domingo, agosto 30, 2015

Glorias de Zafra (VIII)


© Foto José Mª Lama
La penúltima vez que visité mi ciudad natal tuve dos experiencias insólitas: una retención de tráfico de más de quince minutos al cruzar Mérida por la A-66 y un paseo a las siete y media de la mañana por una Zafra para mí casi desconocida. La retención no tuvo mayor importancia —a la Dirección General de Tráfico se le ocurrió recomendar la carretera de Extremadura como ruta alternativa desde Madrid para llegar a las playas del sur—; pero el paseo con mi hermano Luis me mostró una parte muy poco vista de mi pueblo, y a esa hora tan especial del principio del día en la que la luz es distinta, el ambiente no huele igual y uno no es el mismo. Sabía por dónde caminaba; pero el trazado de aquel espacio era nuevo. Calles nuevas que me mostraban cómo ha cambiado la ciudad en los últimos treinta años. Calles como las de Juan Coles, Juan Justo García, Elvira Laso de Mendoza, García de Silva Figueroa, Severiano Fernández —que no Severiana—, por aquellos antiguos terrenos en los que a principios del siglo XX, un rico hacendado camerano instalado en Zafra quiso perdurar como benefactor promoviendo la construcción allí de viviendas para los más pobres. Fue Gregorio Fernández, hermano del tal Severiano y de Juliana, todos con calles en la zona. Calles que mi hermano está inventariando en una obra insólita —Zafra, cuna de insignes— que espero que algún día pueda materializar en un formato digno y manejable —la última versión que leí tenía más de ochocientas páginas— para los muchos lectores que tendrá al menos en la ciudad que nos vio nacer, en esa que va mutando tanto a medida que vamos cumpliendo años y la vivimos en la distancia. Corta distancia. Aquella retención fue el primer sábado de agosto y mi paseo el primer domingo. Escribo el último domingo de este mes en el que desde hace noventa y dos años mi madre celebra su aniversario —fue ayer sábado 29. Nació en 1923, pocos días antes del golpe de Primo de Rivera, el mismo año que Lola Flores. Lo celebramos antier con tres de sus nietos, a quienes conoció vagamente; dicho sea como un alivio, como una suerte —no sé qué tipo de alivio, qué tipo de suerte— porque, al menos, estuvo un rato disfrutando con esa sonrisa que sabe a la verdad de mi madre, que agradeció un modesto regalo. A ella siempre le ha gustado probarse prendas; y más, estrenarlas. En su situación, una rebeca es más útil para ella que un reloj y mucho más evocadora para mí que una foto. Naturalmente, no se lo dije; pero me acordé de mi padre cuando repetía, siempre que aparecía en nuestras vidas una rebeca, lo de la película de Hitchcock y Joan Fontaine. Me gusta imaginármelos juntos viendo aquella Rebecca (1940) por aquellos años grises cuando ellos se casaron. La verdad y la sonrisa de mi madre las captó mi hermano Josemari ayer en la foto de arriba. Poco después, hablé con ella por teléfono: «—Felicidades, máma», le dije. «—Igualmente», me contestó.
Calle Severiano Fernández. © Foto: Luis R. Lama

1 comentario:

Álvaro Valverde dijo...

Una prosa preciosa, amigo. Las madres son muy lucidas, es verdad. Para los hijos sobre todo. Y no digamos ciudades como Zafra. Hijo de tu madre (vuestra, mejor, incluyo al insigne fotógrafo y erudito local) y de ese sitio. Doble suerte. Abrazos.