sábado, junio 24, 2023

Las muertas

Era una edición de la novela que publicó la editorial Mondadori en 1987 y que llevaba en la sobrecubierta la reproducción del autorretrato de Frida Kahlo «Árbol de la esperanza, mantente firme». Debió de ser en los primeros meses de 1990, cuando Ignacio y yo empezamos a organizar el simposio de «Lo real maravilloso en Iberoamérica» (19-22 de noviembre de 1990) y él propuso que fuese aquel cuadro el motivo principal del cartel. Recuerdo que escribimos a la editorial para pedir permiso por la reproducción y nunca recibimos respuesta. Aquella reunión en Cáceres propició mi conocimiento de escritores como Elena Poniatowska y Daniel Moyano, y de profesores como Julio Ortega y Juana Martínez, entre otros, y parece ahora que me predestinó para no despegarme de la literatura iberoamericana en todos estos años, hasta hacerme cargo de una parte de su docencia en mi departamento.  Desde aquel entonces ha sido aquella novela, Las muertas (1977), de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), uno de los títulos de referencia de mi biblioteca americana. Encontrarla ahora en el catálogo de la colección Letras Hispánicas me ha parecido una novedad estupenda: Jorge Ibargüengoitia, Las muertas. Edición de Antonio Sánchez Jiménez. Madrid, Ediciones Cátedra (Letras Hispánicas, 879), 2023. La presentación del autor, de sus intenciones, del mensaje estético de su novela y de su precedente real, entre otros aspectos, es razonable de extensión, muy clara y completa en la introducción de Sánchez Jiménez (págs. 11-87), que sorprende a muchos con esta edición, dado su brillante y conocido perfil de especialista en el Siglo de Oro español. Son muy útiles las páginas en las que analiza la estructura y el tono de la novela, y su mosaico temporal, para el que ofrece un esquema ilustrativo, el análisis de su humor; y, sobre todo, es muy interesante la lectura que hace de Las muertas como tragicomedia y cómo pone el énfasis en el uso que hace el autor de los símbolos patrios más representativos de México en su condición también de sátira. La edición de Sánchez Jiménez es ya una guía excelente para el profesor universitario que quiera tratar este texto en sus clases. En esto, siempre planteo el dilema metodológico de afrontar la lectura de un texto sin apoyo, o, por el contrario, leer antes la introducción crítica y otros materiales, como las notas y la bibliografía, que aportan estas ediciones. Hay opiniones dispares. Yo siempre invito a leer sin muletas la primera vez, y así se obligan a volver sobre el texto cuando ya tienen a su alcance una información selectiva y razonada sobre él. Hace muchos años escribí un texto («Estrategias») que tocaba esto y en el que mencionaba a una alumna que me pidió permiso para salir del aula antes de que yo comentase los últimos capítulos de La Regenta. Puede ocurrir con ciertos textos narrativos o dramáticos, cuyas tramas motivan más al lector para descubrir por sí mismo la sucesión de los acontecimientos. En estos casos, el comentarista, por lógica necesidad, tiene que destripar o anticipar —hacer spoiler— algún episodio o el desenlace de la obra. Antonio Sánchez Jiménez tiene que aludir en su estudio a ciertos sucesos; así que el lector que quiera conocerlos autónomamente debería ir directamente al texto de la novela. Pero ojo, aviso que también hay notas al texto, como la 142 y la 159, en las que se nos adelanta lo que va a ocurrir. Las muertas, calificada aquí como «obra maestra», es una novela singular y fascinante, otra de las cumbres de una literatura, la mexicana, vasta y riquísima en el inmenso e inabarcable campo que hemos dado en llamar literatura iberoamericana, latinoamericana o hispanoamericana. (Tal vez algún día escriba sobre mi recurrencia en clase en otros nombres como Octavio Paz, Elena Poniatowska, Juan Rulfo, Elena Garro, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco o Fernando del Paso). Diré por último que la tabla de variantes que incluye Sánchez Jiménez en sus apuntes de «Esta edición» es demasiado notoria (págs. 72-79) para resultar tan insustancial y superflua, pues la inmensa mayoría de las que relaciona son errores o descuidos evidentes, erratas o minucias que nada aportan a los modos de escritura del autor —que sí se ven en otros interesantes vestigios textuales— en esta novela, de la que hay un borrador mecanoscrito —al que se llama «manuscrito a máquina con correcciones a mano del propio Ibargüengoitia» (pág. 71)— que se conserva en la Universidad de Princeton, que aquí es cotejado con las dos primeras ediciones de la obra, la de 1977 y la de 1978. Más útil es, en mi opinión, avisar ahora a la editorial en previsión de nuevas impresiones sobre las erratas de las páginas 117, nota 58 («Acalpuco»), 134 («El cliente pude regresar»), 176 («cinto cincuenta»), 178 («para para conectar») o 243 («estaba llenado»).

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