El domingo me encontré con E., una periodista, en el Teatro Romano de Mérida, en la última representación del Hipólito. Yo creía que lo mío era ya pasarse, porque acudí a la propuesta de Isidro Timón de ver la última función de la obra en la edición de este año del Festival, después de haber estado en el estreno. Lo bueno es que E. me dijo sonriente al terminar, y mostrándome tres dedos de su mano derecha, que era la tercera noche que acudía; y encantada. La verdad es que hacía mucho tiempo que no apreciaba la distancia que hay entre una primera representación y otra más amasada ya, con todo un equipo más hecho y con los pequeños defectos solventados. Fue otra noche mágica. En riguroso directo, como dice Afrodita en la introducción al drama, igual que hace dos mil quinientos años. Me pide el cuerpo escribir más líneas sobre lo visto, sobre las diferencias entre el estreno y el cierre, que no todas son favorables a la última función en Mérida, ya que la primera, a pesar de fallos técnicos —el viento y una tela; el agua y una manga— tuvo una grandeza especial. La que lleva a un crítico que no es un crítico ni cosa que lo valga a escribir con ánimo exultante sobre lo que le dan. Y a reflexionar un poco y con torpeza sobre tan saludable ejercicio. Leer o ver y escribir. Sí, porque, cuando yo me puse a pensar en esto a partir de la escritura de esa crónica de teatro, me parecía que era igualmente aplicable a la reseña de la lectura de un libro. La gran diferencia —que no es algo baladí; al contrario, es bien sustancial— está en el número de implicados en un montaje escénico como el que volví a ver esa noche y el que se deduce de la escritura de un libro de poemas. Por eso es tan importante una cosa como otra.
martes, agosto 28, 2018
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