domingo, enero 30, 2022

Maldita Cultura

No sé si llamarlo afinidad o se trata, simplemente, de mera conterraneidad por la que se comparten circunstancias, sucesos, espacios por los que se llega a coincidir con las mismas personas. La última vez que pasé en Zafra más de dos noches —hace ya tres meses— tuve el placer de conversar, aunque no durante el tiempo deseado, con varios escritores, entre los que se encontraban Birilo y Agustín Iglesias. También en otra ocasión pude conocer —en pantalla— a Ana Lluch, una escritora alicantina vinculada desde hace años al Premio de Microrrelatos Manuel J. Peláez y más a la última edición que ganó con su texto «Memoricidio», y que leyó en un acto con aforo limitado en la capilla del Parador de Turismo de Zafra. Como en otras ocasiones en que vuelvo por ahí —esta vez de paso desde Córdoba en regreso a casa—, mi hermano JM me provee de nuevas lecturas o me pone en el interés de otras. El viernes me hice en la librería Atenea con un ensayo de Benito Estrella, Rescate primoroso de lo vulgar. Lectura de unos textos de Azorín (Madrid, Fundación Emmanuel Mounier, 2020), que es un lúcido y sereno relato de la lectura de un clásico moderno como Azorín, que se toma como principal excusa de una reflexión sobre el mundo y sus valores de deseable —pero frágil— perdurabilidad, y para la que también se usan, se leen, textos de Unamuno, de Machado, de Claudio Rodríguez, de Hermann Hesse, de Michel Henry, de Heidegger, más un largo etcétera. Y antier también JM me regaló el último número —el número 01— de Maldita Cultura. Magazine, la revista de la asociación que sostienen María Pachón y Bernardo Cruz. En portada, Birilo, a quien entrevistan, como a Agustín Iglesias, y a Ana Lluch, igual que a Pablo Guerrero, que es otro de esos nombres contenidos en otra entrega recién recibida y leída de una revista que ofrece tanto tan cercano. No son muchas las veces en las que uno se siente tan concernido en la lectura de una revista de actualidad —si entendemos por esto lo importante—, tan bien por algo tan bien hecho en tu entorno, como una manera de manifestar lo que se hace en la periferia, lejos de los mal llamados centros de poder, y con criterios de calidad que pueden competir con aquellos que copan la notoriedad, aunque no la excelencia. Para colmo de afinidades, María Pachón escribe sobre el hijo de Juan Rulfo, Juan Carlos, y su documental Del olvido al no me acuerdo (1999). Insisto, es muy agradable sentir tantas afinidades por la simple lectura de unas páginas compartidas con el convencimiento de que merecen la pena. Gracias.

