Un día las vio en la cafetería de un céntrico hotel de Cáceres. Ella se casó con ellas. Las calas lucieron en su boda —hace ya más de veinte años, me parece— y por eso se encaprichó con una que acababa de ver al ir al aseo. Es su flor preferida. Cuando la vio, recordó las de su boda y quiso llevarse aquella a su casa. M., un profesional con muchos años de experiencia en la barra de esa cafetería, hoy ya jubilado, le dijo que podía llevársela. Sin problema. Se le había cumplido el último deseo del día. Un sábado que le confirmó que los sueños pequeños se cumplen, que hay días en que la felicidad se cifra en las necesidades más sencillas, en un antojo cumplido. Un buen paseo, un precioso paisaje, la contemplación hablando bajito de unas aves elegantes y esquivas, una buena cerveza bajo un cielo azul limpísimo y la conversación. La conversación amable. Siempre. El buen trato. Una cala en la vida apacible. Como esas que lucieron en su boda. Calas para Vega. Este miércoles de noviembre, después de mucho tiempo desde que yo anotase en mi cuaderno un apunte sobre una situación tan mansa y sencilla como aquella, sin saber que iba a recuperarla el mismo día de su cumpleaños; y del que, por diversas circunstancias, hoy me he acordado tarde.
miércoles, noviembre 04, 2020
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Gracias, Miguel Ángel.
Un placer.
Publicar un comentario