Entre las cosas que nunca hago sin pedir permiso hay dos que igualo en la misma categoría de lo impensable: abrir en casa ajena el cajón de la ropa íntima y abrir un frigorífico que no es el tuyo. Lo primero parece de cajón, claro. Pero abrir una nevera ignota es invadir las tripas o el espacio que la otra persona tiene al buen recaudo del frío más reservado. Me lo pensaría dos veces si mi acompañante en su cama me pidiese ir a por agua a su frigorífico; sencillamente, por el temor a encontrarme con más verdades. Unos supositorios de glicerina, la mitad de un plátano envuelto en una servilleta de papel, un tomate pocho, media docena de frascos de colutorio, tres bandejitas de salami, un cristo de chocolate blanco o el original del certificado de defunción de un familiar. Lo insondable. Abrir la nevera propia es como encontrarte con tu propio rostro, es lo más parecido a mirarte a primera hora de la mañana en tu espejo dispuesto a afeitarte y a enfrentarte con la misma imagen que todos los días te devuelven la fruta y los huevos, las sobras de ayer y la comida de mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario