La prueba de un fracaso. Después de haber removido la tierra que trajimos para disponer en sus tiestos los geranios y begonias que ya lucen, discretamente y con mi mala cabeza, en mis balcones. Después de haber estado leyendo, como siempre, de varios sitios, y de haber anotado con mala letra asuntos de mañana. Después de todo, sí. Sí, se me olvidó la idea que acabo de recuperar ahora. Cómo uno se lee a sí mismo estas tonterías. (Por cierto, tengo que cortarme las uñas, porque por mucho que uno se lave las manos después de andar con las plantas siempre queda lo sucio. Y queda feo). Y eso, se me fue la idea; pero ha vuelto. Se trata de eso que algunos escritores dicen de su obra y de sus lectores, que aquella es de estos y que ellos no vuelven a ella. Menos Juan Marsé, que, cuando vuelve, vuelve para reescribirla. O algo parecido. Yo no. Yo, cuando vuelvo a leer algo que he escrito es por vanidad, por comprobar que yo he escrito eso, por releerme para decir que algo es algo. Aunque tenga unas irreprimibles ganas de reescribirlo. (A veces, ya lo dije, lo hago; porque en este blog puedo corregir una coma, una falta de ortografía o una conjunción inadmisible). Así estamos. Es más, cuando me pongo a leerme no paro. O me cuesta parar. Ya no es tanto el ego, sino el gusto por la memoria; sea grata o infausta. Y sea lo escrito lo público de este blog y lo que sale a las redes, o lo privado de mis cuadernos, en los que no caben reescrituras. Lo que me pasa en casa cuando leo lo que escribí, por ejemplo, hace siete años, solo me pasa en las bibliotecas cuando busco un libro para encontrar un dato y me detengo en otro libro en el que me demoro una eternidad que no se puede comparar con el ratito que me llevó anotar lo que anduve buscando. Lo que me cuesta escribir así. En fin, no saber escribir. Incluso molestar a alguien escribiendo así. Vaya frase. Hoy, de verdad, no me siento muy satisfecho de lo que escribo. Me ha pasado más veces. Y es curioso, porque, como me gusta leerme, acabo de darme cuenta de que me gustaría escribir que no sé qué tendrá septiembre para que Pavese siempre se me venga a la cara por estas fechas. («Cuando menos lo espero», iba a escribir). No sé. «El amor es verdaderamente una gran afirmación. Se quiere ser, se quiere importar, se quiere —si de morir se trata— morir con valor, con clamor, perdurar, en suma. Sin embargo, siempre va enlazada con él la voluntad de morir, de desaparecer: ¿quizá porque es tan poderosamente vida que al desaparecer en él, la vida se afirmaría aún más?» Es el Pavese de una traducción de Esther Benítez que yo leí hace ahora casi treinta y siete años. Cada año que pasa me preocupa ese Vendrá la muerte y tendrá tus ojos que siempre a uno se le aparece cuando recuerda al italiano. Casi siempre en septiembre. El día de mi cumpleaños, pero de 1950, diez u once antes de quitarse la vida —ese Vendrá la muerte y tendrá tus ojos—, Pavese escribió a su querida que «acaso tú eres de verdad la mejor —la verdadera. Pero ya no tengo tiempo de decírtelo, de hacértelo saber— y además, aunque pudiera, queda la prueba, la prueba, el fracaso». No tengo ni puñetera idea de quién fue verdaderamente Pavese. Solo he leído sus textos, que me visitan por septiembre. Me sirven para componer aquí una manera de mostrar sin ningún orgullo que hay que disculparse ante todos aquellos a los que uno ha defraudado —y estoy seguro defraudará— con la prevención de que se intentará de otro modo el día de mañana cuando quien sea vuelva a mostrarme la prueba del fracaso. Es la única forma que se me ha ocurrido ahora —hoy es una medida de tiempo demasiado larga— de llamar la atención. Un ejercicio de estilo.
martes, septiembre 05, 2017
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