula coordinada por Gonzalo Pontón Gijón y Fernando Valls, que fueron sus alumnos, y que presentan el número con un texto estimulante que consigue resumir en poco espacio los motivos de un monográfico dedicado al «microcosmos» Rico («Todas las almas del profesor Rico»), y que «traza una caracterización y un balance de las facetas más relevantes de su trayectoria intelectual» (pág. 3b). Una trayectoria extraordinariamente bien transitada gracias a la selección de especialistas y amigos que muestran los diferentes ámbitos de su especialidad filológica y de su labor como promotor de iniciativas editoriales. José-Carlos Mainer, en «Fiel a sí mismo: Francisco Rico», condensa un recorrido que en las siguientes páginas va a tener un tratamiento más detenido, por épocas y edades, títulos o afanes, como la crítica del texto, que aborda Gonzalo Pontón Gijón en «Una ecdótica a su medida», uno de los textos más iluminadores y completos en su síntesis que he leído sobre la historia moderna de los estudios textuales en España, y en concreto sobre la aportación del profesor Rico a una ecdótica integradora y superadora de la mera crítica textual. La académica medievalista Lola Badia se ocupa, partiendo de su experiencia de alumna —«el curso sobre el Libro de Buen Amor, por ejemplo» (pág. 6a)—, de la atención a la Edad Media de los estudios de Rico, desde el que dedicó al origen de la autobiografía en el texto de Hita, de 1967, o su ensayo sobre las letras latinas del siglo XII, hasta una lección sobre los incunables del Tirant lo Blanc. Petrarca como objeto fundamental de su trabajo y el texto del Quijote como resultado de su pensamiento ecdótico se abordan en las colaboraciones —ambas traducidas por Gonzalo Pontón Gijón— de Enrico Fenzi, «Francisco Rico, petrarquista», y Rober Chartier, «Francisco Rico, autor del Quijote», que es reedición actualizada de un celebrado artículo de 2007. Juan Gil escribe sobre «Francisco Rico, latino», el buen conocedor de los humanismos, y le sigue Luis Gómez Canseco con otro compendio colosal, como aporte de este número extraordinario, de la dedicación del profesor a los textos literarios de la Edad Media y la Edad de Oro («En letras profundado. Francisco Rico entre dos edades»), que se remata con su apabullante bibliografía, iniciada en la misma revista Ínsula con la reseña del libro de su admirada María Rosa Lida sobre La Celestina (1963) y se cierra con la recopilación de trabajos antiguos El primer siglo de la literatura española (2022). Todo lo que leo en esta exquisita exposición de la trayectoria y la significación de Francisco Rico me instruye y me esclarece; y mucho me conforma con lo conocido y leído; y renueva hallazgos, lecturas luminosas y actitudes e intereses compartidos también en la literatura contemporánea, de la que se ocupa de relacionarlo Fernando Valls en «Francisco Rico entre las letras españolas contemporáneas enredado»; que, con el texto de Daniel Rico Camps, «Retrato figurado sobre fondo de letras», sobre su cercanía y simpatía por el mundo del arte, culmina esta parte del monográfico, que concluye en las «Miradas» de Félix de Azúa, Victoria Camps, Javier Cercas, Paloma Díaz-Mas, Ignacio Echevarría, Daniel Fernández, Inés Fernández-Ordóñez, Jordi Gracia, Jacques Joset, Eduardo Mendoza, Alberto Montaner, Joaquim Palau, Lluís Pasqual, Gonzalo Pontón, Domingo Ródenas de Moya, Santos Sanz Villanueva, Guillermo Serés y Darío Villanueva, en respuestas libres —y tanto en el «Misunderstanding» de Gonzalo Pontón con vermú y tabaco— a un cuestionario —al cuidado de Rosa Bono— sobre la aportación de Rico a la historia de los estudios literarios, sobre el interés que ha suscitado su labor como editor filológico frente al editor de colecciones de textos y estudios, sobre sus libros más relevantes y sobre qué parte de su labor perdurará en el tiempo. El mejor prospecto para los textos y los contextos de Rico.

