miércoles, diciembre 31, 2025

Espectador de provincias

Zorrilla, en sus Recuerdos del tiempo viejo, escribió que su padre firmó 72 000 pasaportes para pasar a Madrid a ver la famosa comedia de magia de Grimaldi La pata de cabra, estrenada en febrero de 1829 —en aquel momento, estaba prohibido entrar en Madrid sin una razón justificada. Nos lo recordó un experto en el teatro decimonónico como David T. Gies en su esclarecedora edición de aquella singular comedia en la colección «Tramoya» de Bulzoni Editore en 1986. Han cambiado los tiempos; pero cada vez que acudo a la capital a ver teatro pienso en aquello, y me siento como el espectador de provincias que va a la villa y corte a completar las carencias que la cartelera de una ciudad como Cáceres tiene. (De enero a mayo de 2026, los espectáculos estrictamente teatrales del Gran Teatro público de esta ciudad no llegan a la media docena; y no hay nada que se pueda considerar de calidad contrastada). En estos días propicios para el recuento anual, he recopilado mis notas sobre algo de lo visto en los teatros capitalinos, y puedo concluir ya que echo en falta aquella época en la que aquí podíamos ver grandes producciones de la cartelera nacional, a veces, incluso antes de que fuesen estrenadas en Madrid. En marzo viajé con el único motivo de ver el montaje de Historia de una escalera dirigido por Helena Pimenta para el Teatro Español. Me gustó mucho estar en el mismo espacio, setenta y cinco años después de su estreno; y suscribí la mayor parte de los calificativos que se pueden decir sobre el espectáculo, desde imprescindible y expresivo hasta soberbio, también el gran nivel dramático, la validez artística, lo impecable de la escenografía o el destacado desempeño de los actores y las actrices; pero me salí con el runrún de una precisa idea —que comparto— publicada por Raquel Vidales unos días antes en Babelia de El País (15.03.2025, pág. 15) bajo el título de «Teatro como Dios manda»: «el teatro es un arte que sucede en presente y las aproximaciones arqueológicas no contribuyen a su supervivencia, más allá de que puedan ser correctas, contentar al público tradicional y satisfacer a estudiosos de la literatura dramática o profesores de instituto». E insisto, no veo nada reprochable desde el punto de vista artístico y de conocimiento teatral a esta Historia de una escalera de Pimenta. Eso sí, no acabé de encajar las risas del público en determinados momentos de alta intensidad dramática y de expresión sobria de mensaje sombrío y desencantado, que se atenuó al final con el texto que dijo el niño —aquel sábado lo encarnó Eneko Haren—, y que Helena Pimenta había rescatado de unas palabras que el dramaturgo publicó en Primer Acto en 1957: «Los hombres no son necesariamente víctimas pasivas de la fatalidad, sino colectivos e individuales artífices de sus venturas y desgracias. Convicción que no se opone a la tragedia, sino que la confirma. Y que, si sabemos buscarla, advertimos en los mismos creadores del género. Mas, al tiempo, convicción que abre a las mejores posibilidades humanas una indefinida perspectiva. Pese a las reiteradas y desanimadoras muestras de torpeza que nuestros semejantes nos brindan de continuo, la capacidad humana de sobreponerse a los más aciagos reveses y de vencerlos inclusive, difícilmente puede ser negada, y la tragedia misma nos ayuda a vislumbrarlo. Esta fe última late tras las dudas y los fracasos que en la escena se muestran; esa esperanza mueve a las plumas que describen las situaciones más desesperadas. Se escribe porque se espera, pese a toda duda. Pese a toda duda, creo y espero en el hombre, como espero y creo en otras cosas: en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad. Y por eso escribo de las pobres y grandes cosas del hombre; hombre yo también de un tiempo oscuro, sujeto a las más graves pero esperanzadas interrogantes». Son palabras que ahora, al final de un año y en el contexto español y mundial, cobran una significación muy particular. A la semana siguiente volví a Madrid, y en esa ocasión, al Teatro de la Comedia, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, cuya sección Joven puso en pie un digno Don Gil de las calzar verdes. Me llamaron la atención y me gustaron las modificaciones que sobre el texto de Tirso se hicieron para aclarar al público el complicado enredo de la comedia, pero me llevé un chasco cuando comprobé que el libreto que vendían a la salida era el texto mondo y lirondo original tirsiano. Habíamos visto a la Joven Compañía Nacional en junio del año pasado, en la trigésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Cáceres, con un talentoso montaje de La discreta enamorada en el que nos tocó Cristina Marín-Miró como Fenisa, y esta actriz fue, precisamente, una de las destacadas de un elenco de Don Gil que resuelve muy bien una intencionada diversificación de los papeles del texto entre sus actrices y sus actores.  En ese caso, se quiso dividir las tres caras de un personaje —la Juana de Don Gil de las calzas verdes— en tres intérpretes: Cristina Marín-Miró (Don Gil), Ania Hernández (doña Juana) y Cristina García (Doña Elvira y Fabia). Fue una experiencia muy grata, con el añadido de que sirvió como actividad didáctica con nuestras alumnas y nuestros alumnos de Filología Hispánica, que disfrutaron, como yo, en su papel de público de provincias. Feliz año 2026. 

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