lunes, enero 24, 2022

Las mujeres de Federico

Viene de la entrada anterior. Porque, estimulado al salir del teatro el pasado sábado 15 por la fuerza de las actrices de la Bernarda de José Carlos Plaza y la carga simbólica de los personajes, retomé la lectura de Las mujeres de Federico (Lunwerg Editores, 2021), un libro compuesto por el relato de la profesora y periodista Ana Bernal-Triviño y por los dibujos de la ilustradora Lady Desidia, seudónimo de Vanessa Borrell. El resultado es una bella edición, en la que las ilustraciones dialogan con el texto en las páginas en las que se integran o se muestran con colorida presencia a toda plana, a veces doble, como entreactos extraordinariamente sugerentes. Y es que Las mujeres de Federico puede ser un relato representable en cinco cuadros o actos, como si fuese una obra teatral, que para eso trata de unos personajes buscando —más bien esperando— a su autor. La «Galería de personajes» se resume en ocho, con sus retratos (Doña Rosita, Belisa, La Zapatera, Bernarda Alba, familia y servicio, Novia, Yerma, Dolores, la Conjuradora y Mariana Pineda); y para eso están tratados, en espacio y tiempo reducidos a la casa de la Huerta de San Vicente —un espacio de memoria— y a las veinticuatro horas anteriores al 18 de agosto de 1936, que van siendo marcadas por el lenguaje de una flor, la rosa mutabile que es «roja por la mañana, a la tarde se pone blanca y se deshoja por la noche» (pág. 14). Son ocho menciones agonistas, pero hay otras mujeres, como Poncia, Angustias, Magdalena, Amelia, Martirio, la Adela resucitada, la Criada o la abuela María Josefa. Relato en femenino —también quien me regaló el libro fue una mujer amiga, M.— y feminista, en donde encuentra su verdadero sentir, aparte la pasión por Lorca y la intención poética. Sería fácil, sí, trasponer al teatro este relato que contiene también una representación teatral de sus personajes y que por momentos muestra una voluntad clara de dirección de actores con su disposición en escena y sus movimientos, como en una especie de acotación en la tercera parte: «Belisa y Rosita se cambiaron al banco de la izquierda de la entrada para estar más cerca de Dolores. La Zapatera permanecía al lado de la Novia y, algo más separada de ellas, Yerma. Detrás, juntas y sentadas en unas sillas del comedor, Angustias y Martirio, quienes giraban de vez en cuando su rostro hacia Bernarda, que permanecía sentada en una silla de la cocina en el umbral de la puerta verde […]». La autora ha imaginado este homenaje al universo lorquiano a partir de la convocatoria que esas mujeres de Federico reciben en una carta que escribe doña Rosita para que todas se reúnan en la Huerta y hablen de sus realidades, de sus dolores y limitaciones delante de quien les dio vida textual. «—¡A casi todas nos hubiese salvado ser hombres!», exclama Dolores (pág. 129), en uno de los preanuncios de la justificación de este viaje en el tiempo de un escritor tan grande para ser interpelado y hablar sobre la mujer en el siglo XXI a partir de las historias de estas figuras que se autorrepresentan —a veces con demasiada reiteración— en este poético libro, teatralizable, de justificados artificios —incluido su peliculero remate «Mañana del 18 de agosto»— por su buen fin reivindicativo de la posición de la mujer en el mundo contemporáneo. Y esto, lamentablemente, será lo que no gustará a algunos de esta obra.