domingo, abril 07, 2024

Las guerras de nuestros antepasados

Anoche —¡Aúpa Athletic!— vimos en el Gran Teatro de Cáceres una admirable adaptación teatral de un texto del maestro Miguel Delibes, Las guerras de nuestros antepasados, su novela de 1975. No puedo evitar pensar en el momento y en las razones de su escritura porque ando leyendo un libro singular: Gonzalo Arias, Cartas y circulares inéditas. Intrahistoria de la operación «Encartelados»: política y literatura en el segundo franquismo (Estudio introductorio de Rebeca Rodríguez Hoz. Edición de Bénédicte Vauthier. Madrid, Los Libros de la Catarata, 2024). En él están recogidos los textos de los que ya dio noticia Bénédicte Vauthier en su magnífica edición de la novela-programa Los encartelados, de Gonzalo Arias, y entre los que puede constatarse la adhesión de Miguel Delibes a las cartas-circulares redactadas en 1969 pidiendo apoyo a la causa de la no-violencia activa, para la que también se reclamó el favor de otras personas significadas como José Luis Aranguren, Néstor Luján, Manuel Jiménez de Parga, José Mª Gironella, José Luis Martín Descalzo o, entre otros, el extremeño Juan Fernández Figueroa, director de Índice. Delibes, además, encabezó una carta-circular del primero de junio de 1969 que firmaron Jordi Maluquer, Salvador Blanco Piñán, Gonzalo Arias, Juan Gomis, Joseph Dalmau y José María de Llanos. Hizo esa aportación a aquella operación inspirada en las doctrinas de la no-violencia; pero creo que la escritura de Las guerras de nuestros antepasados, en cierta medida, fue también, unos años después, un gesto que consonaba con todo aquello, pues, como ha escrito su adaptador teatral Eduardo Galán, fue un «grito contra la violencia de las guerras […]. Desde el nombre del protagonista, “Pacífico”, hasta el final terrible de la obra, el autor vallisoletano defendió a lo largo de sus páginas la paz frente a la guerra y la no violencia como camino de vida». El propio novelista ya supervisó la versión para teatro que se representó en 1989 interpretada por José Sacristán y Juan José Otegui, y dirigida por Antonio Giménez-Rico, y supongo que habrá sido base esencial para la de Galán, que mima el portentoso texto original. Un texto cuidado, respetado y enaltecido en una función teatral sobresaliente, con una interpretación excepcional de Carmelo Gómez (Pacífico) e impecable de Miguel Hermoso (el doctor Burgueño López) en su constante presencia como partenaire hasta el mismo momento de caer el telón. La maestría de Miguel Delibes para reproducir el lenguaje rural de Castilla tiene en la excelencia interpretativa de Carmelo Gómez su mejor traslado a un escenario. Me gustó ver a alguna alumna en el Gran Teatro —aunque sigue habiendo escaso público joven— porque el montaje producido por Pentación y Secuencia 3 y dirigido por Claudio Tolcachir fue de los que inducen a aficionarse al teatro. Leyendo sobre la intrahistoria de los «encartelados», he pensado en la elección por Delibes de su personaje, un recluso convicto cuyo testimonio es grabado en varias sesiones clínicas por el psiquiatra de la prisión; y en la situación de Gonzalo Arias que Delibes conoció por una carta de mayo de 1969 del Padre Llanos. Éste le contaba que, después de haber estado en los calabozos de la Dirección General de Seguridad en Madrid, Arias había sido internado en un Hospital Psiquiátrico, antes de su traslado a Carabanchel, considerado como un psicópata en «condiciones vergonzosas y con los delincuentes chalados», como si su protesta pacifista fuese un trastorno mental. Todo esto lo supo Miguel Delibes de primera mano en los años anteriores a la escritura de su novela Las guerras de nuestros antepasados, el magnífico relato de cuya lectura escénica disfrutamos ayer.

