La lectura de estas páginas me ha trasladado a aquel tiempo en el que yo me formaba como un estudiante diez o doce años menor que los hechos relatados y me ha ofrecido guiños musicales, ideológicos, e incluso la alusión a algún sitio de Madrid como «El Alambique» que uno ha conocido por circunstancias culturales. También me ha servido de comparación con lo que C. y yo hablamos hace unas semanas en la calle Galera de La Coruña («O Merendeiro») sobre «¿Cómo es posible que el recuerdo pueda deformar tanto una realidad hasta el punto de recordarla como cierta con todo tipo de detalles?» (pág. 105), que se pregunta Bernardo Fuster en uno de esos trozos de su libro en los que se nota más que quiere hacer literatura. Lástima que esto no se cumpla siempre, que el músico clandestino no haya devenido mejor escritor, y, sobre todo, que el resultado editorial sea tan desastroso por las innumerables erratas y faltas de ortografía que tengo marcadas en una página sí y en otra también de mi ejemplar. Cierto es que en los últimos capítulos se aprecia mayor voluntad de estilo, que coincide con el período en el que ya tocaba apearse del dogmatismo; por ejemplo, en XVII, donde Fuster habla de su nueva esperanza —sin premisas y sin meta— e incluye la carta que escribió a su aquel yo creado sobre Pedro Faura: «Querido Pedro, ¿sabías tú que un individuo sin orgullo ve automáticamente mermada su capacidad de sorpresa?» (pág. 220). Unos capítulos antes, en el XI, está Berlín; y en el XIII —otra errata— el lema es de una canción de Luis Eduardo Aute; y en el XX de Chicho Sánchez Ferlosio, que es —el capítulo— un homenaje a Chicho. En esta zona del libro, algo antes, en el número XII, se encuentra uno con otra convicción de Fuster asentada en el estudio: que el Vaticano es la gran casa de la infamia (pág. 171), la cuna de la hipocresía, el crimen, el nepotismo, la inmoralidad, la mentira. Por esto, dice, no hay mayor regocijo y responsabilidad que estudiar su historia, al tiempo que recomienda La puta de Babilonia del mexicano Fernando Vallejo. El contador de abejas muertas (Madrid, Varasek Ediciones, 2014) es un testimonio muy interesante de alguien que siente la necesidad de «rescatar lo que muy poca gente sabe y reivindicar por escrito la importancia de algunos lugares, hechos, encuentros y circunstancias que el tiempo ha dejado en el olvido, pero sin los cuales nada sería como es» (pág. 254). Incluye hechos, encuentros y personas que son protagonistas de un relato tremendo sobre un momento crucial. Me pregunto cómo leerán esta obra algunos de sus personajes, como aquel militante del FRAP que «hoy es un personaje conocido», hijo de una de las familias más respetables de Valencia en su tiempo, y del que el cronista no da más datos. Hay que celebrar que Bernardo Fuster nos haya dejado tantas apuntaciones de microhistoria en este libro que puede que algún día tenga continuación en otro, «que estará centrado en [la etapa de] Suburbano», con otro subtítulo: Memorias colectivas de un músico sin remedio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario