He terminado de leer otra novela escrita en primera persona. Esta, diré, en primerísima persona; y muy interesante como indagación —de nuevo— sobre el hecho de escribir, por mucho que el motivo que la pone en marcha sea tremendo y cree unas expectativas que el autor ha sabido resolver con mucha maestría y honestidad. Me envuelve una manera de contar que tanto acerca al narrador a hechos intransferibles y que, a pesar de todo, pueden resultar muy próximos al lector que soy. Me veo a mí mismo escribiendo ahora y la lectura de un fragmento en el que el personaje principal conduce su coche me devuelve mi imagen al volante, una mañana muy limpia por una carretera con tráfico escaso, trazado conocido y parajes hermosos. Yo volvía a casa, como el que regresa para encontrarse, paradójicamente, con una despedida inevitable. De no haber resultado una imprudencia que nadie puede permitirse, habría pasado más tiempo mirando por el espejo retrovisor que hacia aquel asfalto que el frente de mi coche se tragaba a más cien kilómetros por hora; pero con mucha precaución. Dejaba atrás una delicia. Una despedida puede llegar a ser tan solo una más de esas despedidas que se olvidan con un reencuentro. Aquella forma de separarse y ponerse en marcha es un hecho tan digno de ser escrito como el relato real o ficticio que uno tenga ante los ojos. Estoy en ello. Por emulación, como tantos escritores inseguros cuando terminan de leer un buen texto literario.
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