Hay viernes que no voy al campus, y convierto mi casa en el lugar guarecido que viene siendo desde que el desastre se instaló ahí afuera. Gozo aquí de una tranquilidad que no tengo en la Facultad —a pesar de las precauciones—, ni en la calle, ni en las tiendas. Y, con todo, uno sale, va a comprar, recibe a poca gente en casa y acude a trabajar a su lugar de siempre. El pasado viernes no salí más que para recoger muy temprano el periódico y desayunar con él. (En primera: «España sale del riesgo extremo por primera vez desde septiembre». En la última, la columna de Juan José Millás, fecundado por una imagen de Antonio Machado: «Allá, en las altas tierras [sic], / por donde traza el Duero / su curva de ballesta…». Y en El Cultural Clarice Lispector en portada, la reseña de Los ancianos siderales, de Luis Mateo Díez, a quien estaba escuchando en la radio, un anuncio de un clásico de Quevedo que voy a comprar y las «Hostias negras» de Luis María Anson, el artículo sobre la negritud que me llamó tanto la atención que acudí a un ejemplar que no recuerdo bien cómo llegó a casa de su libro La negritud, publicado en 1971 por Ediciones de la Revista de Occidente). Salto el paréntesis para decir que a veces lo leído nos lleva a algo vivido, o a algo que forma parte de nuestro entorno, como un poema que nos trae el mismo gesto de una amante que un día nos tomó de la mano. Y hay ocasiones en las que lo sentido en propia carne se corresponde en coincidencia con una lectura que a uno le visita después de haberlo experimentado. Como este pasado viernes, en el lugar guarecido que aparece en este delicioso ensayo que me trajo de Barcelona como regalo mi hijo Pedro y que habla del placer de permanecer a resguardo del viento, como acurrucado en un refugio. Es un librito de la primorosa colección «Great Ideas» de Taurus —ay, Penguin Random House Grupo Editorial— con unos breves ensayos de Robert Louis Stevenson en traducción de Belén Urrutia. Contiene ocho reflexiones sobre la vida —pues todo es vida, desde los lugares hasta las lecturas— que son muy gratas y que he revisitado sin saber que el pasado jueves 3 de este mes se han cumplido ciento veintiséis años de su muerte en Samoa, como recordó el mismo viernes del que hablo Elías Moro en su página de Facebook. El escocés escribe sobre el deleite de los lugares desagradables, que es cuando se refiere al placer de sentirse guarecido; escribe sobre enamorarse, que es —dice— «la única aventura ilógica, la única cosa que nos sentimos tentados de considerar sobrenatural en nuestro trivial y razonable mundo» (pág. 34), un accidente simple que es beneficioso y asombroso; escribe también sobre la vejez huraña y la juventud, como dos de las estaciones de la vida con las que hay que estar acordes en su momento y saber cambiar cuando las circunstancias cambian, pues en eso, dice Stevenson, consiste la verdadera sabiduría. Y escribe una apología del ocio, u ociosidad, «que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas que no están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante» (pág. 7), una apología que va más allá de eso y que se convierte en una vindicación de la felicidad, en la de los demás y en la propia, como una siembra de beneficios anónimos, pues —dice Stevenson— que es «mejor encontrar a un hombre o una mujer feliz que un billete de cinco libras». Y yo añado que cuando alguien te confiesa su desdicha y pesadumbre es peor que la indigencia de estar sin libra alguna, sin duro alguno. Y es verdad que lo leído parece que genera un campo de afinidades que atrae otras actitudes, o, en este caso, otros textos. El sábado, ayer mismo, leí en el periódico el artículo de Nuccio Ordine «Perder tiempo para ganarlo», que vuelve, como Stevenson, a reivindicar el uso placentero y lento del tiempo fuera de toda utilidad u objetivo práctico y rentable. (Esto último, aderezado con una reflexión sobre la velocidad moderna, quizá me dé para otra entrada). En fin, que el ensayito de Stevenson es un libro deliocioso.
domingo, diciembre 06, 2020
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