El otro día Julia se presentó en casa con este libro. Ella sabe que su autor es uno de los grandes en el mundo del cómic —o novela gráfica para adultos— y así me lo presentó. En una de las guardas del volumen queda escrito, en una atractiva reproducción de letra manuscrita en mayúsculas, que «Adrian Tomine nació en 1974 en Sacramento, California. Su anterior cómic, Intrusos (Sapristi, 2016), ha sido incluido entre los 100 mejores cómics de la década 2010-2020 por el New York Times. Desde 1999 sus ilustraciones han aparecido regularmente en portadas e interiores del semanario The New Yorker. Vive en Brooklyn con su esposa y sus dos hijas». Lo tomo como excusa para decir tres cositas: lo bien editado que está, el placer que me ha propiciado su lectura y lo que me ha recordado la barbarie del asesinato de Samuel Paty. Este libro es para verlo y tocarlo. Está editado con un gusto impresionante. Es agradable al tacto e imita a un cuaderno del estilo moleskine, con hojas cuadriculadas, con cuidados detalles, desde su aviso para quien encuentre el libro perdido hasta su colofón, con todo lujo de datos. Recoge su título original en inglés (The Loneliness of the Long-Distance Cartoonist) y da referencias precisas a las citas que van salteadas en sus páginas. Eso, salta a la vista el cuidado que han puesto en editar un libro así. El relato dibujado de Adrian Tomine es un agradable diario de un tipo que dibuja desde niño y que habla de lo mucho de lo que le pasa, incluso menciona y tacha a algunas personas. Su vida como dibujante, desde 1982, siendo pequeño, en Fresno, hasta 2018, en su casa de Brooklyn, recorre estas páginas, y es de grata lectura en los veintiséis episodios, si no he contado mal, en los que cuenta una parte de su quehacer y de sus inquietudes. El más extenso de los capítulos —y muy recomendable, divertido a pesar de todo— es el que cuenta su afección y su ingreso en el hospital, y ese modo que todos tenemos de sentir que nos llega la muerte, aunque no nos toque y todo quede en nada… «¿Qué sucede cuando un pasatiempo infantil se convierte en tu profesión?», dice la promoción del libro. Y he pensado en Julia. Y en todos aquellos afortunados que tuvimos una afición de pequeños —en mi caso, la lectura— que ahora se ha convertido en un medio de vida y de disfrute. Eso sí, el personaje matiza algo que parece contundente en una de las viñetas (pág. 157): «Cuando la afición que tenías de niño se convierte en un trabajo es algo muy extraño», que es otro ejemplo del carácter de un tipo sensible, inseguro y tímido; o sea, con todos los mimbres de un triunfador. La tercera cosita –y no es agradable— proviene de uno de los episodios de La soledad del dibujante. La historia está fechada en 2014, en Brooklyn, cuando Adrian Tomine va al colegio de su hija Nora a dar una charla sobre su oficio de dibujante y se mete en el bolsillo a la clase gracias a los dibujos que hace para sugerir con los mismos trazos significados diferentes, como que alguien corre muy rápido o se ha tirado un pedo; o como que una taza de café está caliente o que una caca de perro apesta. Tras la didáctica sesión, esa misma noche, el dibujante lee un comunicado del centro a los padres: «Tal vez se hayan enterado de que hoy ha venido a clase, a dar una charla, un padre, el cual no nos informó de qué iba a hablar de antemano. Nos gustaría ofrecerles nuestras más sinceras disculpas si ustedes (o su hijo) se han sentido ofendidos. Seremos más selectivos en el futuro. Atentamente,». Me ha dado un escalofrío cuando he pensado en que el origen de la decapitación de Samuel Paty el pasado viernes 16 por la bárbara ignorancia fue una desazón parecida que corrió por las redes sociales después de que alguien diese su clase. Tremendo.
Adrian Tomine, La soledad del dibujante. Traducción de Raúl Sastre. Barcelona, Roca Editorial de Libros. Sapristi, 2020.
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