miércoles, abril 03, 2024

Jordi Doce en el Aula Valverde

Antes de ver la luz en su libro No estábamos allí (Valencia, Pre-Textos, 2016), pudimos leer el espléndido poema «Piedra» de Jordi Doce en una entrada de su blog de noviembre de 2014, y, poco después, en el primer mes de 2015, en la revista Letras Libres. Publicado aquel libro, luego, con buen criterio, ha sido un poema seleccionado por el propio autor para figurar en diversas antologías, como en la poesía reunida de En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Oviedo, Ars Poetica, 2019), o en la versión al italiano de Valerio Nardoni de Sedici poesie pari de Jordi Doce (Valigie Rosse, 2023), entre otros sitios, como este cuadernillo que se ha editado —lástima que el último verso del poema se haya desprendido— para acompañar las lecturas que el poeta hará mañana jueves 4 y el viernes 5 aquí en Cáceres, en el Aula literaria José María Valverde. Por esta aula han pasado, en veintiocho años, autoras y autores muy diferentes, de varios géneros —poetas y novelistas en su mayoría, unos pocos escritores de teatro, algún ensayista...—, en total, si no he contado mal, ciento diecisiete; más ahora Jordi Doce, a quien tengo en especial consideración por un perfil que sobrepasa el de ser un excelente poeta. Quiero decir que a un ejercicio sobresaliente de la escritura poética añade una sabiduría sobre el género que le convierte en un caso prominente de experiencia de la poesía. Porque esto está en su obra en verso, claro; pero también en sus traducciones de parte de la mejor poesía extranjera moderna —W. H. Auden, T. S. Eliot, Anne Carson, W. B. Yeats, William Blake, Jeffrey Yang, Charles Simic...— y en su vasta obra crítica, como sagaz comentarista de la poesía contemporánea desde hace muchos años. En combinación, un saber admirable sobre el hecho poético; y, por eso, escucharlo será un regalo que hay que agradecer a los programadores del Aula Valverde. Jordi Doce intervendrá mañana jueves 4 de abril a las 19:00 horas en Espacio UEX, y el viernes 5 de abril a las 12:30 en el IES Hernández Pacheco.

martes, abril 02, 2024

Alejandro Pérez Vidal en Letras

Era uno de los estudiosos sobre Bartolomé José Gallardo invitados al malogrado curso de verano sobre «La de San Antonio de 1813. 200 años de una infamia bibliográfica» que iba a celebrarse en Cáceres y Campanario, y, con el billete de avión comprado —vive en Bruselas—, tuvo que cancelar su viaje y lamentamos todos no poder encontrarnos aquí con la excusa de hablar sobre el gran erudito y polígrafo extremeño campanariense. Va a ser ahora por fin, aunque de manera individual y no integrado en unas jornadas que se prometían bien interesantes. En una conferencia que dará el jueves por la mañana en la Facultad de Filosofía y Letras ante nuestros estudiantes de Filología Hispánica y todo el público que esté interesado. «Entre las infamias históricas y las glorias literarias. Breve recorrido por la vida y la obra de Bartolomé José Gallardo (Campanario 1776-Alcoy 1852)» será una cualificada y necesaria introducción a esta figura tan destacada de los últimos años del siglo XVIII y la mitad del siglo XIX. Alejandro Pérez Vidal (Barcelona, 1953) fue Profesor Titular de Literatura Española en la Universidad de Gerona, y, posteriormente, traductor del Consejo de la Unión Europea en Bruselas. Se licenció en Filología Española en la Universidad de Barcelona, en donde se doctoró en 1989 con una tesis sobre la obra satírica de Bartolomé José Gallardo, fruto de la cual fue su libro Bartolomé José Gallardo. Sátira, pensamiento y política (Editora Regional de Extremadura, 1999). También en el sello de la Editora Regional apareció su «cuaderno popular», de carácter más divulgativo, Bartolomé José Gallardo. Perfil literario y biográfico (2001). Como uno de los más eminentes especialistas en la obra del de Campanario, colaboró con su trabajo «Materiales para los estudios gallardianos: epistolario y cabos sueltos» en el volumen La razón polémica. Estudios sobre Bartolomé José Gallardo, coordinado por Beatriz Sánchez Hita y Daniel Muñoz Sempere, que publicó la Fundación Municipal de Cultura de Cádiz en 2004; y fue el responsable de la redacción de la biografía de Gallardo en el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia, de 2009. Ha estudiado igualmente la obra de Mariano José de Larra, que editó en Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, en la colección Biblioteca Clásica de Editorial Crítica en 1997, actualizada en la misma colección en la Real Academia Española en 2016. El acto comenzará a las 10:00 de la mañana del jueves 4 de abril de 2024 en el Salón de Actos de la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres, y la entrada será libre y deseada.

