No sé si podré contar brevemente el relato de una aberración. Una aberración es un grave error del entendimiento y un acto que se aparta de lo que consideramos lícito. Por eso, advierto que lo que van a leer puede llegar a herir su sensibilidad. No hubo mala intención en el hecho, dicho sea por si quiere considerarse atenuante. Omitiré la identidad de la autora —mujer es— y la ciudad en la que se produjo —dato que carece de importancia—, pues, aun cuando lo que presencié no está tipificado como delito en ningún país del mundo, no quiero ser responsable de oprobios, befas ni estigmas que muchos considerarían justificados. Alguien tan generoso como desprevenido había regalado a aquella mujer, que no pertenece a la cultura europea, un jamón. Supongo que no disponía de una tabla jamonera y por eso aquella pata pendía con su soga de un gancho en la despensa, a la que me acompañó cuando me ofreció llevarme a mi casa algunas lonchas —eso me pareció escuchar aquel día de diciembre, Navidad. Lonchas, ay. Yo creía que iba a llevarme unas lonchas. Pero cogió un cuchillo de carnicero —algo debió de decir de despostar— y lo hundió en el centro más magro del jamón con dos cortes profundos, seguidos de uno vertical y mordido que fue el que desprendió un bloque de carne de acabado casi perfecto, un taco veteado de unos quince centímetros y ocho o más de grosor que envolvió en una servilleta de papel y metió en una bolsa de plástico que puso en mi mano sin darme tiempo a decir nada más que «—Gracias». Salí de allí sin mirar atrás, y dejé aquel jamón colgado en aquella despensa, seguro que basculando aún con la expresión inerte que deben de tener los cadáveres profanados.
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