El otro día, en una tienda, la mujer que me atendió y a la que di mi tarjeta me hizo firmar el resguardo y yo, sobre la firma, escribí: «Un beso». Como si estuviese despidiéndome de ella por escrito. Me disculpé —«por si no vale»—; y me dijo que sí. Que vale. Y es que son tantas las veces que escribo cartas electrónicas, mensajes de whatsapp o de messenger en las que mi despedida es un beso que debe de ser la explicación de que luego cuando escribo en mi cuaderno «Hoy he salido de clase contento. Bien. Ellas, las tres alumnas que han venido habrán aprendido algo —creo—, igual se han entretenido», añada: «Un beso». Que es lo mismo que tenía hace días al final de la lista de la compra prendida en el tabloncillo de corcho de mi cocina: «Cervezas. Pañuelos. Vino blanco. Sandía. Café. Pescado. Galletas para Julia. Bolsa para ensalada. Atún de lata. Whisky. Tomates. Patatas...». Y debajo: «Un beso». Ahora acabo de anotar una cita en mi agenda y otro beso. Mejor así. Mejor convertirse en un tímido que pasa todo el tiempo mandando besos por ahí sin atreverse a darlos. No sea que le llamen fastidioso por besucón —peor sería sobón. Yo siempre he sido muy besucón; aunque no lo parezca. Yo, verdad sea dicha, no parezco nada notable. Ni sobón ni besucón. Eso sí, lo que resulta fastidioso es consultar el diccionario para saber que besucón es un adjetivo coloquial que significa «que besuca», y que besucar es «besuquear»; y que, finalmente, besuquear es «besar repetidamente a algo o a alguien». Lo que yo vengo haciendo desde hace mucho tiempo sin poder parar. Y sin daño físico. Un beso.
domingo, octubre 28, 2018
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