¿A todos nos ocurre? Removemos unos libros de un lugar a otro y salvamos la tarde volviendo a abrirlos y leyendo lo que recordábamos remotamente y lo que en el tiempo presente sugiere nuevas sensaciones, incluso significados distintos. A veces es porque alguien, un alumno, un colega, te pide una referencia que se convierte en un conducto tubular, como en las películas de aventuras, por el que caes a una infinidad de llamadas o de evocaciones. Así que pasas a otro asunto, a otro incidente, casi a otra dimensión. Por esa razón imprecisa por la que uno queda retenido en uno de los libros de su biblioteca, he recuperado Lectura y lectores en la España del siglo XVI y XVII (Madrid, Ediciones Turner, 1976), de Maxime Chevalier. Mi ejemplar me lo regaló en su casa de Madrid, en junio de 1998, Joaquín González Manzanares; y por motivo también impreciso, he reparado en que en su último capítulo dice: «Cabe la posibilidad de que una biblioteca pública o privada de contenido todavía incompletamente examinado nos depare alguna edición de Lazarillo de Tormes desconocida hasta la fecha» (pág. 169). El hispanista francés apuntaba eso por el hallazgo de una impresión no conocida de un Lazarillo de Valencia, en casa de Miguel Borras, de 1589; y añadía: «Acaso circularan en la España del siglo XVI más ejemplares de Lazarillo de lo que suponemos, acaso fuera la novela más leída de lo que sospechamos» (pág. 169). Me pregunto hoy si Chevalier supo de la aparición del «Lazarillo de Barcarrota», la edición impresa en Medina del Campo en marzo de 1554, como las otras tres primeras conocidas. Supongo que sí, y ahora me pregunto cómo reaccionó y si acaso recordó lo que él escribió veinte años antes. Ojalá la vida siga deparándonos hallazgos así, que modifican —y justifican— lo mucho que con tanto afán se ha investigado en historia literaria.
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