Comparto con alguien que el desayuno es la mejor comida del
día. Después del aseo, es el segundo rito con el que uno recibe la dicha de
seguir vivo; y también es deleite para el cuerpo. Es más que eso. Lo preceden
el gesto a veces arisco de apagar el despertador e, insisto, el de abrir el
grifo de la ducha, que todavía a esa hora sigue siendo un despertar embargado.
Pero desayunar ya lo dice todo. Es la única comida que no se devalúa por
repetirse estrictamente todos los días; vamos, yo creo que es especial porque
se repite, por consistir, y a conciencia, siempre en lo mismo. Hay quien cena,
sí, un yogur todas las noches; pero a mí en eso no me parece ver la sana disciplina
y la naturalidad que tiene la presencia en tu vida de unos trozos de frutas, un
café caliente y una tostada de aceite que, sin entrar en disputas de ortorexia,
son razones por las que yo, al menos, me levanto un poco más temprano. Hay un
texto de Cortázar que se titula «Desayuno», de la segunda parte de Último round (1969), del que me he
acordado alguna vez, aunque no tiene ninguna relación con este sentimiento que
me lleva a escribir sobre esa situación que es lo mejor que a uno le puede
pasar también en compañía. Además, por lo que puede acabar por haber
significado. Y me ha pasado, claro. Afortunadamente. Desayuno solo y no puedo salir a la calle sin haber
desayunado. Sin embargo, mis mejores recuerdos son en compañía, y el último,
curiosamente, en una cafetería de una calle cualquiera. Y bien, siempre bien.
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