Hace unas pocas semanas, en una ciudad que no es la mía, después de comprar unos libros, entré en una cafetería céntrica a tomar algo, hojear algunas páginas de lo que compré —las de un ensayo sobre lo lúdico en la ficción latinoamericana del siglo XX— y pensar un rato en lo solo que estaba. Es algo en lo que pienso mucho; y no siempre es malo. Me senté en una mesa junto a un amplio ventanal que daba a una calle sin coches desde el que vi pasar una mañana, recuerdo ahora, a una actriz muy conocida. Cuando un cliente al parecer asiduo que estaba en la barra dejó de contar su vida y milagros a dos señoras y dos señores que le escuchaban sentados y que habían venido de otro lugar a pasar el día y ya se iban, pude concentrarme algo en la lectura y en la escritura de algunas notas en el cuaderno que siempre llevo conmigo en esas ocasiones. No me quedé solo. Enfrente, en otra esquina, una pareja tomaba en hermosas copas de balón lo que deduje que eran dos gin-tonics. (Esto es un detalle superfluo y debería de aprender a evitar formas inoperantes de realismo extremo. Como no puedo evitarlo, diré que ella era morena, con el pelo recogido en un moño con un pañuelo prendido, muy atractiva; y él, barba corta y canosa, muy atractivo también. Cincuenta sesenta, que no son medidas, sino el cálculo de las edades de los dos protagonistas. Debería evitar esto). No tengo ninguna necesidad de precisar nada en un relato que parte del momento en que el hombre llama desde su teléfono y comienza a hablar en un tono demasiado audible a dos mesas de distancia y con acento argentino. «Linda» y «amor» fueron las primeras palabras que me llegaron, dirigidas —supuse— a una niña que dejó el teléfono a quien luego tuvo que escuchar que a «él» le gustaba mucho un sitio —yo imaginé un río; o un lago, quizá— en el que deberían arrojar sus cenizas. Hablaba de algún familiar muerto, supuse. A él le gustaba mucho, insistía. Es lo mejor; y qué lástima no estar allí y acompañar a todos. Y estar con él. Otra cosa te digo: que lo último en quemarse es el corazón. Te lo digo de verdad. Que lo que más tarda en quemarse es el corazón. Ella escuchaba y esperaba a que la conversación terminase. Yo leía, bebía, escribía y escuchaba sin querer que podían llevar la urna en una barquita, así que no fueron imaginaciones mías lo del río o el lago. Y él volvió a decir el nombre de un lugar que debería ser el destino de los restos después de la incineración. Daba instrucciones y dijo de nuevo que lo último que se quema es el corazón. No sé si será verdad; pero aquel hombre lo decía con la misma autoridad que quien te dice que la sal se añade a la parte ya hecha del chuletón.
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