Limpiando el polvo y recolocando unos libros, volví sobre la Antología poética del romanticismo español que Ramón Andrés publicó (1987) en la colección Clásicos Universales Planeta —es una de las pocas del siglo XX que recoge la composición más conocida de Bartolomé José Gallardo—, y me topé con el poeta Francisco Zea (1825-1857), a cuyo fantasma abrí la puerta de casa y estuvo conmigo toda la tarde. De estos tipos siempre me despido diciéndoles que usted merece una tesis. No hay muchas noticias sobre este desgraciado individuo, coetáneo y amigo de escritores como Ventura Ruiz de Aguilera, Eulogio Florentino Sanz, Manuel Fernández y González, Antonio Hurtado Valhondo o José de Castro y Serrano, algunos de los cuales participaron muy activamente en el reconocimiento póstumo que le tributaron al publicar sus Obras en verso y prosa (Madrid, Imprenta Nacional, 1858). Murió con treinta y dos años e hizo divisa personal de su definición de la poesía como un «manjar espiritual que sustenta el alma y hace enflaquecer el cuerpo». Un malogrado. Claro, José María Cossío lo recogió en el apartado de «Los malogrados» de sus Cincuenta años de poesía española (1850-1900), y son raras las referencias modernas a un individuo tan infortunado como Zea, que quiso ser poeta y no lo fue públicamente, que tuvo que dedicarse a oficios como las clases de esgrima para militares cuando él quería leer a Fray Luis y a Herrera, que quedó huérfano de padre y tuvo que sufrir el encarcelamiento de su madre por asuntos que explica Castro y Serrano en el prólogo de sus Obras y que encumbran a aquella señora a modelos de una honradez inusitada. Sé muy poco de Zea desde entonces y no he tenido mucho tiempo para averiguar nada sobre esta figura que merece ser rescatada —el volumen de sus obras llega casi a las seiscientas páginas—, aunque solo sea para situarlo y situar sus textos —«Inspiración» puede representar un ejemplo de poema de época que precise ese momento del romanticismo español— y que ofrece también ese perfil de prematura muerte. Sí sé que Joaquín Olmedilla publicó en La España Moderna en 1914 una semblanza de Zea descaradamente dependiente de lo ya escrito por Castro y Serrano. Igual que yo me pongo a la sombra de lo dicho por Olmedilla: «Dos títulos principalmente enaltecen a Zea, y le hacen acreedor a la pública consideración y a que su nombre se coloque entre las glorias del parnaso español, y han sido su inspiración poética de primer orden y sus desventuras. Las luchas que mantuvo durante su vida, y en las cuales puede decirse que triunfó en fuerza de constancia y de fe, son verdaderas odiseas que le colocan en el catálogo de los héroes del trabajo y de los mártires de la fatalidad y del infortunio. Son motivos bastantes para evocar su grato recuerdo y decir a la generación actual que no lo ha conocido, la existencia de un modesto obrero de la inteligencia, que, en medio de la incesante lucha y los insuperables obstáculos que le salieron al paso, produjo interesantes obras, cuyo brillo y fragancia serán imperecederos». Y me pongo también al abrigo de Castro y Serrano que escribió estas líneas que no parecen tan alejadas, escritas en 1858, de la situación actual de las letras españolas: «[…] en una época en que todo el mundo sirve para todo; en que cualquiera es lo que quiere ser con tal de que lo proclame osadamente; donde la suma de impudores individuales constituye esa impudencia general al abrigo de la cual cada uno consentimos que el primer quídam se proclame lo que quiera, siempre que a nuestra vez consientan esos quídam que nos titulemos como nos de la gana; con tales declaraciones hechas en semejante época, ¿qué le espera a nuestro pobre amigo? Lo que tuvo, lo que soportó con heroica entereza: hambre y desnudez para el cuerpo; desesperación y luto para el alma». Era Francisco Zea, al que se refería su padrino póstumo. Inspiración poética y desventuras sin cuento.
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