lunes, agosto 15, 2022

Una larga lealtad

En el único capítulo de este libro que no está dedicado a una persona, Francisco Rico cuenta cómo adquirió en 1962, a sus veinte años, una colección completa de la Nueva Revista de Filología Hispánica que le deparó apetitosas lecturas. Es el discurso que dijo al recibir el Premio Alfonso Reyes del Colegio de México en 2013, que, por otra parte, está lleno de nombres: Amado Alonso, Raimundo Lida, Antonio Alatorre, los principales; pero también Leo Spitzer, María Rosa Lida —un nombre «sacrosanto» para Rico—, Enrique Canito o José Manuel Blecua. De nombres trata Una larga lealtad. Filólogos y afines (Barcelona, Acantilado. Quaderns Crema, 2022), que, como reunión de escritos publicados desde 1964 a 2020, es para el autor «un testimonio de gratitud» (pág. 9); pero para el lector es una galería de excepcionales profesionales de la filología, de la investigación y de la enseñanza a quienes uno sigue contemplando en los merecidos pedestales a los que les han llevado sus obras. Y una gozosa y formativa lectura. No creo que sea capaz de mencionar aquí, en los límites que me doy para no ser cansino, la cantidad de motivos de mi entusiasmo por Una larga lealtad. La primera semblanza de este libro es en parte una crónica de la visita que don Ramón Menéndez Pidal hizo al III Congreso Internacional de la Société Rencesvals celebrado en Barcelona en septiembre de 1964; pero —por la talla de don Ramón— es un significativo pórtico a estos retratos de personalidades que conoció y trató quien hoy es uno de los que reúne en sí mismo el prestigio, la sabiduría, el garbo y la agudeza de muchos de los nombres que evoca y elogia en su libro. Entre ellos —motivo de satisfacción y cercanía—, mi profesor Juan Manuel Rozas, de quien dice en el incipit justificativo que «no salía de la mejor escuela, pero tenía un admirable entusiasmo» (pág. 10) y a quien le dedica el cuarto texto después de don Ramón, de Rodríguez-Moñino y de Yakov Malkiel. Razones cronológicas; pues la organización del libro es esa, desde aquella crónica sobre Menéndez Pidal del 64 hasta lo dedicado al novelista y filólogo Marco Santagata en 2020, tras su fallecimiento. Sí, muchos de los bocetos biográficos de Rico sobre otros —aunque no solo por eso— son sentidas y fundamentadas necrologías: Rafael Lapesa, Domingo Ynduráin, Fernando Lázaro Carreter, Anthony J. Close, Cesare Segre… Lo de Rico sobre Rozas fue una reseña de la excelente edición de las Obras de Villamediana en Clásicos Castalia (1969) que se publicó en la revista Ínsula (mayo de 1970, núm. 282, pág. 13), y su reedición aquí, en Una larga lealtad, la compartí con su hijo José Luis cuando estaba enfrascado hace pocas semanas en la corrección de pruebas y últimos retoques de un libro con una gustosa avenencia: Conversaciones y semblanzas de hispanistas, unos apuntes de Juan Manuel Rozas (1936-1986), hasta el momento inéditos, que escribió entre 1970 y 1976, que editará próximamente Renacimiento y en los que sale Rico en uno de los capítulos no escritos que solo tienen el título. En el caso: «Paco Rico o la precocidad». Sin más nada. Uno lee Una larga lealtad con una profunda admiración por la prominencia de algunos nombres de la filología y constata el desnivel —cada uno es hijo de sus obras, escribió Cervantes– desde el que uno los contempla. Dice Rico que ojalá el lector se sienta atraído por la imagen que plasma de sus maestros y amigos, y que añore haberlos conocido y haber trabado con ellos lazos parecidos. Puede estar seguro, por el sentimiento con el que yo he leído este libro que compila relaciones escritas y sentidas, que inciden en el perfil humano de los nombres, aunque a F. R. a veces le pueda —es de agradecer— el relieve de erudición, la agudeza jocosa y el sarcasmo, que son siempre trazos de su firma. Y también porque me siento cercano a muchos de los nombres citados. No solo a Rozas, quizá el principal para mí entre los convocados por Rico, sino a Rafael Lapesa, Domingo Ynduráin, José-Carlos Mainer, Julián Martín Abad, Claudio Guillén, Alberto Blecua, Darío Villanueva, Inés Fernández Ordóñez o Juan Gil, con algunos de los que ya no es posible prolongar el saludo cordial, el encuentro profesional o la conversación amistosa. Los textos de Una larga lealtad navegaron, antes de quedar recogidos en este volumen, por la red de publicaciones de referencia de otra época, la de las revistas Ínsula, Destino, los periódicos La Vanguardia, El País, o en prólogos y discursos, y su recopilación permite ahora recorrer gran parte de la vida de este castellano —así consta en muchas de sus notas biográficas— de Barcelona que espolvorea en sus semblanzas muchas perlas de sentido común filológico. A propósito de Roger Chartier, no deja pasar la oportunidad de responder —otra vez— a la pregunta de «¿Qué es un clásico?»: «Un clásico es una obra que sigue estando en las buenas librerías setenta años después, cuando menos, de la muerte del autor. Es, también, una obra que se conoce sin necesidad de haberla leído, porque pervive principalmente en versiones derivadas de la original: traducciones, recreaciones, presencias en otros textos, pinturas, óperas, adaptaciones al cine, al cómic…» (pág. 213). Cuando reseñó los estudios de historia literaria Signos viejos y nuevos (2006) del llorado Alberto Blecua, subrayó que por «mucho que lleve también otras miras, la obra literaria es, antes de nada, historia de la literatura, porque nace como emulación de otras obras» (pág. 151). Y en su alocución de agradecimiento ya citada en El Colegio de México uno encuentra una afinidad de esas que dan ganas de abrazar a quien profiere tal preferencia: «El módulo, molde o modelo fundamental en las humanidades es la variedad que consiste en rigor en una monografía breve y que en el gremio llamamos “artículo”. La inmensa mayoría de las novedades (buenas o malas) que se nos proponen en este terreno no aparecen como tesis, ediciones ni libros, sino como artículos de revista, tomo de homenaje, actas de congreso… Personalmente opino que es un formato estupendo» (pág. 222). Estas son para mí las calas que dijo Jordi Gracia que Rico hace en su propia «biografía de extravagante catedrático» y de «perfecto sentimental», y son algunas de las muchas que el lector puede anotar de este libro de tan nutriente lectura sobre tanta figura de la filología y esos afines con carné de oro que serán, entre otros, un escritor —Vargas Llosa—, un editor —Roberto Calasso— o un historiador —Steven Runciman. El conjunto es una reverenciable galería de nombres y de lealtades largas y bien entendidas.

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