Teníamos que retirarnos hasta un rincón de la casa desde donde él no se apercibiese de nuestra presencia cuando entrara. Yolanda lo había preparado todo para que llegase a Trujillo convencido de que iba a tener una reunión con sus amigos suizos de Grandson —el diseñador Jorge Cañete y su compañero Christophe Berdat— para preparar la exposición trujillana de Extemamour de noviembre. Nos apostamos en una preciosa terraza con vistas que mostraba en el muro esos primeros versos del poema «Mi jardín» de la fotografía de arriba. Es uno de los poemas de El cuarto del siroco (Tusquets, 2018), publicado poco antes de que Álvaro Valverde, el protagonista de ayer, me dijese que había enviado otro libro inédito a su editorial. Era el Cuaderno de Sofía, del que conocimos los textos que se publicaron en la revista Sibila en 2018 y otros dos que el propio Álvaro también publicó en su blog con sendas traducciones al búlgaro de la poeta y profesora Zhivka Baltadzhieva. Deshecha la sorpresa; ayer, ya caída la tarde, ante Yolanda, su hija Leticia y su amigo Carlos, con Fátima Beltrán y Juan Ramón Santos, y nuestros anfitriones Christophe y Jorge, Álvaro Valverde nos leyó entero su inédito Cuaderno suizo, que formará parte de su libro futuro en Tusquets Sobre el azar del mapa y que reunirá los dos cuadernos con ese nuevo título que proviene de uno de los poemas de Territorio (1985), su primer libro, con el que echó a andar su brillantísima obra poética. Gracias a la complicidad de (Y) quien lleva casi toda su vida con Álvaro, gocé de un lugar privilegiado y de una compañía selecta, de la emocionante lectura de los versos no conocidos de un amigo que es hoy una eminencia en la poesía española contemporánea; de conocer en directo versos que aludían al entorno que nos acogía, un patio con un olivo centenario, un ciprés discreto y un jazmín efusivo en su aroma cuando ya era de noche y nos despedíamos. Un entorno ya visto en aquel poema sobre un jardín de todos en el que alguien decidió escoger unos árboles, unos arbustos y plantas «para dar forma propia al paraíso», como yo mismo vi ayer. J. y C. nos acompañaron hasta los coches —abajo— por la Cuesta de San Andrés. Los había conocido hacía tres horas; pero el lugar, la compañía, la conversación, la complicidad, los gustos intuidos y hasta los fuegos artificiales de las fiestas de la Victoria que habíamos compartido pusieron un afecto tan especial en la despedida como si nos conociésemos desde antiguo. Por esto me ha apetecido escribir este encuentro poético tan memorable. Gracias a Yolanda. Gracias a personas tan hospitalarias como Jorge y Christophe. Con Álvaro Valverde, nuevamente.
P. S.: habría sido fácil cortar de las fotografías un botellín de cerveza ajeno al que en ese momento leía sus poemas; pero la escena habría perdido lo esencial de su entorno, la parte del jardín, la escalera que lleva a la terraza, las piernas y las manos de Christophe —a mi lado—, la piscina y el interior de la casa desde el patio. Aquí quedan, con la complicidad de Y.
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