martes, agosto 04, 2020

Cómo viajar con un salmón

El sábado pasado, en su sección de «Sillón de orejas» de Babelia, Manuel Rodríguez Rivero cerraba su artículo «Ensoñaciones del paseante cabreado» con una recomendación de este libro de Umberto Eco: Cómo viajar con un salmón. Traducción del italiano de Helena Lozano. Barcelona, Lumen, 2020. Decía: «Si quieren pasárselo bien leyendo reflexiones atinadas y repletas de humor sobre las mitologías contemporáneas (en el sentido de Barthes) y los gestos cotidianos, no se pierdan la recopilación de artículos Cómo viajar con un salmón, que contiene las mejores piezas breves que el añorado Umberto Eco publicaba semanalmente en L’Espresso. Algunas como «Cómo reconocer una película porno» o «Cómo justificar una biblioteca privada» constituyen pequeñas obras maestras». Lo suscribo. Porque fue leer la recomendación y pedir el libro, que me llegó muy temprano esta mañana y que ya he leído; que para eso estoy de vacaciones, y me puedo permitir hacer un receso en la lectura de una novela histórica sobre la que tengo que escribir, en la de un ensayo biográfico sobre Moratín, o en la de un artículo de un reciente alumno que espera mi respuesta. Puedo permitirme volver a quedarme en el año 1876 de la vida de Galdós (Yolanda Arencibia), cuando apareció Doña Perfecta por entregas en la Revista de España, y prolongar el saboreo de un par de libros de poemas de quienes no han cumplido aún los treinta. Ítem más; no he podido dejar de leer bien en la prensa la noticia del día a toda plana: «Juan Carlos I abandona España». Qué inmenso vórtice de tristeza, preocupación, indignación y de regocijo histórico por esas tradiciones —que diría mi hermano JM— de la realeza española. No he podido evitar buscar entre los cuarenta y cinco textos del libro de Eco uno que se acomode a la situación. Sólo algunos de los títulos —no los textos— podrían acercarse; por ejemplo, «Cómo elegir un trabajo rentable», o «Cómo salir en los medios aunque no seamos nadie». El primero, como también «Cómo hablar de los animales» o «Cómo no usar el fax», se había publicado en España en la edición de Segundo diario mínimo (Barcelona, Lumen, 1994) de Umberto Eco. Todos, o casi todos, provienen de los artículos escritos por el piamontés en la sección «La Bustina di Minerva» en la revista L’Espresso. De la compra de un salmón en Estocolmo hasta la factura de un hotel en Londres, estas breves crónicas de lo cotidiano y de la trascendente irrelevancia, me han recordado un video que ahora no sé si recibí durante el confinamiento en el que la cámara seguía al autor de El nombre de la rosa por la biblioteca de su casa durante casi minuto y medio. Fascinante, porque cuenta Eco en su justificación de su biblioteca privada algo que resulta incontestable: que hay quienes conciben las estanterías como depósitos de libros leídos y quienes concebimos nuestra biblioteca como instrumento de trabajo. Por eso Eco reflexiona en un capítulo brillante sobre esa pregunta de ese propio que se sorprende cuando llega a tu casa y dice: «¡Cuántos libros! ¿Los ha leído todos?» (pág. 148). Tenía razón Rodríguez Rivero, porque me lo he pasado pipa leyendo este libro, que tiene piezas maestras. Por cierto, no sé si será el calor o la medicación, pero lo he leído entero con acento argentino.

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