El sábado, antes de comenzar la función de Incendios en el Gran Teatro de Cáceres, se comunicó al público la sustitución de Ramón Barea por José Luis Alcobendas, en los papeles del notario Hermile Lebel, El Médico, Abdessamad y Malak, y que la función constaba de dos partes, la primera de una hora y veinticinco minutos, y la segunda, después de un descanso de quince, de una hora y treinta minutos. Ambas informaciones sonaron a advertencias, como si la compañía quisiese curarse en salud en prevención de las expectativas de un público que esperaba ver a un actor más conocido como Ramón Barea —Premio Nacional de Teatro de 2013— y, por otro lado, que no quería salir a las once de la noche, después de aguardar en la calle, con frío, desde las siete a que se abriesen las puertas del Gran Teatro. Pues ni una cosa ni la otra. Primero, porque José Luis Alcobendas es tan extraordinario actor que nos hizo olvidar a todos la ausencia de Barea desde el mismísimo principio de la obra, y nunca mejor dicho, porque es el primero por orden de aparición. También lo habría sido por orden alfabético. En cartel, ni lo uno ni lo otro, dada la presencia inconmensurable de Nuria Espert en esta lección de teatro que todos celebramos el primer sábado verdaderamente frío de diciembre. Y seco, sigue sin llover en esta tierra pobre que continúa sin trenes dignos. En segundo lugar, la otra advertencia, la del tiempo de duración de la obra, cayó por su propio peso a medida que en escena se desarrollaba la historia de los dos gemelos encomendados por su madre, mediante un albacea testamentario —José Luis Alcobendas— que es un personaje estructural básico para sostener la acción y el más útil para añadir la sal cómica a la tragedia, a buscar a su padre y a su hermano. Con solo un trazo así se atisba la presencia de la tragedia griega —Edipo, Antígona— en un texto contemporáneo, y qué genial concurrencia entre lo antiguo y lo moderno es la propuesta de un autor como Wajdi Mouawad. Mi hija Julia, ayer, me dijo que ella vio la película (Incendies, de Denis Villeneuve, 2010), que yo no conozco más que por los rasgos de una morfología muy distinta a la de un montaje teatral que podría ser considerado como una especie de manual para enseñar desde escritura dramática a dirección de actores, desde dicción —qué maravillosa serenidad de actriz la de la Espert— a escenografía y recursos técnicos. El teatro, aquí, sin duda, por encima del cine; aunque Mouawad deje en las tablas un tapiz tejido con los más ricos matices de los códigos audiovisuales del siglo XX — de la televisión a Apocalipsis Now— , celebrado hasta la emoción por los espectadores. La anagnórisis como argumento. Y una lectura de la condición humana. Nada nuevo. «Ahora que estamos juntos, todo va mejor» son las palabras de Nawal, vicarias en las de Hermile Lebel, que dan sentido al final a la reunión de todo el elenco bajo el plástico que les protege de la lluvia o de las bombas de la vida. Es muy significativo a todo esto leer ahora lo que escribió Javier Vallejo sobre la ovación que mereció la obra en Madrid cuando él la vio, y que le pareció «la mayor y más cerrada que haya escuchado en un teatro español en los últimos años. Todo el público salió conmovido, es decir, movido por emoción idéntica». Igual que en Cáceres, con el añadido de que la del Gran Teatro el sábado fue la última función de la obra por esta compañía, y que, por eso —me dicen—, acudió el mismísimo Mario Gas, que salió al final a saludar con todos sus actores. Más aplausos.
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