En Biarritz hay una playa pequeña, muy urbana, la del Port Vieux, en la que la media de edad es alta, porque tiene el mismo oleaje que un pantano. Por la noche, sin embargo, en el término más al sur de la Grande Plage, se concentran los más jóvenes, para sentarse a beber en una especie de botellón del que al día siguiente no queda rastro gracias a los servicios de limpieza de la ciudad. Muy cerca, en una especie de balconada a pie de playa, en primera línea, en un lugar privilegiado y sobre el que todos los días nos preguntábamos si era privado, una familia sudamericana tiene allí su asiento con la atracción de una maqueta de una ciudad hecha de arena, en la que también hay un espacio para arrojar unas monedas. No sé calcular cuánto pagaría cualquier turista por una parcela así, con los baños públicos al lado. Y el Casino, y muy cerca la Rocher de la Vierge, por la que casi todos los días pasábamos. Leyendo, la última tarde en el hotel, anoté que tenía que buscar, aunque fuese ya a la vuelta, alguna referencia literaria más sobre Biarritz, algún poema. No recordaba que la tenía tan cerca, que yo leí hace años los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), de Oliverio Girondo, y uno de ellos «Biarritz» tiene su dibujo hecho por el propio Girondo, que reproduzco aquí desde la página del autor en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, y que transcribo. Me alegra que Álvaro Valverde haya dado también con Girondo al recordar otra ciudad, su Tánger.
El casino sorbe las últimas gotas de crepúsculo.
Automóviles afónicos. Escaparates constelados de estrellas falsas. Mujeres que van a perder sus sonrisas al bacará.
Con la cara desteñida por el tapete, los croupiers ofician, los ojos bizcos de tanto ver pasar dinero.
¡Pupilas que se licuan al dar vuelta las cartas!
¡Collares de perlas que hunden un tarascón en las gargantas!
Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar.
Cuando la puerta se entreabre, entra un pedazo de foxtrot.
«Biarritz», de Oliverio Girondo, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922).
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