© Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear
Yo creo que cuando hablamos de derrochar casi siempre lo hacemos en clave dineraria. Sin embargo, hay derroches de otros bienes que creemos sobrantes y que no lo son. De ningún modo. La amistad, el cariño, la buena literatura o el agua que sale del grifo con un leve giro de la mano —en su caso— son capitales de los que nos olvidamos cada día y que despreciamos cada vez que nos envanecemos orgullosos y prepotentes, sin pararnos a pensar en nada; tan solo por tenerlos. Derrochamos la necesaria humildad cuando sometemos a los otros por un error cometido, y derrochamos cuando dejamos que los minutos pasen sin hablar con quien tenemos enfrente o, por una fruslería que se esquina, sin abrazar a quien tenemos a nuestro lado. Qué derroche el desprecio de una lectura apestosa sin reparar en lo bien que huele la intención de quien ha querido escribir el poema o el relato que sean. Derrochar es la prepotencia de la mayoría absoluta, la del poder absoluto, la de que yo tengo el mando o estoy sobrado, pues nada me falta. Así que el grifo sigue abierto y se nos van perdiendo la racionalidad, la mesura, los principios democráticos, la delicadeza, el sentido común, los buenos modales y la buena prosa. Esa manera de cuidar cómo nos expresamos, que es otro modo de respetar a quien nos escucha o nos lee. Cada uno que haga lo que pueda. Pero que lo haga. Que se le note. Hoy me decía alguien a quien quiero más —veinticuatro años— que le gustaría conocer mejor nuestra historia y nuestra literatura —toda, intuí, la mundial—; y me pareció bonito pensar en que tiene todo el tiempo por delante. Sobre todo, porque es posible que algún día necesitemos buena parte de lo que hemos estado derrochando del saldo que nos queda de amor, de generosidad, de libertad, de buena literatura… En fin, otra tontería.
No hay comentarios:
Publicar un comentario