En la recién pasada Feria del Libro de Madrid Ignacio Elguero estaba firmando ejemplares de ¡Al encerado! (Barcelona, Planeta, 2011), que lleva en su subtítulo su promoción: «Un interesante y divertido retrato de los colegios de los años 60, 70 y 80»; pero también tenía allí delante algunos de su más reciente libro de poemas, Siempre (Ediciones Hiperión, Poesía Hiperión, 619, 2011), que fue del que me traje uno dedicado. Llego a él con retraso desde su publicación; pero me apetece escribir sobre un libro tan de Elguero. Aunque el calificativo es más aplicable al del encerado, al del mismo autor de Los niños de los Chiripitifláuticos (2004) y de Los padres de Chencho (2006), esas obras tan cercanas —estoy entre esos siete millones y pico de personas que nacieron en España en los primeros años sesenta—; pero de un aire nostálgico que se toma con prevención por el trasfondo ideológico que puede esconder eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Vuelvo. Tan de Elguero, en fin, porque en poesía Ignacio también es reconocible, a pesar de ser un poeta que está fuera de líneas determinadas o dominantes. La poesía de Ignacio Elguero es reconocible por su humana simplicidad, porque tiende siempre a lo más cotidiano sin muchas abstracciones, y por lo que en su día dijo su llorado Leopoldo Alas al prologar su primer libro, Los años como colores (1998), su «nostalgia positiva». Su libro más amoroso, El dormitorio ajeno (38 poemas de amor) (2003), es también el más clasicista. Y Siempre es, quizá, el más maduro, por las dosis decantadas de algunos de los rasgos más visibles de su poesía anterior. Dos nítidos ecos, entre otros, me ha traído este libro de Elguero: el de Pedro Salinas para la clave amorosa de algunos poemas y el de Ángel Campos Pámpano y La semilla en la nieve para el último poema, que da título a toda la obra, «Siempre», y en el que está tan presente la imagen de la madre, otra amada: «He cogido su mano. / Qué extraña sensación / cuando la aprieto. / Tengo su mano fría entrelazada. / Sé que la despedida está más cerca / pues el tacto es más seco, más duro, más terrible. / Siempre tendré su mano / muriendo entre las mías».
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