Hoy, después de clase, he ido a visitar la iglesia más antigua de Perugia. El Tempio di Sant’Angelo es un edificio paleocristiano de planta circular del siglo V-VI con un deambulatorio interior con dieciséis columnas romanas. Impresiona desde fuera su presencia al girar a la derecha desde Corso Giuseppe Garibaldi y verla ensanchada al final de un acceso sin casas acotado por muros bajos. El interior sobrecoge, y más, si solo hay un visitante al que he saludado desde lejos y con el que he mantenido un silencio compartido durante toda nuestra estancia en un lugar imponente. Ha llovido mucho hoy aquí, y Sant’Angelo, también conocida como Chiesa de San Michele Arcangelo, ha sido un refugio durante largo rato muy lejos de las pautas que rigen en otros lugares turísticos. Aquí no hay que pagar para disfrutar de un sitio con evidentes indicios de su culto católico actual, y el consiguiente uso por la población del barrio de la puerta más septentrional del centro histórico de la ciudad. Lluvia intensa también al volver hacia el Arco Etrusco y adentrarme en este núcleo urbano en el que cada día que pasa me manejo mejor, siempre con cuidado de no tropezar o resbalar en los peldaños de Via Sant’Erculano que me llevan a la esquina de Via Cavour en la que algunos días compro en un supermercado que me cae cerca de casa y casi sin cuestas. Hoy no he pegado ningún tique en mi cuaderno, como el lunes —el de la entrada para la Basilica di San Pietro (6 €), otra visita memorable—; pero sí he seguido anotando la música que escucho diariamente y de la que ahora solo pongo en esta entrada dos referencias, una del martes y otra de hoy, como el que ambienta los ratos de soledad que ahora gustosamente comparto: I Vespri Siciliani (Las vísperas sicilianas), de Verdi, con Martina Arroyo, Plácido Domingo y Ruggero Raimondi, entre otros, de 1973, que no recuerdo haber escuchado nunca. Y una Gold Collection de cuarenta piezas clásicas en dos discos (20 + 20) de Billie Holiday, editada en 1997. Un placer.
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