Tengo la costumbre de seguir por televisión el Concierto de Año Nuevo y, por mucho que escriba aquí sobre esto, no creo que se convierta en una tradición, que es como una manera de enaltecer un hábito. En esta edición de 2018 un atractivo ha sido la dirección de Riccardo Muti —cuánto me sigue emocionando ese trozo con discurso de la representación de Nabucco en el centésimo quincuagésimo aniversario de la unificación de Italia que pude compartir aquí— y otro muy especial la interpretación a la cítara por Barbara Laister-Ebner de una parte de los «Cuentos en los bosques de Viena», de Johann Strauss, con la orquesta en silencio y el director extático con una mano en la mejilla. Excelentes la locución y los comentarios de Martín Llade y su emocionado recuerdo a José Luis Pérez de Arteaga. Y el repertorio —Franz von Suppé, Johann, Eduard y Josef Strauss, Alphons Czibulka. Recuerdo ahora que un día como este aludí a un soneto —cualquiera— de Lope de Vega. Pongo, este año, este que dice, sobre una calavera, el soneto XLIII:
Esta cabeza, cuando viva, tuvo
sobre la arquitectura destos huesos
carne y cabellos, por quien fueron presos
los ojos que mirándola, detuvo.
Aquí la rosa de la boca estuvo,
marchita ya con tan helados besos;
aquí los ojos, de esmeralda impresos,
color que tantas almas entretuvo.
Aquí la estimativa, en que tenía
el principio de todo movimiento;
aquí de las potencias la armonía.
¡Oh hermosura mortal, cometa al viento!,
Donde tan alta presunción vivía
desprecian los gusanos aposento.
La lectura de este soneto me ha llevado a otro sobre el que Miguel Díez R. y Paz Díez Taboada llamaron la atención en una de sus antologías comentadas de la literatura española, la que publicó Cátedra en 2005 de poesía lírica del XI al XX. En ella, recordaron «A un esqueleto de muchacha», de Rafael Morales, de su libro El corazón y la tierra (1946):
En esta frente, Dios, en esta frente
hubo un clamor de sangre rumorosa,
y aquí, en esta oquedad, se abrió la rosa
de una fugaz mejilla adolescente.
Aquí el pecho sutil dio su naciente
gracia de flor incierta y venturosa,
y aquí surgió la mano, deliciosa
primicia de este brazo inexistente.
Aquí el cuello de garza sostenía
la alada soledad de la cabeza,
y aquí el cabello undoso se vertía.
Y aquí, en redonda y cálida pereza,
el cauce de la pierna se extendía
para hallar por el pie la ligereza.
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