lunes, enero 17, 2022

Bernarda Alba

A veces, antes de acudir al teatro a ver según qué clásicos, releo el texto como una aproximación a lo que va a ser puesto en escena y para tener más fresco lo que las actrices —en este caso— van a decir. Porque el sábado pasado fue La casa de Bernarda Alba, el montaje de la Compañía Miguel Narros (Producciones Faraute-Celestino Aranda), dirigido por José Carlos Plaza, lo que se representó en el Gran Teatro de Cáceres, interpretado todo por ocho mujeres: Bernarda (Consuelo Trujillo); sus cinco hijas, Angustias (Ana Fernández), de treinta y nueve años, Magdalena (Ruth Gabriel), de treinta, Amelia (Montse Peidro), de veintisiete, Martirio (Zaira Montes), de veinticuatro, y Adela (Marina Salas), la más joven de todas, de veinte años; su octogenaria madre María Josefa (Mona Martínez), y la criada Poncia (Rosario Pardo), sesenta años. Allí, sentado en la última butaca de los pares de la fila 9, vi en platea de patio a MJ, una amiga que reside en esta ciudad y que fue compañera de clase cuando estudiábamos Bachillerato en el Instituto «Suárez de Figueroa» de Zafra. Nos saludamos desde nuestras localidades mientras el patio iba llenándose, y bajo la mascarilla seguro que ella no pudo apreciar mi sonrisa cómplice por lo que me había ocurrido en casa cuando consulté el texto de Lorca para comprobar cuántos personajes o figurantes más intervienen en la tragedia; es decir, Prudencia, una Mendiga, otra Criada, cuatro Mujeres, una Muchacha y las doscientas (sic) Mujeres de luto de la acotación previa a la entrada de Bernarda con sus hijas tras el entierro del marido, con esa primera palabra («¡Silencio!») que será la última que pronuncie al final haciendo caer el telón. Tenía otros recursos y otras ediciones para acceder al drama lorquiano; pero tiré del volumen 48 de la colección Letras Hispánicas de Ediciones Cátedra —en edición de Allen Josephs y Juan Caballero— en el que lo leí por primera vez en febrero de 1978, con dieciséis años, cuando estaba en tercero de Bachillerato en la misma clase que MJ. De ahí la satisfacción cómplice al verla en platea. Gustó mucho el montaje, sobre todo, por la interpretación de las actrices, en donde casi todas destacan a pesar de las diferencias de sus papeles; lo que se logra por la capacidad de todas ellas, desde la imponente Bernarda hasta la más cómica Poncia, sobre la que mi vecina de la fila 8, con un desprecio absoluto por la obra ya empezada, comenzó a indagar a través de un teléfono impunemente iluminado y que evité con mi programa de mano como escudo. En fin… Creo que la interpretación es el sostén principal de este espectáculo, sobrio en la escenografía de Paco Leal, intencionadamente neutra —más aquí, pues no se vieron los frescos con ninfas de una de las paredes en las primeras representaciones—, funcional para facilitar las entradas y salidas y los lugares desde los que unas observan a las otras. Poco puedo añadir sobre la sabiduría teatral de un José Carlos Plaza que ha buscado las soluciones más viables para presentar nuevamente al público una Bernarda Alba, y quizá entre ellas cierta estilización del sabor lorquiano popular y rural, como algunos interpretaron las palabras del poeta cuando dijo que los tres actos de su obra tenían «la intención de un documental fotográfico» sobre un suceso andaluz. Trasciende eso este montaje y acentúa lo que el drama tiene de expresión del conflicto entre la autoridad férrea y la libertad, bien la de la enajenada María Josefa que proclama los blancos cabellos y la blanca espuma frente a los mantos de luto, o bien la de la joven y arrebatada Adela que rompe la vara de la dominadora. Locura y amor como las formas del desvío del poder ominoso. Con textos tan conocidos, que uno puede revisitar horas antes de acudir al teatro, sentarse en el patio de butacas es entregarse a la lectura pública que un extraordinario plantel de actrices te hace como un regalo, a manera de recordatorio de la grandeza de un texto dramático, que suena distinto leído por otras. Sonó distinto y sonó bien la otra noche, con mejor dicción y más movimiento y plasticidad que en la lectura solitaria.

