Hoy mi madre habría cumplido noventa y cinco años. Viví sus aniversarios con ella desde sus treinta y nueve, y no los había cumplido cuando me tuvo, después de cuatro partos. Yo nací del último. Y la última vez que escribí aquí sobre el día de su cumpleaños fue en agosto de 2015, en esta entrada en la que salen mis hermanos, mi padre, mi pueblo y, claro, ella. Como es natural, no traigo aquí su recuerdo por haber leído no hace mucho Ordesa, de Manuel Vilas (Alfaguara, 2018), ni porque ahora esté con la novela de Miguel Ángel Hernández El dolor de los demás (Anagrama, 2018), que va encabezada por una cita de Susan Sontag («La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos»); obras de no-ficción que, en primer lugar, sirven a quienes las escriben y, luego, y no en todos los casos, a quienes las leen. No, claro, porque me acuerdo mucho de mi madre, y no siempre en fechas señaladas como la de hoy, y he escrito bastante sobre ella mientras estaba viva y después de muerta. Este año de 2018 también es especial, aunque ella no lo sepa, porque su hermano Enrique, el único que tuvo, murió el séptimo día de febrero. Había nacido en 1932. Y tengo un texto que iba a publicar algún día —o no— y que en parte me gustaría hoy editarlo en recuerdo de la que habría cumplido noventa y cinco años. Al fin y al cabo, estas glorias nacieron como tributo a señora tan principal; pero no me acababa de convencer el tono tan directamente sentimental con esa implicada segunda persona del singular. Yo le decía algo así: «Te cuento. Lo primero: que te han puesto en la esquela. Que sí, que tú, como todos los que estamos vivos, también lamentas la muerte de tu hermano. ¿Cómo no? —me pregunto yo, que tanto me extraño de que sigan incluyendo en las condolencias de ahora a los que ya no estáis. Os ponen una cruz entre paréntesis y santas pascuas». Y luego le decía que le habría gustado saber que había estado unos pocos días antes con él, en la habitación 132 del Hospital de Zafra, y que «se despidió de mí con un apretón de la única mano que movía, y me acordé de las veces que te visitó en tu casa cuando yo estaba contigo, y del cariño con el que te hablaba cuando tú estabas mal». En el texto hay más datos precisos, como el número del nicho —2971— en el que reposan los restos de mi tío, en el mismo y desahogado patio de la zona nueva del residencial sin tráfico ni bullicio del cementerio de Zafra. La verdad es que a todos los de mi familia siempre nos han gustado los datos precisos, las pruebas documentales. Como esta, que ilustra esta entrada sentida, de marzo de 1986, de mi madre, que ya sabía que en la universidad española las plazas se dan o se «conceden». Me la envió mi hermano Josemari con el siguiente texto: «Nota manuscrita de tu madre. La escribía para no olvidarse y poder contárselo, orgullosa, a sus amigas».
miércoles, agosto 29, 2018
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