El prologuito que lleva este delicioso libro de 16 x 12 cm. se titula «Contra la demasía», y podría ser el subtítulo combativo del elogio apacible de su cabecera: La belleza de lo pequeño (León, Eolas Ediciones. Colección de la belleza, 3, 2022), de Tomás Sánchez Santiago. Me gusta mucho cómo se refiere siempre a sus creaciones en las tarjetas o dedicatorias con las que las acompaña cuando las envía a sus amigos. A estas prosas —y media docena de poemas— las denomina «munición leve y sigilosa» y desea que sean mi «escolta por un rato». Cuando me envió su libro La vida mitigada en las fechas prenavideñas «inclementes y empalagosas» de diciembre de 2014 lo denominó «libro desvalido y lleno de determinaciones del mundo de las cercanías». Es su manera amable y modesta de regalar su costumbre de mirar, comprometida siempre con lo que merece la pena, que es lo pequeño, donde buscamos «esa fortaleza que precisamos para creer en la serena victoria del vivir, del ir viviendo. Y no se trata solamente de tamaños sino de algo más que tiene que ver con la aparente falta de importancia. Lo pequeño es también lo secundario, lo que no estorba, lo que cada día se hace a un lado para quedarse al margen. Lo que no se enturbiará con nada. Lo que no pretende hostigar ni cortar el paso a la manada pero forma parte insustituible del mundo» (págs. 14-15), escribe en ese delantalino a las tres secciones que recorren diferentes manifestaciones de la belleza de lo pequeño: «El sitio de las cosas», «Los seres suaves» y «Los pequeños quehaceres». Son rotulitos poéticos muy elocuentes de lo que contienen. Objetos de cocina, y en ella «la leche reventando como una barba blanca en la cazuela» (pág. 32), un hueso frutal abandonado en un cenicero, unos guantes de fregar, el calzado ordenado en un armario o unos cuadros torcidos…: «Contemplar mucho las cosas las afirma en lo que ellas son, ya desprovistas de todo accidente. La quietud exhalada las convierte en realidades estrictamente poéticas. O sea, en verdad bastante» (pág. 25). Los seres de la sección central pueden ser animales (caballos, cigüeñas, gorriones, un caracol…), hombres y mujeres, algunos con nombre (Manolo, Menchu, Angelita…) y apellidos (Matilla Tascón), alumbrados siempre como seres suaves con «lumbre baja»; y también plantas y flores, las domésticas patatas, cebollas y escarolas o las lilas, las margaritas y los pelargonios, o un poco de hierba que asoma entre las junturas del cemento, a los que se dedica el casi siempre breve encomio del poeta, uno de esos «inspectores de lo pequeño» (pág. 14). Cierran las estampas, escenas y oficios del último tramo, en la misma línea de excelencia. Me gana esta forma de escribir que, más que un elogio, es una definición precisa de lo pequeño y menudo, de lo que tiene importancia; y siento una afinidad que no puede ser ni fingida ni episódica si sobre mi mesa tengo unos folios con unas palabras todavía inéditas de otro escritor amigo como Basilio Sánchez: «Yo creo que si algo queda que merezca la pena en esta vida, permanece agazapado en lo discreto, en el brillo cegador —para el que vive atento, para el que aún es capaz de sostener la mirada— de los pequeños acontecimientos inesperados e imprevisibles que llenan nuestros días, y en los seres humildes». Es demostración de que los modestos muebles de esta casa cumplen una función estrictamente de uso, mientras que los libros y papeles, y todas sus palabras, son el sistema circulatorio de mi estimada medianía. Uno de esos libros, acompañado de todo el afecto que gasta —también por escrito— Tomás Sánchez Santiago, llegó aquí en septiembre: La belleza de lo pequeño.
viernes, diciembre 16, 2022
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