viernes, enero 14, 2022

Los años extraordinarios

Leyendo Hervaciana (Barcelona, Tusquets Editores, 2021), de Gonzalo Hidalgo Bayal, me pregunté en qué otra obra de reciente lectura me había topado con otro personaje llamado Zamora. Me preocupa que mis arrebatos de entusiasmo se aplaquen con el tiempo por culpa de otros quehaceres o de otras lecturas, con lo a gusto que se queda uno cuando comparte una alegría casi de inmediato. Es lo que reavivó el pasado domingo J. que, después de comer, se metió en mi despacho a fisgonear en los libros al uso, porque ahí siempre pesca algo que le interese, y sacó a la superficie la delirante y divertida novela de Rodrigo Cortés Los años extraordinarios (Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2021). Precisamente, la obra en la que yo había leído que el personaje de una niña se llamaba Zamora («Me llamo Zamora así de nombre es raro ya lo sé no pasa nada», pág. 238). Me puso de buen humor volver a ver ese libro. En realidad, me pone de buen humor siempre Rodrigo Cortés, aunque tenga películas inquietantes como Concursante (2007), su primer largometraje, o Buried (Enterrado) (2010); pero es la frescura de su talento la que me gana. Me parece un creador brillante, sobre el que escribí invitado por la revista Versión Original, que dedicó su número 300 (febrero 2021) a óperas primas, y motivado también por la lectura de la novela de Cortés Sí importa el modo en que un hombre se hunde (Madrid, Editorial Delirio, 2014), casi nacida en paralelo a un guion al que necesariamente había que someter a una importante poda. El libertinaje novelesco se imponía a la constricción del producto cinematográfico. Pero para libertinaje el de Los años extraordinarios como el relato de alguien (Jaime Fanjul Andueza, nacido en Salamanca en 1902, cuando esta ciudad «aún no tenía mar») que cuenta su propia vida con el desenfado que da la primera persona de los grandes títulos de nuestra novela picaresca o las páginas del Miguel Gila de Y entonces nací yo (1995), por mencionar solo dos ejemplos de una vasta tradición literaria por la que desfilan sin mostrarse Valle-Inclán, Quevedo, Flaubert, Jardiel Poncela, David Lodge o Gómez de la Serna, además de la novela bizantina. Un gazpacho tan inoperante como innecesario de rastrear en un relato en el que el narrador expresa, a través de los viajes, por ejemplo, la santa voluntad de su dominio sobre el hilo y la secuenciación de lo narrado. Al lector no le cabe más que aceptar los imposibles fantásticos junto a, con naturalidad, la reflexión cabal sobre los seres humanos o la vida —la novela.  El inteligente autorretrato confesional de un ente de ficción que escribe, se enamora, viaja por todo el mundo, vive la guerra de los de Alicante contra España o trabaja en un taller en el que se estropean aparatos de toda clase. Me apetecía detenerme sin ninguna disciplina en esta estimulante obra de Rodrigo Cortés, quizá como otra manera de lamentar que esos mis arrebatos de entusiasmo se pierdan por culpa de otras tareas. Aunque uno también se queda bien a gusto cuando comparte su alegría pasado un tiempo. Y no mucho tiempo.

domingo, enero 09, 2022

Aplausos

He encontrado una anotación de hace un par de meses que incorporo a lo mucho que disfruté y descubrí de la música clásica durante mis días en Perugia. Es sobre un disco editado por EMI Classics, a partir de una grabación en directo en mayo de 1991 de la Sinfonía núm. 5 en mi Menor, op. 64, de Chaikoski. Es una de las piezas más reconocibles del ruso para el gran público, y su estructura es en cuatro movimientos: 1. «Andante. Allegro con anima»; 2. «Andante cantabile, con alcuna licenza»; 3. «Valse. Allegro moderato»; y 4. «Finale. Andante maestoso». La dirección, de Sergiu Celibidache, con la Münchner Philarmoniker. Lo que me llamó la atención de aquel disco compacto es que se añadía un quinto corte 5. «Applausi», de un minuto con ocho, 1’08’’. Creo que nunca lo había visto, o, al menos, no había reparado en algo así —en casa no encuentro ningún disco de música clásica grabado en directo—; y me pareció notable y motivo para añadir a esos análisis sobre los aplausos en la música clásica, de uno de los que extraigo esta consideración sobre otra de las grandes obras de Chaikoski: «El aplauso único final surge como necesidad de la obra, igual que no apreciamos un cuadro mirando sólo una cuarta parte del mismo». Pero nunca lo había visto en una grabación como una sección más del conjunto, que cualquiera puede marcar en su aparato para escuchar solo los aplausos. Curioso. Una extravagancia sin sentido, calificarían los responsables de la programación del cine en televisión, que no tienen ningún reparo en eliminar los créditos de cualquier película. Un derroche en cualquier libro que incluyese unas páginas finales en blanco para recoger las reacciones de los lectores —de esto sí creo que tengo algún ejemplar en casa. La curiosidad de que un disco incluya de esa manera más de un minuto de aplausos. Una sinfonía núm. 5 en mi Menor de Chaikoski en cinco movimientos.

jueves, enero 06, 2022

Palindropedia (II)

