Pasado el mediodía de hoy, mientras un sacerdote oficiaba una misa de difuntos en la capilla abarrotada de un tanatorio de Cáceres, con una liturgia inevitable, cuya vacua retórica previsible nunca es consuelo, yo realizaba un ejercicio de memoria intentando recordar un texto de Basilio Sánchez, uno de los dolientes que esta mañana ha despedido a su madre de ochenta y tres años. Poco antes de la misa, él y yo hablábamos —mientras me mostraba una fotografía de hacía unos días de sus padres, él de noventa y cuatro años, de paseo y aperitivo— sobre la circunstancia cada vez más frecuente de incluir en ceremonias así un discurso o la lectura de un texto laudatorio de despedida de la persona fallecida. No sé si me lo ha comentado para saber mi opinión y así decidirse a última hora —aunque él nunca improvisa— a dedicar unas palabras a su querida madre; pero lo cierto es que yo he estado dando vueltas al texto que podría haber servido para tan sentido adiós en público. Al llegar a casa lo he encontrado en dos de los libros de Basilio. En El cuenco de la mano (Villanueva de la Serena, Littera Libros, 2007, págs. 65-67) y también en La creación del sentido (Valencia, Pre-Textos, 2015, págs. 77-79), en donde volvió a publicarse. Se titula «Dieciocho de junio», que es el cumpleaños de Basilio Sánchez (1958), que no ha podido celebrarlo hace dos días porque fue, precisamente, cuando su madre sufrió la hemorragia cerebral que la ha llevado a la muerte. Basilio testimoniaba en esa prosa el talento de su madre para el canto. «Siempre necesitaba que le insistiesen un poco». Así comienza ese texto, que extracto hasta su término en homenaje a una señora a quien tuve el gusto de saludar aunque escasas veces, y como un abrazo a su hijo que quizá no se ha atrevido esta mañana a repetir, con tanta gente delante, la expresión de su cariño: «Se hacía entonces el silencio a su alrededor y, entornando los ojos para que el sentimiento discurriese con fluidez, se iba hundiendo en la música que brotaba de sus labios como cuando alguien, desde la orilla, va adentrándose poco a poco en el mar y nos parece que se sale del mundo. […] Aquella vez, en cambio, nadie tuvo que pedírselo. Nadie tuvo que insistirle para que cantase y para que lo hiciese, además, como no lo había hecho jamás hasta ese instante. Estábamos los dos solos en una habitación de la que apenas recuerdo algunos detalles: la delicadeza de una luz que se encendía y apagaba sin motivo aparente, unos pasos amortiguados al otro lado de la puerta, el aire apacible de la ventana agitando con suavidad unos visillos a la altura de nuestras cabezas. Cantaba con una voz muy baja, casi susurrada, como si quisiera retenerla en aquel espacio reducido que compartíamos, pero aun así ofrecía todos los matices e inflexiones de los que era capaz, todo el virtuosismo que su garganta privilegiada le había permitido conseguir. Yo la oía, desde mi cercanía complaciente, con una percepción exacerbada que no he vuelto a tener nunca, como si me amparase la conciencia de estar asistiendo al milagro fecundo de una melodía creada por los sentidos para los sentidos que se abrirían en mí. Una armonía privada que, en aquel mismo momento, y sin que nada pudiera hacerlo sospechar, se estaba convirtiendo en una parte constitutiva de mi ser, en el hilo que hilvanaría en el futuro las diminutas cuentas de mi lenguaje, mi manera de relacionarme con las cosas. Dejó de cantar solo cuando estuvo convencida de que me había quedado dormido profundamente. Era el atardecer de un día caluroso de junio de 1958. Todavía estábamos los dos en la Clínica de San José y, con apenas unas horas de vida, yo era su primer hijo». Yo también me he acordado hoy de mi madre, de la que también hemos hablado un poquito esta mañana mi amigo y yo.
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