«—Sé que te va a gustar», me dijo quien me regaló este libro. Acertó. Lo que él no sabía es que justo en esos momentos yo estaba trabajando sobre el padre del tatarabuelo del autor de este libro. Sí, Manuel Silvela, el afrancesado, exiliado en Burdeos, donde publicó con su amigo Pablo Mendíbil aquella Biblioteca selecta de literatura española (1819) en cuatro tomos. No soy amigo de la literatura a trozos; pero estoy convencido de que si hoy mis alumnos leyesen en primero de carrera una selección así de piezas, desde Diego Hurtado de Mendoza hasta Leandro Fernández de Moratín, comprenderían mucho mejor cualquier texto contemporáneo. Como este Diario de una vida breve, de Juan Manuel Silvela Sangro (Valencia, Pre-Textos, 2015). No sé si me equivoco; pero este Silvela Sangro debió de ser chozno de mi Silvela; o sea, el hijo del tataranieto de aquel. Es sorprendente cómo se cruzan lecturas y circunstancias. Vida breve porque Silvela Sangro murió en París en mayo de 1965, a los treinta y dos años. Su diario se inicia a la mitad del primer mes de 1949 y concluye el último día del año 1958. A pesar de su carácter fragmentario, se trata de un relato, un autorretrato completo, suficiente para hacerse con la imagen de un joven extraordinario de la alta sociedad madrileña de aquel tiempo. Para saber apreciar en su sentido histórico lo que en aquella España era una adolescencia y una juventud privilegiadas. Escribe José Muñoz Millanes en el «Prefacio» a esta edición —que relanza y limpia de erratas aquella primera antigua e inencontrable de 1967 en Prensa Española— que el diario de formación de Silvela Sangro fue crónica cultural —musical, sobre todo— del Madrid de la época, y que supo captar escenarios y sensaciones cuya lectura hoy es verdaderamente grata. Esto lo digo yo, que he disfrutado con estas manifestaciones tan exquisitas de una elite culta que uno solo ha conocido por los libros. «Me considero agraciado en mis gustos musicales; los más diversos estilos tocan en la cuerda de mi corazón. Desde la adolescencia me entusiasman Chaikovsky, Liszt, Schumann, Beethoven, Grieg y Dvorák. He descubierto la música de cámara, Bach. Comienzo a interesarme por los contemporáneos, Stravinsky. Junto a ellos me emocionan Strauss, la musiquilla de El tercer hombre, la buena música de jazz, el Hot Club de Francia», escribe con diecinueve años, asiduo de librerías, salas de conciertos, ateneos y casas de reposo en las que vive su enfermedad con parecido aliento al de sus amores: «¡Qué delicia el estar tumbado!», escribe, y en otro momento en el que está triste por no ver a su amiga, afirma, sin embargo, que «amar es esperar, entre otras cosas». Esta edición recupera como «Epílogo», además, el texto que escribió Julián Marías —fechado en Madrid en junio de 1966— para prologar aquella primera edición del Diario, que Guillermo Díaz-Plaja reseñó en ABC (6 de julio de 1967) con una observación que yo repito en cuanto puedo sobre muchos libros que lo piden: «Un índice onomástico nos pasmaría». Me gusta cómo aparece la luna en estas notas de diario, cómo se vive el frío o la paz de una hora. Y agradezco el regalo.
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