Hace poco más de un año anuncié que intentaría reproducir aquí algunos palindromos a cuya lectura me aficioné gracias al gran Augusto Monterroso, a su cuento «Onís es asesino», que mencionó mi compadre MSV en un comentario a una entrada más antigua que podría ser el pórtico de esta serie, si tengo a bien continuarla. Quiero fijar aquello en torno al día de mi cumpleaños de 1986, que es la fecha que anoté en mi ejemplar de Movimiento perpetuo (Barcelona, Seix Barral, 1981), el volumen en el que se incluyó el texto. Pero, en lo que toca a la palindromía, el otro hallazgo importante fue el conocimiento de la obra narrativa de Gonzalo Hidalgo Bayal, que se remonta a mi lectura, en enero de 1989 de Mísera fue, señora, la osadía (Departamento de Publicaciones de la Excma. Diputación Provincial de Badajoz, 1988), la primera novela del autor, en la que no encuentro ejemplos capicúos y reversibles como los que luego en El cerco oblicuo (Madrid, Editorial Calambur, 1993) se dieron alrededor de un personaje tan palindrómico como Saúl Olúas y a títulos de obras como Somos, Aires y miseria, Eres o no seré, Amo cada coma, entre otros. A partir de ahí, Gonzalo ha reincidido con ingenio en ese juego verbal de manera tan notoria como titular algunas obras Amad a la dama (Gijón, Llibros del Pexe, 2002) o La sed de sal (Barcelona, Tusquets Editores, 2013). O regodearse, por mediación de sus personajes, en novelas como El espíritu áspero (Barcelona, Tusquets Editores, 2009), una pieza que proviene —también sus personajes— de aquella primera Mísera…, y que quizá recoja todos los palindromos que no cupieron entonces. Sin agotar la lista de registros bayalianos en una futura palindropedia, solo en esa novela —en páginas 53-54, pues hay más ejemplos, incluso de aquel Saúl Olúas y un relato menor como Anhelé a Helena— un texto vertical de regodeo satisface el recuento por ahora:


0

O NO

O SERÁ PARAÍSO

(O NO)


I

EVA VE

EVA SABE

EVA SÍ SABE

EVA SE SABE

EVA (SE VE) SABE

EVA SÓLO SABE

EVA, LLAVE

EVA, YAVÉ


II

ADÁN ARA PARA NADA

HÁBLALA AL ALBA

OÍDO ODIO

ADANADA

A VECES SE CEBA

¿O NO?

ÁRBOL OBRA


III

EVA Y YAVÉ

EVA SE SABE

«YO SOY»

YAVÉ VA Y:

«SOY DIOS»

EVA YA VE


IIII

SE VA, ¿SABES?

¿EVA, NAVE?

