Este sábado lo he pasado en Almendralejo con José Antonio Zambrano. Le debía visita desde que se publicó su Ahora (Pre-Textos, 2019), uno de los libros principales de su última etapa después de una vida poética de más de cuarenta años. No encuentro —qué rabia y qué raro— mis anotaciones de la mañana que leyó en Zafra los poemas de este libro aún inédito en aquel entonces ante un grupo de amigos, un acontecimiento que hoy hemos evocado. Ver ahora la obra editada —que se presentará en donde nací el 22 de noviembre—, después de haberla conocido en varios estadios de su escritura, es una experiencia muy grata, que afortunadamente he tenido con muchos amigos que escriben. Hemos terminado en su biblioteca, en el sitio en el que se le pasan las horas del día. Estaba disgustado por una limpieza doméstica que, además de quitar el polvo de los libros, ha provocado un desbarajuste incompatible con lo que se le debe a un espacio así. He estado muchas veces en el lugar del que salen sus poemas; pero nunca me había parado a escribir sobre él. Bueno, sí. Un poco de eso escribí por lo que me pidió Fernando Clemente para La Gaceta Independiente, en 2013, y me he acordado hoy porque he vuelto a ver el patio de sus geranios y aspidistras. «No tengo que esforzarme mucho —escribí— para imaginar a José Antonio Zambrano en su escritorio, entre sus libros, afanado en sacar adelante un verso, el único que le falta por rematar de un poema en el que anda ofuscado desde hace semanas. O meses. En su libro Apócrifos de marzo (2009), hay un poema titulado «Normas para el rumor», cuyo comienzo es bien expresivo del afán constante en la escritura de José Antonio Zambrano: «Acumulo momentos / para hablar de lo que desconozco, / sabiendo que mi ignorancia es tan grande / como la de los geranios de mi patio». El elemento doméstico se convierte en un referente de la ignorancia y el desvalimiento que siente el poeta que todo lo busca, que indaga, que escribe desde esa desolación». En ese entorno de lo escrito estuve yo esta tarde de sábado sin ir más lejos. En una mesa auxiliar estilo antiguo, no sé si de roble, unos cuantos marcos de pie con fotos con sus amigos. Unos desaparecidos —Santiago Castelo, Dulce Chacón— y otros por fortuna vivos —Ramírez Lozano, Pureza Canelo, Pablo Guerrero—; y sus libros. Hemos hablado de poesía. Me ha mostrado en la pantalla del ordenador su próximo poemario, en el que está enfrascado. Solo diré que hay un poema espléndido que dedica al primer verso de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez —«Siempre la claridad viene del cielo»—, y otro poema en fárfara pero estupendo sobre el último verso inconmensurable —«Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar»— del poema de José Hierro, de Agenda (1991), «Lope. La noche. Marta». Otro hito de la poesía del XX. Y todavía me queda, después de esta visita, volver a estar con José Antonio en la lectura de su Ahora. «El peso de un poema / tiene el tamaño exacto de una obstinación. / La que provocan las palabras / cuando se abren al mundo». Son los primeros versos de la tercera de las piezas de esta nueva orfebrería de un individuo que en Almendralejo, en el espacio en que hemos estado, se dedica a esa rutina de la luz.
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