Creo que fue un día de marzo. Sí, fue un día de marzo. Qué tontería. Fue el lunes dieciocho de marzo poco antes de las nueve de la mañana, que para eso anoto de todo en mi cuaderno. Un padre llevaba de la mano a su hijo camino del colegio. El niño, muy pequeño, cargaba a la espalda una mochila liviana —solo un refrigerio para el recreo, seguro; sin libros, y quizá algún estuche con lápices de colores y un cuaderno. En el mismo sentido del tráfico por una acera estrecha —calle Parras de Cáceres—, el padre llevaba a su hijo cogido de la mano izquierda cerca de la calzada por la que los coches les rebasaban. El padre iba a lo suyo, al lado de la pared, levantó la cabeza, carraspeó, retronó todo, y escupió en la acera con la violencia del proyectil que hace un agujero en el suelo. Juan Rulfo, en «Nos han dado la tierra», de El llano en llamas, escribió: «Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una lasta como la de un salivazo». Aquel lunes yo tenía en la cabeza un texto así para llevarlo a clase. El niño miró a su padre como el que asiste a un gesto común y corriente con admiración y respeto. Con el debido respeto y la admiración debida. La educación, idiota, la educación, me pareció escuchar antes de entrar en el garaje para coger mi coche y marcharme a la Facultad, a mis clases. Por cierto, Rulfo. «Nos han dado la tierra». Y Pedro Páramo. Es otro apunte sin la menor importancia.
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