Mañana de un sábado pasado en casa, trabajando y leyendo el periódico a la hora del aperitivo, en silencio o con un poco de música de Radio 3 —Toma uno, de Manolo Fernández. Noticias locales, muy locales, bobadas de suplementos alienantes…, y la lectura más detenida de crónicas y artículos de interés, y ese malestar por lo que ofrece la prensa sobre lo que se hace notar sin ser importante. Me detuve en el artículo de Babelia de todos los sábados de Antonio Muñoz Molina —de quien hablaron en el programa de Javier del Pino desde Bilbao a propósito de una supuesta falta de humor del escritor, que supongo que no es cierta—, que tituló «En la vida real», y en el que hablaba de la gratitud ciudadana que él percibe cuando va a una consulta o a ver a un amigo médico a un hospital público, y dice que «También he sentido lo mismo entrando en un aula o en el salón de actos de un instituto donde los profesores y los alumnos han sabido conjurarse para no rendirse al deterioro planificado de la enseñanza pública». Sin duda, el deterioro de nuestra enseñanza pública está planificado desde los gobiernos; pero tengo la certeza de que quienes sostienen el sistema son los profesores —ahora, a mi edad, veo que casi todos han sido alumnos conocidos— que día a día se preocupan para que sigamos creyendo en aquellos mejores valores que también expresó hace unos años Javier Gomá en «La gran piñata», otro de esos artículos de periódico que yo suelo ver pinchados en los corchos de las salas de profesores de muchos institutos de Educación Secundaria. En ese texto de 2011, Gomá reivindicaba incitar al amor por las disciplinas que se enseñan en las aulas, mucho más que al conocimiento positivo de ellas: «Durante los años escolares no hay tiempo para que el pupilo asimile siquiera los rudimentos de literatura, lengua, matemáticas o física, pero si ‘ha aprendido a aprender’ enamorándose de estas asignaturas, dispondrá del resto de su vida, y en particular los años universitarios, para profundizar autónomamente en ellas. Y así, la intimidad desinteresada con estos saberes acabará decantando en esa conciencia una visión del mundo bien articulada a partir de la cual estimar los muchos logros de la sociedad en la que vive y también criticar, cuando procede, sus desviaciones y excesos». Resulta muy inquietante que lo del «deterioro planificado de la enseñanza pública» de Muñoz Molina el sábado pasado tenga tanta relación con lo dicho por Javier Gomá hace poco menos de ocho años: «Las actuales reformas ‘a la boloñesa’ de la Universidad española postergan temerariamente la misión de formar hombres cultos en beneficio exclusivo de la preparación de profesionales. Oímos que la Universidad ha estado demasiado alejada del mundo laboral y que lo prioritario ahora es crear puentes con la empresa. Por eso los nuevos planes prevén pocos años de estudio para obtener un título universitario, conocimientos técnicos especializados y aplicados, y muchas prácticas desde el primer curso. Mutilada la Universidad de su misión educativa, el resultado previsible será la producción industrial de una masa abstracta de individuos preordenados para competir y producir, tan hipercompetentes como incultos, autómatas como los niños cantores de villancicos, ávidos consumidores de escasa civilidad […] Empezarán a trabajar antes que nunca y se jubilarán más tarde que nunca, lo que, privados de conciencia crítica, romos en su visión del mundo, asegura más de medio siglo de dócil mansedumbre a las leyes del mercado […]». Es todo igual de inquietante que yo siga volviendo a la misma idea y retomando avisos que ya puse aquí hace unos años, con la misma foto, el mismo enlace. Y más inquietante aún que hoy mismo haya escuchado a un querido compañero argumentos parecidos —salvadas las distancias— en un benéfico encuentro entre personas que piensan y que crean, y cuyos objetivos no sé a qué nos llevarán. Ojalá que a algo bueno. Yo, por el momento, sigo leyendo, como decía hoy Enrique Santos Unamuno, el compañero aludido.
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De la fotografía © Bob Thomas / Corbis - EL PAÍS
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