domingo, marzo 31, 2024

Más que medir

Este libro de Pedro Álvarez de Miranda, Medir las palabras (Madrid, Espasa. Editorial Planeta, 2024), tiene su precedente, del mismo autor, en Más que palabras (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016), que llevó un prólogo de Manuel Seco. El juego con sus títulos desgrana el objeto en el que coinciden: las palabras. Ambos reúnen breves ensayos sobre asuntos lingüísticos que han ido viendo la luz en diferentes medios. El libro de 2016 se formó en su mayoría con artículos publicados en la revista Rinconete del Centro Virtual Cervantes; ahora, este de 2024 continúa aquella serie en su sección central, «Rincones de la lengua», con otros rinconetes desde junio de 2015 hasta el titulado «Del libro de faltriquera al libro de bolsillo» (págs. 289-297), que apareció en dos fechas, 27 de abril y 27 de julio de 2023. La primera parte es «Medir las palabras», que fue el título de su sección en el semanario cultural La Lectura en el que Pedro Álvarez de Miranda estuvo colaborando cada quince días desde enero de 2022; y ahí van todas sus entregas hasta julio de 2023. Por último, «Varia» cierra el volumen con diecinueve artículos provenientes de otras publicaciones, periódicos como El País, El Mundo o ABC —en la sección «La mirada académica» de su suplemento ABC Cultural—, y revistas como Archiletras o Letras Libres. Reunidos todos en este volumen regalan una experiencia de lectura tan deleitable como la más amena de las novelas y tan útil como el más actualizado y preciso de los manuales. Sí, con un libro sobre palabras, un surtido variado de reflexiones con afán divulgativo, sin perder ni una pizca de rigor, en torno a la lengua española y su uso. Un libro escrito por el profesor —catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid—, el académico de la RAE —sillón «Q»— y el investigador dieciochista, pues los tres, como poco, se ven en el modo de acercarse y medir las palabras que elige para ilustrarnos. Así, cuando explica la diferencia entre diptongo e hiato (pág. 68), o entre nombres ambiguos y epicenos (pág. 89) para hablar de «Cobaya», estamos ante el profesor, ante el buen profesor que escribe en «Se veía venir» (pág. 333) sobre incorrecciones ortográficas, o que se detiene en aclarar que lo diastrático se refiere a la distribución sociocultural de los hablantes y lo diatópico a la geográfica (pág. 119, de «Seseo y ceceo»), siempre con «paciente pedagogismo» (pág. 195), que se agradece, como al iniciar su artículo «La verdad es que...» con esta explicación de sabio profesor que sabe echar mano de ejemplos idóneos: «Se llaman expletivos en gramática los elementos que, sin ser necesarios en el mensaje, sí le aportan cierta expresividad o énfasis. Cuando digo Por poco me caigo y cuando digo Por poco no me caigo estoy diciendo lo mismo, de modo que el no de la segunda frase es un claro ejemplo de 'negación expletiva'» (pág. 26). El activo y comprometido académico está de principio a fin en este libro, mostrando una actitud tolerante admirable que insisto en ponderar recordando el titular de una entrevista que se publicó en El País, hace más de diez años, cuando fue elegido miembro de número: «El error de hoy puede ser norma de mañana». En otra entrevista, espléndida, que le hizo Yolanda Gándara en 2016 para Jot Down, fue terminante: «Para los que somos profesores de lengua hay una palabra que en nuestras clases no empleamos nunca, que es la palabra «correcto». Esa palabra para un lingüista no tiene mucho sentido.» Su pensamiento como académico se advierte en «Purismo, misoneísmo» (pág. 311) y, de otro modo, en «Casi dos kilos por una palabra» (pág. 163); y muy palmariamente cuando constata que las lenguas «se van internacionalizando, también la nuestra, y no solo no debemos lamentarlo, sino más bien lo contrario» (pág. 110), o cuando se defiende ante una corrección inconveniente, pero reconoce que «el numantinismo tiene sus límites, y el hablante es un ser en sociedad» (pág. 146). Ese académico que ingresó con un discurso sobre los discursos académicos nos ofrece una nótula erudita que apostilla su brillantez en «Una rareza» (pág. 309); el académico que, a propósito de una «explicación de voto» en una sesión de trabajo en la RAE, sostiene que en la gramática el asamblearismo está fuera de lugar (pág. 322). Y también en Medir las palabras está el prestigioso estudioso dieciochista, que echa mano de autores y obras de la época ilustrada para contar sucintamente la vida de la palabra francesa poissarde (pág. 151); o que en «Gandumbas» (págs. 156-162) hace alusiones pertinentes a Leandro Fernández de Moratín y a sus contemporáneos, y nos invita a dar un paseo delicioso —y muy al día— por nuestra historia literaria hasta el siglo XX; o en «Vacuna» (pág. 355)... ¿Quién fue el inventor de la palabra quirófano? (pág. 96), ¿es mejor escribir adónde o a dónde? (págs. 278-281), ¿acepta la Academia iros en lugar de idos? (pág. 322-325) son algunas preguntas, entre muchas, que se responden con la lectura de este libro lleno de amenidad y de rigor, a lo que hay que sumar el mérito de hacerlo con una disciplinada brevedad que, tal en el caso del artículo de un diccionario, conlleva «sus buenos ratos de pesquisas» (pág. 12). Más que medir las palabras. Mucho más.