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El otro día, aquí en Italia, con esa ingenuidad que nos gastamos cuando nos vienen mal dadas, escribí en mi cuaderno: «¿Qué sentido tiene que alguien que ha sanado a tanta gente se ponga malo y se muera sin que un médico como él haya podido hacer nada?». Acababa de escribirme Carmen, y me dijo que estaba muy malo, y luego puse un mensaje a Amalia, su mujer. Fue el jueves. Ayer me llamó Carmen para decirme que Carlos Doncel había muerto. No me esperaba que fuese tan rápido todo, como si pudiésemos pautar a conveniencia lo incomprensible. Me frustra estar tan lejos y no acompañar hoy a su familia y a las amigas y amigos que lo compartimos durante muchos años. Qué tristeza sin Carlos, sin su sonrisa y su buen talante siempre. Un médico de atención primaria, de los cercanos. Cuántos de los conocidos de Cáceres le deberán un favor, muchos. Casi nunca hablaba del trabajo, salvo para contar alguna anécdota, como aquella de la paciente que llevaba una semana sin ir por la consulta. O cuando recordaba su destino en Zafra. Se ha ido demasiado pronto y ahora es cuando conforta confirmar que Carlos siempre ha tenido razón en su manera de afrontar la vida, viviéndola bien y en positivo, sabiendo sacar partido a un buen guiso, a una buena película, a un concierto o una obra de teatro; disfrutando de un paseo, de un partido de rugby como médico del equipo de sus hijos, de una reunión de amigos como a la que pertenece esa foto ya antigua, de 2008, en un buche frente a la ermita del Salor en Torrequemada, con su sonrisa característica, ese carcajeo feliz que te daba confianza. Si vale la analogía, mis dos últimas imágenes de él son afirmativas de su vitalismo, y en ambas hay un carro: el que empujaba el último día que le vi en Cáceres, en el supermercado —le gustaba mucho cocinar y hacerlo con buenos productos—, cordial como siempre; y el que empujaba de su nieto y tenía puesto en su fotografía de perfil de whatsapp, viva estampa de felicidad, que es la que para mí pervive.
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