sábado, febrero 15, 2014

Anónimos


Hace unos meses alguien me envió un comentario al blog en el que me trasladaba su decepción por comprobar que yo censuraba las comentarios. No era tal; pero era verdad. Yo no censuro ningún comentario enviado; simplemente, no publico ya —hubo un mal momento en que sí lo hice— los comentarios ofensivos, negativos, sarcásticos, irónicos o mordaces que no van firmados o que no son identificables. Sólo tolero el mensaje anónimo positivo, el que elogia y no ofende, porque considero que en ese caso puede ser comprensible el pudor, razón de más para ocultarse; y porque se hace bien al aludido. Pero no la cobardía estulta del que me dice que hay otros libros mil veces mejor que el que yo recomiendo, y que tengo un «gusto raro»; no el comentario del cobarde que quiere aludir —y no lo logra— a personas con nombres y apellidos —yo el primero, con perdón— que aparecen mencionadas en este espacio, y que lo hace con la voluntad de herir, de ridiculizar, de hacer daño. Aquí, en este espacio, y en otros. No comprenderé nunca cómo es posible que algunos periódicos digitales, por falta de control, por la incuria de siempre, permitan el escarnio y, lo que es peor, difundan el analfabetismo de tanto berza que se arroga con derecho a una mal comprendida libertad de expresión. Al menos, y lo rechazo, en un estadio de fútbol, el que insulta ha pagado la entrada. Si yo fuera mujer, me pasaría, como escribió Arturo Pérez Reverte, por «la bisectriz del chichi»* los comentarios sin firma, salvo error o pudor. Con todo respeto, como el que ha de exigirse a alguien que, a cara descubierta, da su opinión. Siete años va a cumplir pronto el texto de mi hermano que suscribo y del que recupero la viñeta de Mauro Entrialgo.

* Nota bene. Mejor una referencia ajena y culta que no ser tildado de vulgar por decir «por el forro de los cojones» o cosa parecida.

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