Leo trabajos de fin de máster de alumnos que han realizado las prácticas en centros de Educación Secundaria y que tienen que cumplir con este requisito, excesivamente formalizado y poco creativo, para que les den el título. No puedo decir que los lea con el regocijo que me llevaría a reflejarlo en estas líneas, porque el género no se presta; pero sí que hay algo importante en casi todos ellos, tengan la calificación que tengan. Es ese carácter de crónica real y candente de la actividad que día a día se realiza en todos esos centros, mayoritariamente públicos, en la tarea de todos esos profesores que yo me imagino detrás de las páginas tan dadas a lo premioso que ahora leo. No es solo el período lectivo, que una madre que acude a una tutoría, una persona que visite el centro o un profesor invitado, como ha sido mi caso muchas veces, puede comprobar en pasillos, salas y aulas; sino todas esas actividades que se llaman «extraescolares» —y a las que no pillo el prefijo— que se organizan en todos esos espacios estratégicos —la educación es tan estratégica como la defensa nacional— que son los colegios y los institutos. Y leo que han organizado un viaje de estudios en el que voluntariamente se implican unos profesores, o un concurso de lectura en público, o una semana cultural con exposiciones y otras actividades, como un taller de protección solar, unos juegos de mesa para inculcar algo o una jornada de convivencia. Y leo la cantidad de horas que hay detrás de todo, y la cantidad de problemas que se llevan a casa los docentes, con sus necesidades. Extraigo ahora de esta lectura todo lo que he visto, que he conocido y que conozco, y concluyo con mi convencimiento de que lo que yo diga sobre los trabajos que leo no sirve para nada si nadie se cree que estoy convencido de lo que decía don José Manuel Blecua hace unos años, que no voy a volver a repetir. Porque ya está bien. O no. No sé. Qué lástima.
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