EVA, NO NAVE

EVA + ALA = AVE


V

ETCTE

martes, enero 04, 2022

Poesía

El pasado miércoles 29 de diciembre estuve a punto de enviar una carta a El País para solicitar que la transcripción de los versos de un poema se marquen con algún signo como la barra (/) para que el lector pueda hacerse una idea de la disposición de los textos que por razones obvias no caben en los cuatro centímetros y medio de una columna de una plana a cinco en la edición en papel. Fue el caso de la crónica de Berna González Harbour titulada «La poesía que ha arropado a este 2021 —en la edición digital, «Poesía curativa para un mundo herido». Mejor, porque el primer titular parecía un contagio de lo que la joven escritora de Jaén Begoña M. Rueda dice: «Intento hacer del poema una prenda de abrigo. Hago versos como quien hace guantes, bufandas y gorros de croché con toda la intención de quitarle el frío a mis lectores». Ahí es nada. No quería entretenerme en la cuestionable calidad de los versos ni en la hondura de las ideas recogidas en ese artículo, y solo me interesaba llamar la atención sobre lo importante que es, en medios de tanta difusión como el periódico más vendido y leído en España, que el género poético se muestre como es y no se tergiverse —propuesta que hago como tercera acepción del verbo («Tergiversar.— 3. tr. Trastrocar o trabucar un verso»)—. La letra cursiva como diacrítico señala a los lectores en papel dónde están los poemas, pero poco ayuda la partición de las líneas. Nada de esto está en la edición digital, que prescinde de la cursiva, que sustituye por comillas, y corta bien los versos, interlineados con un impropio aire en torno que afea la presentación de palabras tan especiales e insólitas en la prensa diaria. Esto daría para un tratadito sobre la manera de editar modernamente los textos poéticos en los nuevos formatos de las redes sociales, de los blogs o de la prensa digital, en los que habría que poner el mismo cuidado que Juan Ramón Jiménez ponía en su labor de editor. En fin, el caso ha sido, con esa presencia en la prensa del miércoles de la poesía, que debe de ser el género que me ha elegido para despedir el año y recibir el nuevo en el que estamos. Y es que esta casa se ha llenado de más libros de poesía que los habituales. Lo llamativo es que hayan coincidido en tan poco tiempo. Compré por interés uno antiguo —de 2019—: Lara López, Derivas (Prensas de la Universidad de Zaragoza); y el más reciente de Marta Agudo, Sacrificio (Madrid, Bartleby Editores, 2021). En la escalera de casa recibí con entusiasmo de la mano de su autor —como debe ser en materia de autoediciones— El fin de muchas cosas (Cáceres, Buenas Costumbres Ediciones, 2021), de Juanjo Cortés. Por correo me llegó el nuevo libro de poemas de José Antonio Llera, El hombre al que le zumban los oídos (Santiago de Chile, RIL editores, 2021), publicado en la misma editorial que la sorprendente Poesía elemental (Santiago de Chile, RIL editores, 2021), de alguien que se recoge en los seudónimos de autor —Demetrio Meléndez Díez— y de editor literario —Imanol Mendizábal—, y que habrá que tener en cuenta entre lo que se sale de lo convencional. Coincidieron estas visitas poéticas con el envío ayer de las nuevas entregas —la tercera y la cuarta— de la colección Alondra: Lorenzo Martín del Burgo, Sueños del humo (1972-1980) y Luis Bodelón, Para siete cuerdas. Glosario, canto y orilla, ambas publicadas en Madrid, por Turpin editores (Gráficas Almeida, 2021). Insisto en esta obsesión: a fecha de hoy, son todos libros del año pasado. Como otra sorprenderte perla de Liliputienses: Lucas Soares, El poeta y el buey (Isla de San Borondón, Ediciones Liliputienses, 2021), que me ha llegado con el regalo de Patricio Grinberg, Kylgo Kabuki [instrucciones para vaciar una novela] (Isla de San Borondón, Ediciones Liliputienses, 2020), y el número sexto de la revista microscópica de poesía Los poetas no son gente de fiar, otra de las maneras de mostrarse de José María Cumbreño, siempre ahí, en su isla cosmopolita y abierta a las mejores aguas poéticas. Tengo lectura. Más. 

