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Mi calendario trae hoy la fecha del 1 de febrero de 2001 como recordatorio de la muerte de Rafael Lapesa. Me he acordado de la conversación que tuvimos con él una amiga mía y compañera de curso, Pilar Nieves García Romero, y yo hace ahora más de veintiséis años. Se publicó en Aguas Vivas, el Boletín del Colegio de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras y en Ciencias de Cáceres, en el número 13 del viernes 3 de junio de 1988. Si la memoria no me falla, la entrevista se la hicimos en el I Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, celebrado en Cáceres entre el 30 de marzo y el 4 de abril de 1987. Éramos dos jóvenes licenciados en Filología Hispánica. El texto es como sigue, y, por su interés, lo voy a dar aquí íntegro, aunque en dos entregas:
«Nada más peregrino / Que una conducta simplemente justa», escribió Jorge Guillén en un poema a él dedicado. Con él remató sus versos diciendo: «Ninguno más humano. / Con linterna a lo Diógenes / Buscad sus pares, pocos». Dámaso Alonso le adjudicó el templado calificativo de «héroe contemporáneo». «Lecciones de ciencia y lecciones de ética» llamó Diego Catalán a sus escritos. A sus apasionados discípulos debemos el conocimiento de sus calidades, a esas bocas amigas que nos han transmitido con veneración el talante del maestro: don Rafael Lapesa (Valencia, 1908).
Para quienes nos hemos acercado a Rafael Lapesa a través de sus obras —Historia de la lengua española (1942), La trayectoria poética de Garcilaso (1948), La obra literaria del Marqués de Santillana (1957), De la Edad Media a nuestros días (1967), etc.—, su conversación, por breve que sea, nos arropa y ensimisma en la confirmación de todo lo oído y leído sobre su persona y su obra. Nos ocurrió una mañana en la que don Rafael, azorado por el homenaje continuo y necesario que le acompaña, nos habló pausado de toda una vida dedicada a la filología.
«Hice estudios de Bachillerato en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid, donde tuve la suerte de encontrar profesores magníficos, como el catedrático de Arte, don Francisco Morán, que no sólo nos enseñaba la Historia, sino que nos hizo conocer, porque nos los leía, sonetos y romances de Lope de Vega; don Vicente García de Diego, catedrático de Latín, que confirmaron mi afición a las Letras, heredada de mi padre, Licenciado en Letras y profesor de Enseñanza Privada durante toda su vida.
En la Facultad de Filosofía y Letras estudié la licenciatura en Letras en los años 1923 a 1927. El plan de estudios entonces era principalmente humanístico, con latín, griego y hebreo, aparte del árabe y la literatura española; lengua sólo se daba el último año, en un curso de Historia de la Lengua Española. Allí tuve un buen profesor de Latín, aunque no tenía sensibilidad literaria, que era Cejador. Un gran entusiasta introductor a la cultura literaria y artística, que era don Andrés Ovejero; era un político, diputado, que escribió poco; pero que tenía una sensibilidad artística, literaria y filosófica enorme. Con él tuve un curso sobre literatura, de investigación, sobre toda la obra de Cervantes, y a propósito de ella nos interesarnos no sólo por la literatura española en general, sino por toda la literatura europea; a él debí lanzarme con avidez sobre el teatro de Shakespeare, la obra de Goethe, el teatro de Ibsen, la novela rusa, etc. Al año siguiente me encontré con un profesor muy distinto, tremendamente distinto, sin la oratoria de mitin que tenía a veces el buen don Andrés Ovejero, y con un rigor, una exigencia y un saber extraordinarios, era don Américo Castro. Con toda su fogosidad, con todo su mal genio a ratos, con su generosidad sin límites, el encuentro con Castro fue para mí decisivo. Aquel año estudiábamos Letras —que comprendía Clásicas, Semíticas e Hispánicas— once estudiantes, de los cuales dos o tres chicas emigraron enseguida en cuanto don Américo las puso de vuelta y media porque no sabían qué era un gerundio. En total terminamos el curso tres chicas y cuatro varones —dos eclesiásticos y dos seglares—. Fue un curso de Historia de la Lengua en el que no sólo trabajamos a fondo el manual de Gramática Histórica de Menéndez Pidal, sino que comentamos en clase textos latinos, de Berceo, de Juan Ruiz, La Celestina, el Quijote, etc.. Aquel curso fue decisivo.
Todavía yo estaba dudoso entre la atracción de las letras clásicas y la de la filología española; pero hubo una circunstancia que me decidió: en el mes de septiembre, en la biblioteca del Centro de Estudios Históricos, al salir de mis lecturas, me encuentro con don Américo, que me dice: «Lapesa, hemos tenido una gran desgracia en el Centro; Pedro Sánchez Sevilla —un joven investigador que llevaba ya cierto tiempo en el Centro trabajando con don Ramón Menéndez Pidal, y que publicó una tesis, que era la primera de tipo dialectológico que se hacía en España, sobre el habla de Cespedosa, en Salamanca— se ha ahogado en la playa de Ribadesella, y necesitamos que alguien continúe lo que él había empezado a hacer bajo la dirección de don Ramón Menéndez Pidal. Yo he pensado en usted.»
Don Ramón en aquel momento estaba en Suiza para operarse de un desprendimiento de retina; la operación fue feliz, pero el viaje de regreso la inutilizó, y don Ramón quedó sin vista de un ojo. En esa época de su ceguera fue cuando Jimena, su hija, lo entretuvo y trabajaron juntos en la preparación de esa antología de romances que es la Flor nueva de romances viejos. Yo, mientras venía don Ramón y reanudaba su trabajo en el Centro, me preparé leyéndome a fondo los Orígenes del español, ejercitándome en la paleografía de letra visigótica, porque el trabajo que iba a hacer era un glosario de voces románicas que aparecían en documentos latinos de los siglos IX al XII. Esto estaba planeado como un segundo tomo de los Orígenes..., un complemento de vocabulario. Se había reunido bastante material, había mucho para añadir, y en cuanto volvió don Ramón me dio algunas instrucciones y empecé a elaborarlo con él. La elaboración consistía en una labor lexicográfica de separar acepciones, definir, etc.. El trabajo quedó incompleto con la guerra, es decir, un año antes ya de la guerra, en 1935. Don Ramón se había interesado por otras cosas que me encomendó y aquello quedó en suspenso. De todos modos, ahora está en espera de que yo pueda dar la revisión a lo que hice entonces. Encontré más tarde un colaborador magnífico que es Constantino García, catedrático de Santiago de Compostela, que ha añadido bastante a lo que entonces se reunió, pero ha sido demasiado respetuoso con lo que un aprendiz de filólogo, llamado Rafael Lapesa, había hecho en aquellos años en que tenía 19 a 26 años. (Eso que tengo ahora para revisar son 2.500 folios).» […]
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