Di esta tarde un paseo por Italia leyendo El licenciado Vidriera. Tenía ganas de evadirme, de salir un poco de esta calle de Gallegos tan silenciosa hoy, domingo, y trasladarme a las apacibles de Florencia o a las de la majestad romana. Hasta que Tomás Rodaja vuelve a Salamanca en la novelita y por los veneficios que recibe de una dama despechada pierde el entendimiento; pero no el sentido común cuando dijo que los maestros de escuela eran dichosos porque trataban con ángeles. Qué cantidad de aforismos malintencionados salen de tan vidrioso caletre, y qué bien recibidos, para que luego Rodaja-Vidriera-Rueda acabe tan solito en su cordura. Quizá no merezca la pena nada; ni siquiera perder el juicio. Antes de volver a casa, me he parado en el rellano de la poesía de Horacio y una dichosa medianía me devuelve a mi sitio, a esta calle en la que escribo y desde la que viajo más que si mi fin de semana hubiese comenzado con un billete de avión cuya vuelta ahora tiro a la basura.
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