sábado, enero 01, 2022

Año Nuevo

«Las entradas que he dedicado en este blog al primer día del año, unas con el título de una cifra y otras con el mismo título que esta, patentizan mi inclinación a subrayar de algún modo los estrenos de un ciclo», escribí el 1 de enero de 2017; y sigo teniendo esa consciencia al despertar, como el que toma posesión de algo y da una condición especial al sencillo gesto de abrir una ventana y recibir un día claro como el de hoy. Esa era mi intención, pues así repetía dos hábitos: dar un paseo temprano por la ciudad y escuchar el concierto de Año Nuevo, esta vez con Daniel Barenboim dirigiendo a la Orquesta Filarmónica de Viena desde la Sala Dorada del Musikverein. Una congestión nasal considerable y molestias en la garganta con dolor leve de cabeza me han retenido en casa, pendiente solo del hábito de la escucha musical, que sí pude hacer, con los comentarios de un siempre ameno y ocurrente Martín Llade, el crítico y locutor de Radio Clásica, que llamó esta mañana a este 2022 el año de los tres patitos y su estanque. Ni el emotivo saludo de Barenboim, ni el ritmo alegre de las polcas, ni las palmas de la Marcha Radezki me apartaron de un runrún sobre mis síntomas con la que está cayendo. Yo, en realidad, me había levantado con un reflejo condicionado: buscar y leer la anotación del martes 1 de enero de 2019 en el Diario de un editor con perro, de Julián Rodríguez (Mérida, Editora Regional de Extremadura. Col. La Gaveta, 2021). Un reflejo condicionado porque Raúl C. Maícas, el director de la revista Turia, me encargó hace unas semanas una reseña que tengo que enviar en febrero; y porque ayer mismo, en El País, apareció una columna de José Andrés Rojo («Un tiempo de otra época») muy evocadora de los valores del diario de Julián, alguien, como dice el periodista, que supo descubrir los otros mundos que están también en este, tan desquiciado. Y un reflejo condicionado porque ayer despedí el año con un paseo de mañana por la ciudad y sus parques en compañía de Javier, el hermano de Julián, a quien pregunté si el perro del Diario —que es perra— debe su nombre —Zama— a la novela del argentino Antonio Di Benedetto. Y me dijo que sí. Hoy he comprobado que en el muro de Facebook de Julián Rodríguez —de donde se nutre el Diario espléndidamente publicado por la Editora Regional—, en un comentario a un texto del 19 de junio de 2018, Elisa Rodríguez Court le preguntó eso y Julián respondió: «Claro, has acertado... Es una de las novelas en español que más me gusta». Dediqué gran parte de esta mañana a la relectura del Diario de un editor con perro, sobre el que he anotado y recopilado material suficiente para montar mi reseña futura. Todo con el fondo de los Strauss, como probablemente Julián aquel día primero de año: «Esta mañana, a las diez, daba el sol en el balconcillo. Y a pesar de ello, el termómetro marcaba dos grados en el exterior a esa hora. Menos dos anoche, poco antes del cambio de año, al salir (ni una nube en todo el día) para ver las estrellas. Al regresar a casa, con la linterna alumbrando el camino, se olía en el jardín el cordial humo de la chimenea y se oía tenuemente la música de Mahler que había dejado sonando. He ordenado la leñera, pues mañana traerán mil kilos de madera de encina. (Yo colocaba los leños y Zama jugaba con una piña seca que había rodado hasta el suelo). Se oían disparos a lo lejos, cazadores. También habría que colocar en las estanterías los libros que hay sobre el escritorio, material de trabajo, pero será otro día, pasado mañana tal vez. Hoy me apetecían churros para desayunar, pero olvidé comprar una churrera de plástico en ese mercadillo de los viernes, así que he tenido que fabricar una manga pastelera con una bolsa de congelación. Agua caliente, la misma cantidad de harina, una pizca de sal. Mezclar, luego amasar un poco. Mi madre me enseñó cuando yo era adolescente, ahora hace churros u hornea bizcochos para mis sobrinos y mi padre. De cuando en cuando, en Navidad casi siempre. Anoche, Mahler; esta mañana, Radio Clásica y un libro de viajes por el Mediterráneo de los años veinte. Periódicos atrasados, revistas ¿disparatadas? que regala la prensa regional. El reportaje central de una de ellas (Diez minutos) me hace reír durante un buen rato.» (págs. 117-118). Será un placer escribir sobre el mundo de Julián y Zama, que me han acompañado esta mañana de año nuevo, sobre los textos que fue escribiendo en los años 2018 y 2019, hasta un día antes de su muerte, y que debemos a una edición cuidada por Martín López-Vega. Como el runrún seguía, J. me trajo hasta la puerta de la calle un test de antígenos de autodiagnóstico que recogí con incertidumbre. Seguí con mucho cuidado todas las instrucciones y esperé el resultado: negativo. Voy a bajar a tirar la primera basura del año.