¿Alguien se acuerda de aquella gripe? Yo casi la tenía olvidada; pero, como estoy haciendo limpieza de apuntes, me he acordado de un viernes de aquel verano de hace seis años cuando pasé seis horas en el hospital con mi madre en observación por uno de sus achaques. Había llamado a urgencias poco antes de la una y media del mediodía y apareció en mi casa un tipo con bata y con una mascarilla —o un tapabocas, como dicen en Méjico—, que de inmediato ordenó que mi madre tenía que ser trasladada. La sorpresa fue que no acabamos en el Servicio de Urgencias del hospital que me correspondía, sino en otro, el más grande de Cáceres. Allí, mientras daba la filiación de mi madre, aquel médico, con su mascarilla, reconvino a las administrativas que allí estaban por no llevar el tapaboca. Se miraron entre ellos como si hubiesen visto a alguien que llega a un sitio extraño, como el que acababa de aterrizar de otro planeta. Mi madre fue atendida diligentemente y nadie llevaba mascarilla. Todo normal. Quizá por la vehemencia de aquel facultativo tuvieron que hacerle unas pruebas y aplicarle no sé qué protocolo. Por lo demás, todo normal. Todo, menos un cura que apareció y al que escuché decir mientras daba la unción última y extrema a una paciente en un box vecino que hay que preparar la maleta para estar dispuestos para cuando el Señor te llame. Lo escuchamos todos los que allí estábamos. No sé si mi madre, que dormitaba. Eso me pareció, que dormitaba, porque tiempo después de aquel día mi madre dejó de usar maleta y teléfono; y ya no espera llamadas de nadie.
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