Ayer supe que Alonso Guerrero viene a Cáceres, al Aula HOY (C/ Clavellinas, 7. 20:15 horas), a hablar sobre su reciente novela El amor de Penny Robinson (Córdoba, Berenice, 2018). Se dice en la promoción que la obra «es una ficción que pudo convertirse en realidad, pero también una realidad que necesita la ficción para parecer creíble», y también que es «una epopeya moderna». Todavía no la he leído. Si lo mediático no se impone sobre lo literario, pasaré a saludar a Alonso y a escuchar su intervención. El día de San Isidoro de hace ya once años vino a la Facultad de Filosofía y Letras a dar una conferencia y lo presenté recordando cómo respondió al cuestionario de la antología de nuevos y novísimos narradores extremeños Alquimia, de Moisés Cayetano Rosado (Editora Regional de Extremadura, 1985): «Mi obra es una bomba de relojería que me explota en las manos. Soy un escritor manco, escribo con la boca en los períodos de convalecencia. […] Escribir es una fecundación, una mitosis, convertir dos vivencias en una sola vivencia artística, personal, lo más inverosímil posible, ya que la literatura no es una cuestión de verosimilitud, sino de creatividad. […] Los libros me han ayudado a ver la vida y el mundo de otra manera, esa es la manera en que escribo. Mi corto curriculum literario, que ha sido mi obsesión por escribir, no ha sufrido nunca desánimos». En 2004 publicó una colección de cuentos en Del Oeste Ediciones bajo el título De la indigencia a la literatura, que aquel día yo recordé para aludir a un texto, «Cada uno por su zurra”, que representaba bien las virtudes literarias de Alonso Guerrero. El cuento está escrito en primera persona, y en él, el protagonista, un chico de doce años, cuenta cómo acude con su abuelo al rebusco de la uva, con el objeto de sacarse unas trescientas pesetas, las necesarias para comprarse dos tomos en rústica que llevaba admirando varias semanas en el escaparate de una librería: Crimen y Castigo, de un tal Dostoievski. El botín de diez arrobas de uva lo cargan en una bicicleta y sufren lo indecible por un tremendo aguacero que intentan combatir bajo un paraguas portugués, grande como una carpa de circo, atado a la barra de la bici. «Deja que la uva se moje, así pesa más», le decía el abuelo al protagonista. La anécdota del relato, llena de contratiempos hasta que logran llegar a la bodega a pesar la uva, se convierte en una espléndida evocación del camino elegido hace tanto tiempo por Alonso Guerrero de dedicarse a la escritura, en la evocación del día de un descubrimiento, una revelación: haber nacido escritor.
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